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El juicio de los sheks



 

La claridad de la aurora comenzaba ya a teñir la nieve cuando el rostro de Gerde se mostró en el agua del onsen. En torno a ella, Shizuko y siete sheks aguardaban pacientemente.

—Puede que no se presente —dijo Shizuko, con voz neutra.

Gerde esbozó una misteriosa sonrisa.

—Oh, vendrá —dijo—. Ya lo creo que vendrá.

En su fuero interno, Shizuko deseaba que tuviera razón.

Por eso, cuando la sombra del híbrido se proyectó sobre el manto de nieve y lo vieron acercarse a ellos, con su habitual paso sereno, la reina de los sheks sonrió para sí.

No obstante, su sonrisa se desvaneció casi de inmediato al comprobar que venía él solo. Los sheks lo vieron plantarse ante ellos, y alzar la cabeza, con calma, pero desafiante.

—Ya estoy aquí —dijo.

—Ya lo veo —respondió Shizuko—. ¿Dónde está la chica?

—No va a venir.

La conversación era tranquila y fluida y, no obstante, tremendamente vacía. Porque, al mismo tiempo que hablaban con sus cuerdas vocales, sus pensamientos se entrelazaban con rapidez por un canal privado.

«¿Qué se supone que estás haciendo?»

«Te dije que tenías un dilema, Shizuko. Imagino que has tenido tiempo de pensar en ello».

«¿Me estás poniendo a prueba? ¿Quieres que tenga que decidir entre rebelarme o verme obligada a matarte?»

«No es tan extraño; yo ya me enfrenté una vez a una elección similar».

«Para ti fue más fácil. No eres del todo un shek».

«Soy del todo un shek. Y, aunque también soy humano, fui parte de la red telepática, sé lo que significa ser uno de vosotros. No simplifiques las cosas».

—Basta —les llegó la voz de Gerde, aburrida, desde la imagen del estanque—. Kirtash, tenía entendido que Ziessel te había pedido que trajeses contigo al unicornio.

Christian avanzó hasta situarse junto al onsen. Dirigió a Gerde una mirada inescrutable.

—Me lo dijo, sí —repuso, con calma—. Pero creo que Victoria no tenía ganas de volver a verte, considerando, además, que aún tienes algo que le pertenece —observó.

—Sé muy bien por qué no la has traído —sonrió el hada—. Era todo lo que necesitaba saber.

—Entonces, ya tienes la información que querías. No era necesario traer a Victoria, ¿ves?

—Puede que no; pero Ziessel te pidió... te ordenó que lo hicieras. ¿No es así?

Christian sonrió para sus adentros. Gerde no podía exhibir demasiada autoridad ante los otros sheks sin desvelar su verdadera esencia. Pero estaba obligando a Shizuko a ejercer la suya. Algunos dudaban ya de que una shek encerrada en un cuerpo humano pudiese ser una buena líder para ellos. El propio Christian era un traidor que no solo había dejado de ser útil, sino que además seguía desafiando a la autoridad de los sheks. Shizuko debería castigarlo por ello. Si no lo hacía, los sheks podrían obligarla a elegir a alguien que la sustituyera como soberano de los sheks. Alguien que no solo mataría a Christian sin dudar sino que, además, podía desahuciarla a ella. Por no hablar de lo que podría hacerle Gerde si volvían a encontrarse.

«¿Por qué has vuelto?», gimió Shizuko en su mente, angustiada. Christian detectó verdadera preocupación en ella, y se sintió conmovido.

«He vuelto a buscarte», dijo solamente. «Pero para eso necesito saber que vas a venir conmigo».

Los ojos rasgados de Shizuko se abrieron de par en par, reflejando una sorpresa que su rostro, tan frío, no solía mostrar.

«Eso no es justo», replicó ella. «Si no eres capaz de tomar una decisión, asúmelo, en lugar de ponerme a mí contra la pared. Sé que quieres que te traicione para poder regresar junto a tu unicornio con la conciencia tranquila, pero no voy a seguirte el juego, porque no es asunto mío».

«Puede que tengas razón. Pero eso no quita el hecho de que, tarde o temprano, tendrías que enfrentarte a esto».

—Cierto, te ordené que me trajeras a la muchacha, y me has desobedecido —le dijo ella en voz alta, respondiendo a la pregunta de Gerde—. Pero siento curiosidad por saber por qué has regresado. Sabías que te mataríamos si te negabas a cumplir mi petición. Si deseas volver a ser considerado uno de nosotros, no deberías contrariarme. Sobre todo teniendo en cuenta que juré no hacer daño a la chica.

Christian le devolvió una larga mirada.

—Ella es un asunto personal —dijo—. Pertenece a mi usshak. Si de verdad me consideráis un shek, deberíais respetar esto. Y si creéis que no soy uno de vosotros, entonces no tengo por qué obedecer a Ziessel. Y mucho menos a Gerde.

—Pero no debemos olvidar quién es ella —dijo entonces Gerde, con una dulce sonrisa—. Si puede entregar la magia, aún es peligrosa: recuerda que mató a Ashran, junto con el dragón... y junto contigo. No creo que debamos dejar pasar esto. Si es inofensiva, no vale la pena pensar más en ella. Pero, si te niegas a traerla, ¿qué vamos a pensar? Dos de los asesinos de Ashran siguen juntos. ¿Cómo sabemos que no conspiran contra nosotros?

—Gerde, tú sabes que quiero protegerla —dijo Christian—. No tengo ninguna intención de obligarla a luchar de nuevo.

—Oh, sigues encaprichado de ella —ronroneó el hada—. Qué curioso que alguien que se precie de ser un shek oculte en su usshak a una criatura medio humana, medio unicornio. Si eres un shek... ¿no deberías tener otro tipo de intereses? ¿Una shek, por ejemplo?

Los pensamientos de Christian y de Shizuko se entrelazaron rápidamente en una misma idea:

«Lo sabe».

Pero Christian había detectado un leve rastro de dolor en la mente de Shizuko, y supo que Gerde había logrado sembrar la duda en su corazón.

Los otros sheks sisearon por lo bajo, desaprobando las palabras de Gerde. Habían captado la insinuación. Sabían que ninguna shek mantendría una relación con un híbrido, pero la misma Ziessel tenía un cuerpo humano. Y los veían a ambos juntos muy a menudo.

Por un lado, la idea les resultaba repugnante. Por otro, si Christian prefería a Victoria antes que a Ziessel, la reina de los sheks, no debía de tener tanta esencia de shek como decía y, por tanto, ellos no tenían por qué respetarle a él, ni tampoco su usshak.

—Las preferencias de Kirtash no vienen al caso —dijo Shizuko con frialdad—. Dada su naturaleza, dudo mucho que tenga opción.

Akshass entornó los ojos, irritado. Sabía perfectamente que estaba mintiendo. Sabía que realmente tenía opción, que la reina de los sheks podría haberlo acogido a su lado. Pero insistía en proteger a esa joven, una enemiga, y ello solo podía acarrearle la muerte.

El shek se alzó sobre sus anillos, cansado de ser simplemente un observador, e intervino en la conversación; y su voz telepática sonó en las mentes de todos.

«Sí que viene al caso, Ziessel», dijo. «Tal vez tu lamentable accidente te hace experimentar cierta simpatía por el híbrido, simpatía que te impide analizar la situación con frialdad. Pero lo cierto es que la sangrecaliente tiene razón. Le hemos dado al híbrido una segunda oportunidad que no merecía, y ahora discute a su reina una petición que me parece razonable. Todavía no nos ha aclarado si el unicornio conserva o no su poder, y, teniendo en cuenta sus reticencias a hablar del tema, me temo que es así. Protegiendo a la asesina de Ashran y desobedeciendo el deseo de su reina, el híbrido no demuestra arrepentimiento, sino todo lo contrario; para mí está claro que sigue siendo un traidor, y ya se me ha agotado la paciencia. No veo por qué perdemos el tiempo tratando de decidir si debe seguir con vida o no».

Los otros sheks sisearon, mostrando su aprobación. Gerde sonrió.

—Entonces, ¿esas son mis opciones? —dijo Christian en voz alta—. ¿Traeros a Victoria o ser ejecutado, por traidor?

—No se trata de eso, Kirtash —respondió Shizuko—. Se te está juzgando por delitos pasados, delitos contra toda la raza shek. Deberías haber sido condenado por ellos hace mucho tiempo y, no obstante, se te ha perdonado la vida... con la condición de que vuelvas a ser útil a los tuyos. A tu reina... a tu dios. Si no aprovechas esta oportunidad, no tendremos más remedio que seguir considerándote un traidor y un enemigo peligroso.

Christian y Shizuko cruzaron una mirada. Sabiéndose en peligro, Christian había cerrado en banda su mente para evitar cualquier posible ataque telepático. Y, no obstante, el canal privado que había creado para Shizuko seguía abierto. Ella se percató de esta circunstancia.

«No deberías hacer esto», le dijo.

«Yo creo que sí», replicó él. «Si crees que merezco morir, entonces mátame tú misma».

«Creo que mereces morir», respondió ella. «Pero no quiero matarte, así que no me obligues a hacerlo».

«Entonces, no me obligues tú a elegir entre Victoria y tú. Lamento decirlo, pero podrías salir malparada».

«No tanto como piensas. Si es cierto que la prefieres a ella, entonces eso significa que no eres lo bastante shek como para merecerme».

—No voy a entregarme, así, sin más —dijo Christian, con suavidad, pero con firmeza—. El que quiera ejecutarme, tendrá que enfrentarse a mí primero.

Akshass entornó los ojos.

«¿Estás sugiriendo un combate mental?»

—Hay cosas en mi mente que considero demasiado valiosas como para arriesgarlas de ese modo —repuso Christian—. No; me estoy refiriendo a un combate cuerpo a cuerpo.

Los sheks sisearon, disgustados. No tenían por costumbre pelear cuerpo a cuerpo, excepto cuando estaban realmente furiosos, o cuando luchaban contra enemigos que no poseían una mente adecuada para el combate mental.

«¿Lo crees adecuado, Ziessel?», le preguntó Akshass a Shizuko.

Ella tardó un poco en contestar.

—Entiendo que el híbrido quiera luchar por su vida —dijo—. No obstante, lo veo innecesario. Porque, aunque llegara a derrotarte, después tendría que luchar contra cualquier otro que desease ejecutarlo. Acabará muriendo de todas formas. Pero si desea morir luchando, no veo razón para negárselo.

«Sea», dijo Akshass entonces. «Pelearé contra ti en un combate cuerpo a cuerpo».

—Gracias —respondió Christian, y se transformó lentamente en shek.

Cuando abrió las alas, estiró los anillos y echó la cabeza hacia atrás, con un siseo de satisfacción, fue muy consciente de la mirada anhelante que Shizuko le dirigió. Nunca se había mostrado como shek ante ella, porque sabía que le dolía que le recordasen que ella ya nunca más podría recuperar su verdadero cuerpo. Pero ahora no pudo evitar dirigirle una larga mirada. Shizuko captó inmediatamente su significado: resultaba irónico que le acusara de no ser un shek completo, cuando, a diferencia de ella, poseía alma y cuerpo de shek.

«Podrías desaparecer de aquí, marcharte cuando quisieras», le dijo a Christian en privado. «¿Por qué vas a luchar? ¿Por qué no te has ido ya?»

«Porque te estoy esperando», contestó él.

«¿En serio crees que voy a abandonarlo todo... para ir contigo?»

«Sientes algo por mí. No trates de negarlo».

«No lo estoy negando. Pero eso no basta, Kirtash».

Él le dirigió una larga mirada.

«¿No confías en mí?»

«¿Cómo quieres que confíe en ti?»

Christian siseó. «Victoria sí confía en mí», se dijo. Se recordó a sí mismo que su relación con ella duraba ya casi dos años. En cambio, Shizuko y él apenas estaban empezando a conocerse: era normal que Shizuko pusiera reparos a la idea de tomar partido por él. Pero Victoria le había dado la mano la primera vez que le pidió que le acompañara. Incluso cuando eran enemigos, cuando ella no habría tenido por qué confiar en él... incluso entonces, Victoria lo habría dejado todo por seguirle. Eso no basta, había dicho Shizuko. Y, aunque Christian entendía la postura de la shek, y no podía reprochárselo, tampoco pudo evitar pensar que a Victoria sí le había bastado.

Claro que Victoria no era una shek. La racionalidad de Shizuko le impediría colocar sus sentimientos por encima de lo que era lógico y razonable. Christian lo comprendía. Había seguido un impulso la primera vez que había perdonado la vida a Victoria, pero después de eso había tardado dos años en decidir que lo abandonaría todo por ella. Victoria, en cambio, no se lo había pensado dos veces. ¿Le había dado la mano entonces porque era un unicornio... o porque era humana?

¿Y si Shizuko hubiese tenido más tiempo para reflexionar? ¿Si Gerde no la estuviese obligando a decidir entre sus sentimientos y su deber para con los otros sheks?

«Si tuviésemos más tiempo», le dijo a ella entonces, «tal vez nuestro vínculo acabaría por hacerse más sólido. Pero Gerde no nos lo va a permitir. ¿Dejarás que se salga con la suya?»,

Shizuko no respondió. Le cerró su mente, y Christian entendió que le dejaba libertad para hacer lo que creyera conveniente. No obstante, él siguió esperando.

Akshass se echó un poco hacia atrás y le enseñó los colmillos. Christian le devolvió el gesto.

Los otros sheks retrocedieron para dejarles espacio. Shizuko se situó detrás del onsen y reparó entonces en la imagen de Gerde, que seguía contemplándolo todo con interés.

—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó en voz baja, consciente de que había sido el hada quien había precipitado aquella situación.

—Espera y verás —sonrió ella.

Observaron a Christian y Akshass, mientras movían las alas lentamente, tensaban sus largos cuerpos de serpiente y siseaban por lo bajo, mostrándose los colmillos. Aquel intercambio previo de amenazas duró apenas un par de minutos. En seguida, Akshass lanzó la cabeza hacia adelante, en un movimiento rapidísimo, que Christian pudo esquivar a duras penas. Batió las alas hasta elevarse un poco en el aire y, desde ahí, atacó a su adversario. Pronto, los dos estuvieron enredados en un combate a muerte, tratando de morder o estrangular al otro. Pero resultaba difícil, porque los largos cuerpos de los sheks, muy útiles para inmovilizar a criaturas grandes, como los dragones, se mostraban ineficaces a la hora de envolver el cuerpo de otra serpiente. Por otra parte, el veneno de los sheks era solo peligroso para ellos en grandes dosis. De modo que una mordedura, que para otra criatura habría resultado letal, para un shek solo era dolo-rosa. Podrían estar horas peleando sin que hubiese un claro vencedor.

Shizuko los contemplaba, aparentemente impertérrita, aunque por dentro se hallaba ante un dilema. Sabía por qué Christian estaba haciendo aquello. Era su forma de desafiar a Gerde. Le demostraba que no tenía poder sobre él, al menos en lo que a Victoria se refería. Y, no obstante, no pudo dejar de preguntarse si habría podido contrariarla del mismo modo de haber estado realmente frente a ella, y no a miles de mundos de distancia.

Pero había otra razón, y era la propia Shizuko. Christian le estaba pidiendo que se implicase, que decidiese qué era más importante para ella, si su deber como reina de los sheks o la relación que había iniciado con él. Y no lo hacía sólo por ella. Si Shizuko lo rechazaba ahora, entonces él no tendría que elegir entre ella y el unicornio.

Shizuko jamás le había pedido que escogiera a una de las dos. Pero ahora, Gerde los había puesto en un compromiso a ambos, puesto que ya no era una cuestión sentimental, sino de lealtad. Protegiendo a Victoria, Christian no estaba simplemente contrariando a Shizuko, sino que estaba ignorando la petición de la reina de los sheks. Estaba demostrando, una vez más, que no era uno de ellos.

Lo que Shizuko no terminaba de entender era por qué Gerde había llevado a Christian a aquella situación. Si hubiese querido matarle, lo habría hecho tiempo atrás.

Ante ella, ambos sheks seguían combatiendo. Un furioso coletazo hizo retumbar el suelo, cerca del manantial, y Shizuko recordó, de nuevo, lo frágil que era su cuerpo humano, que podía ser destrozado con tanta facilidad. Retrocedió un poco más.

Ninguno de los dos parecía un claro ganador. Christian había logrado inmovilizar una de las alas de Akshass, que movía la otra mientras trataba de clavar los colmillos en el cuello de su oponente.

Christian oprimió más el ala de Akshass, hasta hacerla crujir; pero elshek, con un chillido de ira y de dolor, logró hundir los colmillos en el cuerpo anillado del híbrido.

—¡Basta! —dijo entonces una voz—. ¡No es necesario todo esto! Aunque el ruido acalló sus palabras, la mente de Christian las captó con claridad, porque había percibido su presencia. Dejó que fluyeran a la mente de todos los sheks, y Akshass, desconcertado, soltó su presa. Christian también aflojó la presión que ejercía sobre el ala de su contrario.

La batalla se detuvo.

Los ojos de los sheks se clavaron, relucientes, en la persona que acababa de llegar. El rostro de Shizuko permaneció impenetrable, y Gerde sonrió.

Christian cerró los ojos un momento. No necesitaba volverse para saber quién acababa de colocarse a su lado, aparentemente sin temor a Akshass ni a los otros sheks. Los dos combatientes desenredaron sus cuerpos y se separaron, y Christian recuperó su aspecto humano. Las heridas recibidas en su cuerpo de shek se manifestaban también en aquel cuerpo, por lo que se tambaleó un momento, presa de una súbita debilidad. Inmediatamente, alguien acudió en su ayuda y lo sostuvo para que no cayera al suelo. El simple contacto con ella hizo que su energía curativa fluyese a través de su cuerpo, dulcemente, sanando sus heridas poco a poco. Y Christian se alegró de que estuviera allí, pero, por otro lado, lo lamentó.

—Pero qué predecibles sois —rió Gerde, encantada.

Victoria alzó la cabeza al oír su voz y la buscó con la mirada. Descubrió su imagen en la superficie helada del onsen y se mostró desconcertada un momento. Enseguida reaccionó y respondió:

—Ya estoy aquí. Ya me ves. ¿No era eso lo que querías?

La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.

—Sí —dijo—. Esto era exactamente lo que quería.

Todos los sheks contemplaron a Victoria con curiosidad, y ella soportó aquel examen sin mover un músculo. Entonces se volvió hacia Shizuko.

—Ziessel, reina de los sheks —dijo—. Te saludo, y te pido que perdones a Kirtash. Estoy segura de que él no quería ofenderte. La culpa es mía; me he retrasado un poco.

Shizuko esbozó una media sonrisa.

—Eres valiente, muchacha —dijo—. Sabes perfectamente que Kirtash no tenía la menor intención de traerte consigo hoy. Y sabes que yo lo sé.

—Tal vez —asintió ella—. Pero eso no cambia que le habías pedido que te trajera ante mí, y lo ha hecho. Porque he venido por él.

Estas últimas palabras las pronunció en voz alta, sin titubear, con total convicción. Los sheks entornaron los ojos y la miraron, en silencio.

«¿Qué haces, Victoria?», preguntó Christian en su mente.

«Sacarte de los líos en que te metes... una vez más», respondió ella. «A ver si de una vez aprendes a contar conmigo».

Christian sonrió, a su pesar.

«Si pretendes salvar la vida del híbrido, no es buena idea recordarnos su relación contigo», dijo Akshass. «No podemos olvidar que tú eres Lunnaris, el último unicornio. La asesina de Ashran».

—Soy Lunnaris —asintió ella—, el último unicornio, por obra y gracia de Ashran, que exterminó a todos los míos en un solo día. Ashran, que envió a varios asesinos a matarme cuando estaba en el exilio. Ashran, quien me torturó para arrebatarme la magia en cuanto me tuvo en sus garras. Ashran, que amenazó con matar a mis seres queridos y, finalmente, me amputó el cuerno. Cualquiera de vosotros lo habría matado por mucho menos de eso, así que no creo que tengáis nada que reprocharme al respecto.

La sonrisa de Christian se hizo más amplia. Se cruzó de brazos y dejó la situación en manos de Victoria.

—Sí, no cabe duda de que tenías una cuenta pendiente con él —dijo Gerde, con una aviesa sonrisa.

—Una cuenta que aún no ha sido convenientemente saldada —replicó Victoria—. Como compensación por los agravios recibidos, y como gesto de buena voluntad, sería todo un detalle por tu parte que me devolvieras lo que es mío. Es decir, mi cuerno. El cuerno que Ashran me arrebató y que, misteriosamente, ha ido a parar a tus manos.

El hada se echó a reír.

—Te veo muy agresiva, Lunnaris. Tal vez no te convenga desafiarme. Recuerda que el cuerno no es lo único que tengo tuyo —añadió, lanzando una significativa mirada a Christian. El shek, todavía de brazos cruzados, ladeó la cabeza, pero no se inmutó.

—Christian no te pertenece, bruja —le espetó Victoria—. Nunca te ha pertenecido, ni a ti, ni a nadie.

—¿Eso crees? —rió Gerde—. Tengo poder para hacerle daño, y lo sabes. Solo por eso deberías mostrarme un poco más de respeto.

«Basta ya», intervino Akshass. «No me interesan las disputas de las mujeres sangrecaliente. ¿A dónde nos lleva todo esto?».

—Soy yo quien debe decidirlo —dijo Shizuko; sus ojos se mostraron más duros y fríos de lo habitual—. Bien; puedo aceptar la palabra de Kirtash de que Lunnaris no quiere regresar a la lucha, aunque muestre animadversión hacia Gerde. Si lo deseáis, os dejaré marchar a los dos. No volveréis a cruzaros en nuestro camino, y nosotros no os perseguiremos. Pero a cambio, y para romper los vínculos de Kirtash con la red de los sheks, exijo que se nos devuelva algo que nos pertenece. Exijo a Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente.

Christian se quedó helado. Victoria vaciló por primera vez, y ocultó detrás de la espalda la mano en la que llevaba el anillo.

—Shiskatchegg me fue entregado a mí —replicó Christian con suavidad—, porque yo era el único shek que podía llevarlo.

—Pero ya no eres el único —hizo notar Shizuko; alzó las manos y agitó los dedos ante él—. Hasta ahora no tenía sentido reclamarlo, pero ahora lo que no tiene sentido es que semejante joya esté en manos de un traidor, cuando la reina de los sheks tiene manos humanas que pueden lucirlo.

«Shizuko, no puedes hacerme esto», le dijo él.

«Te estoy dando una oportunidad de salir con vida, a ti y a tu unicornio», replicó ella, irritada. «Estoy negociando. La cólera de los sheks se aplacará si nos devuelves el anillo».

«Todo esto ha sido idea de Gerde, ¿verdad?»

«¿Qué importa eso?»

Christian calló, indeciso. Victoria se pegó más a él.

«La petición de Ziessel me parece razonable», dijo uno de los sheks, y los otros sisearon, mostrando su aprobación.

«Me temo que es tu última oportunidad de ser perdonado, híbrido», comentó Akshass.

Victoria avanzó un paso, pero Christian la retuvo por el brazo.

—Le entregué el anillo a Lunnaris para poder mantener un vínculo mental con ella —dijo con serenidad.

Los sheks sisearon por lo bajo.

«¿Acaso ese vínculo es para ti más importante que la petición de la reina de los sheks?», preguntó Akshass. «¿Más importante que la posibilidad de ser aceptado de nuevo entre nosotros?»

Christian y Shizuko cruzaron una larga mirada. Victoria seguía en pie junto a él, en silencio. Intuía lo que estaba sufriendo Christian, porque tiempo atrás también ella había tenido que elegir. La relación que mantenían ellos dos significaba mucho para ambos, pero Shizuko le ofrecía la posibilidad de regresar con los sheks.

Incluso... ¿podría llegar a ser para él una compañera más adecuada que la propia Victoria?

Christian seguía en pie, con la mirada clavada en Shizuko.

«Me pides que renuncie a mi vínculo con Victoria», le dijo. «Pero tú no estarías dispuesta a sacrificar tu vínculo con los otros sheks».

«No lo reduzcas a una cuestión sentimental, Kirtash», repuso ella.

«Es una cuestión sentimental. Si no fuera así, me habrías matado en cuanto dejé de seros útil».

«Responde, híbrido», insistió Akshass. «¿Es para ti más importante tu vínculo con Lunnaris que la posibilidad de regresar a la red de los sheks?»

Christian sintió que Victoria le cogía de la mano para llamar su atención, y se volvió hacia ella. «Haz lo que tengas que hacer», le decía la joven con la mirada. Christian supo que, si la abandonaba en aquel mismo momento, ella no se lo reprocharía. Y ya no tuvo más dudas.

—Sí —dijo solamente.

«Entonces, no hay más que hablar», dijo Akshass.

—No —concedió Shizuko—. No hay más que hablar.

«Lo siento», le dijo Christian.

«No lo sientas. Si fueras un shek de verdad, te habrías quedado conmigo. Así que al fin y al cabo, ella tenía razón: no eres más que un medio shek traidor. Estarás mejor muerto».

«Tal vez. Pero me importas. Aunque te cueste creerlo».

Shizuko entendió que aquellas eran sus últimas palabras, apenas un instante antes de que los dos se desvanecieran en el aire. No tuvo tiempo de dar la alarma. Para cuando quiso hacerlo, Christian y Victoria ya se habían marchado.

Los sheks no perdieron tiempo en enfurecerse ni en lamentarse.

«¿Cómo ha podido ocurrir?», preguntó uno de ellos.

«Combina la magia con el poder del shek», respondió Shizuko. «Puede transportarse a su usshak».

Akshass se estaba lamiendo las heridas, pero alzó la cabeza para mirarla, y dijo:

«Tú sabes dónde está su usshak. Podemos ir tras él».

«No».

«¿Por qué no? No me digas que aún crees que debemos respetarlo».

«No. Es porque su usshak está muy lejos de aquí. Cuando lleguemos, ya se habrán marchado a otro lugar. Un lugar donde ninguno de nosotros puede entrar. Para entonces, el vínculo mental se habrá rotodel todo. No podremos alcanzarlos».

«En tal caso, podrían haberse marchado en cualquier momento», dijo uno de los sheks. «¿A qué estaban esperando?»

«A mí», respondió Shizuko. Pero no dio más explicaciones.

 

Christian y Victoria se dejaron caer sobre el sofá; ella se lanzó a sus brazos, temblando.

—¿Qué has hecho? —gimió—. ¡Pueden seguirte hasta aquí! ¡Ya no respetarán este sitio!

—Nos iremos a Limbhad dentro de un rato —le prometió Christian—. En cuanto termine de desvanecerse mi vínculo telepático con Shizuko.

Victoria dejó que su magia penetrase de nuevo en él, para terminar de curarlo.

—Christian, lo siento —murmuró, tras un instante de silencio.

El se encogió de hombros.

—No pasa nada. Lo veía venir, de todas formas. Puede que ella sintiera de verdad algo por mí, pero nunca ha llegado a olvidar, ni por un instante, que soy en parte humano.

Victoria lo abrazó con más fuerza.

—Le has negado tantas cosas... una detrás de otra... por mí.

—En realidad se las estaba negando a Gerde. Shizuko jamás me ha exigido nada que tenga que ver contigo. Pero Gerde la ha obligado a ello.

—Es cruel —opinó Victoria—. No entiendo qué es lo que quiere.

—Yo sí: quiere que regrese a Idhún, con ella. Acepté su encargo porque me permitiría volver a la Tierra de forma rápida y sin problemas. Ayudé a los sheks porque aliándome con ellos la Tierra sería un lugar seguro para nosotros. Pero ahora que he cumplido con lo que se esperaba de mí, Gerde me reclama de nuevo en Idhún. Lo cierto es que yo no tenía ninguna intención de volver, así que la única forma que tenía de conseguir que regresara era enemistándome con Shizuko y los suyos, destruyendo este refugio seguro.

—Pero puedes ocultarte en Limbhad. Allí ella no puede alcanzarte.

—No podré esconderme eternamente. Además, llevamos ya varias semanas aquí y Jack todavía no ha venido. No tardarás en querer regresar a Idhún a buscarlo.

—¡Pero tú no tienes por qué venir conmigo! —replicó ella con energía—. Puedes esperarnos aquí...

—No, Victoria. Ahora mismo, Idhún es un lugar muy peligroso para ti, por muchos motivos. Si has de volver, yo quiero acompañarte.

Victoria sacudió la cabeza.

—Deberías dejar de preocuparte tanto por mí —opinó—. Eso solo te causa problemas.

Christian la miró y sonrió.

—No lo entiendes, ¿verdad? —le dijo con suavidad—. Si te pasara algo, yo lo perdería todo. Porque eres todo lo que me queda.

Victoria tragó saliva.

—Eso no es cierto —dijo—. Te tendrías a ti mismo...

—¿De la misma forma que tú te tenías a ti misma cuando creíste perder a Jack? —contraatacó él.

Victoria guardó silencio.

—Confieso que he tenido miedo —prosiguió Christian—. Tuve miedo de perderte, y cuando conocí a Shizuko... sentí que se me concedía otra oportunidad de recuperar mi espacio. No es la primera vez que sucede. Ashran ya me ofreció en su día la oportunidad de regresar junto a mi gente, a cambio de que matara a Jack. Y me negué..., aunque luego las cosas se torcieron. Pero en todo momento mi intención fue respetar la vida de Jack.

—Lo sé —asintió ella.

—Debería haber aprendido la lección entonces. Los sheks pueden darme muchas oportunidades, pero, tarde o temprano, me pedirán que renuncie a ti, de una forma o de otra. Y es algo que no puedo concederles... ni siquiera por Shizuko.

—Creo que eso era lo que Gerde quería que admitieras hoy —dijo Victoria en voz baja—. Delante de todos, y delante de la propia Shizuko. Te ha cerrado las puertas, Christian. ¿Por qué habrías de volver con ella... si ella misma te arrebata la posibilidad de volver a estar vinculado a los sheks?

—Porque solo ella puede volver a abrirme la puerta que ahora me cierra, Victoria. Pero esa no es la única razón, ni la más importante.

Victoria lo miró, intrigada, pero él no dio más detalles.

Lo esperó mientras hacía el equipaje; no tardó mucho, porque cogió solo lo imprescindible.

—Podemos marcharnos ya —anunció después—. He terminado de deshacer los últimos restos de la conciencia de Shizuko que quedaban en mi mente.

Parecía triste. Victoria lo abrazó con todas sus fuerzas, para consolarlo. Christian correspondió a su abrazo y echó un último vistazo a su piso, antes de abandonarlo, tal vez para siempre.

 

Aparecieron de nuevo en Limbhad. Por una parte, a Victoria le alegraba estar de vuelta. Por otra, sabía que echaría de menos el apartamento de Christian en Nueva York.

La joven acudió a la biblioteca y pidió al Alma que le mostrara a Jack. Se acordaba de él a menudo, pero solía resistir la tentación de observarlo a través del Alma. Aquella vez, sin embargo, lo hizo de nuevo, porque se sentía inquieta. Christian tenía razón: Jack ya debería haber regresado a la Tierra.

La tranquilizó comprobar que estaba bien. Lo vio transformado en dragón, sobrevolando el mar. Shail y Alexander cabalgaban sobre su lomo, y Victoria sonrió. Bien, parecía que Jack estaba aprovechando el tiempo. Se había reunido con Shail y había encontrado a Alexander. Se alegró de volver a verlos, y se preguntó si Shail y Alexander estarían dispuestos a volver a la Tierra con Jack.

Se le hizo extraño pensar en aquellos tres jóvenes, el alma de la Resistencia, que ahora estaban en Idhún, mientras que Limbhad, su cuartel general, quedaba ahora a cargo de ella... y de Christian, su enemigo.

Salió de la biblioteca y lo buscó por toda la casa. Lo halló en una de las habitaciones más apartadas; la que había sido suya en el breve tiempo que había permanecido en Limbhad, antes de cruzar la Puerta interdimensional con destino a Idhún. Estaba guardando sus cosas en el armario. Victoria lo contempló en silencio, hasta que él se detuvo y la miró con seriedad.

—¿Todo bien?

—Sí, por el momento —asintió ella—. Jack está bien, e Idhún no ha estallado en pedazos todavía, así que creo que podemos darle un poco más de tiempo... esperarlo un poco más.

Christian asintió.

—Bien —dijo—. Yo esperaré aquí, contigo, hasta que llegue Jack, o hasta que decidas regresar a Idhún a buscarlo.

—Y si decido regresar, ¿no me lo impedirás?

El shek sacudió la cabeza.

—Te enfrentaste a Gerde, Victoria. Le plantaste cara, a ella y a un grupo de sheks que tenían motivos para matarte. Eso quiere decir que ya te has recuperado del todo. No me gusta la idea de que vuelvas a Idhún, pero ya no puedo obligarte a permanecer aquí. Si se da el caso de que desees regresar, respetaré tu decisión y abriré la Puerta para ti.

—Gracias —sonrió ella.

Cruzaron una larga mirada. Victoria fue entonces consciente, por primera vez, de que estaban juntos y solos en Limbhad. Y de que él ya le prestaba toda su atención. La idea hizo que le latiera más deprisa el corazón.

—Y ahora, ¿qué? —murmuró.

Christian tomó su rostro con las manos y la miró a los ojos.

—¿Ahora? —repitió—. Ahora tengo intención de recuperar todo el tiempo perdido, si me lo permites —dijo, y la besó con suavidad.

 

Aquella tarde, cuando Shizuko llegó a su casa, lo primero que hizo fue quitar un cuadro que había en una de las habitaciones y colgar un espejo en su lugar.

No era un espejo cualquiera. Estaba hecho con cristal de hielo, el mismo hielo del onsen en el que se había manifestado el rostro de Gerde. Así, la ventana interdimensional ya no estaba en Hokkaido, sino en aquel pequeño espejo redondeado... en la misma casa de Shizuko, en Takanawa.

Aquel apartamento era su usshak. La verdadera Shizuko había vivido con sus padres en Osaka, pero ella se había trasladado a Tokio, no solo porque allí resultaba más fácil hacer avanzar las cosas, sino también porque necesitaba independencia, privacidad e intimidad. Porque, como todos los sheks, necesitaba un refugio seguro que fuese solo para ella.

Aquello no dejaba de resultar irónico. Fiel al espíritu del usshak, Shizuko nunca había permitido a Christian pasar más allá de la terraza. Pero, en cambio, colgaba aquel espejo en una de las habitaciones más recónditas de la casa.

Se separó un poco de la pared y contempló su propia imagen reflejada. Se preguntó si algún día llegaría a acostumbrarse a ella.

Poco a poco, el rostro de Gerde fue ocupando su lugar sobre la lisa superficie del espejo.

«Funciona», comentó Shizuko con gesto inexpresivo.

—¿Acaso lo dudabas? —sonrió ella.

Shizuko no respondió. Pese a que su rostro no manifestaba la menor emoción, Gerde adivinó lo que pensaba.

—Ha estado encaprichado con ese unicornio desde la primera vez que la vio —dijo—. No tiene nada que ver contigo.

Shizuko se sintió molesta, pero no lo dejó traslucir.

«Sabías lo que iba a pasar, ¿verdad?»

—Sí, lo sabía. No es la primera vez que Kirtash se niega a traicionar a Victoria. Y no es la primera vez que ella acude corriendo a rescatarlo. Se puede tratar con Kirtash en la medida en que no se le pida que perjudique a Victoria. De lo contrario, no hay nada que hacer con él.

«Entonces, ¿qué sentido tenía toda esa farsa?»

—Obligar a Kirtash a romper su relación con vosotros. Ahora solo tiene una posibilidad, y es regresar a Idhún, porque en la Tierra no se sentirá cómodo ni seguro. Así que volverá a mi lado. Y me traerá a Victoria consigo.

«Había otras maneras de hacerlo», dijo Shizuko, tensa.

—No, no las había. No mientras tú siguieras protegiéndolo, haciéndole creer que tiene una salida.

Shizuko calló, pensativa.

«Has hecho bien», dijo entonces. «Cometía un error confiando en él».

—No eres la primera que comete ese error, créeme —le aseguró Gerde—. Ni serás la última.

La shek entornó los ojos y cambió de tema:

«Ahora ya sabes que el unicornio ha recuperado su poder. ¿Tan importante era esa información?»

—Sospechaba que era así. Lo imaginé cuando me dijiste que Kirtash se la había llevado consigo a la Tierra. Si ella fuese una simple humana, dudo que se hubiese tomado la molestia de alejarla de mí.

«Y si lo sabías, ¿para qué necesitabas verlo con tus propios ojos?»

—Porque quiero que ellos sepan que yo lo sé. Eso obligará a Kirtash a regresar conmigo y, dado que el último dragón sigue en Idhún, por lo que parece, Victoria acabará volviendo también, con ellos.

«¿Tienes planes para ella, acaso?»

—Tal vez —sonrió Gerde—, aunque de momento, lo único que me interesa es que, casi con toda seguridad, ha recuperado su capacidad de entregar la magia. Y por eso quiero que vuelva a Idhún. No quiero que haya en la Tierra una sola persona capaz de conceder la magia...

«...Aparte de ti», comprendió Shizuko. «¿Es cierto, pues, que posees un cuerno de unicornio?»

—Así es. Y será de mucha utilidad en un futuro. En un mundo sin magos, como la Tierra, aquel que pueda resucitar la magia tendrá la llave para hacerse con todo el planeta.

«No te resultará tan sencillo», opinó Shizuko. «La mayor parte de los humanos de este mundo ya no creen en la magia, y desconfiarán de ella y de todo aquel que la haga resurgir. Por otra parte, no están muy abiertos a tratar con otras especies. Dominan a la fuerza todo aquello que no es humano, y si además se trata de una especie inteligente, o bien se esfuerzan en convencerse de que no existe, o bien lo combaten con fiereza, creyéndolo una amenaza. No conciben la idea de que haya más criaturas racionales aparte de ellos, y mucho menos que exista alguna otra especie que los supere en inteligencia y complejidad. Por no hablar del hecho de que casi todas las sociedades de este planeta son patriarcales. Hay muy pocas mujeres en el poder, incluso en los países en los que son mejor valoradas. Es extraño, pero estos humanos tienen la curiosa idea de que la mente femenina es menos capaz que la masculina».

Gerde encontró la idea muy divertida.

—¿De verdad? Esto promete ser muy interesante.

«¿Interesante? Yo lo encuentro más bien absurdo».

—De modo que por ser mujer, de una raza no humana, y poseer poderes mágicos, crees que en la Tierra no se me tratará bien —sonrió Gerde.

«Hay algo más. En este mundo hay serpientes: criaturas sencillas e irracionales, nada comparado a los sheks, o a los szish; pero las hay, y en varias tradiciones religiosas son la encarnación del mal. Aunque solo sea por motivos religiosos, mi gente no será bien vista aquí. Tardaremos mucho tiempo en cambiar esta circunstancia. La Tierra es un mundo muy poblado... excesivamente poblado, diría yo».

Gerde inclinó la cabeza, pensativa.

—Por eso Kirtash era tan útil —comentó—. Aprendió rápidamente cómo funcionaba la Tierra, y hasta logró un cierto poder allí, por lo que tengo entendido.

Shizuko no permitió que aquella pulla la alterara.

«El pasó años aquí. Yo no he tenido tanto tiempo», le recordó.

—Y no tenemos mucho más —dijo Gerde; Shizuko percibió una fugaz sombra de miedo en su mirada, pero fue tan breve que creyó que lo había imaginado—. La emigración tendrá que comenzar antes de lo que pensaba.

«He pensado en ello», respondió Shizuko. «He comprado amplios terrenos en Mongolia: es un lugar grande, frío y lo bastante despoblado como para que no llamemos la atención, al menos al principio. Un lugar adecuado para sheks, y para szish... pero no para un hada», añadió, mirándola dubitativamente.

Gerde asintió.

—Lo sé —dijo—. Estuve en la Tierra hace tiempo, y ya sé que las ciudades de allí no me sientan bien.

«Por lo que sé, la raza feérica vivió en la Tierra hace mucho tiempo», dijo Shizuko. «Los humanos los exterminaron cuando destruyeron la mayor parte de sus grandes bosques. Es muy propio de los sangrecaliente matarse unos a otros, pero estos humanos en concreto son una raza cruel, soberbia, egoísta y peligrosa».

—Bueno, tendré que correr el riesgo. De todas formas, lo tengo todo previsto. Si a mí me sucediera algo, otra persona ocuparía mi lugar. Así que el legado del Séptimo no se perderá, y vosotros no estaréis solos en un mundo extraño.

Shizuko la miró fijamente. Gerde dejó que una idea flotase en sus pensamientos superficiales para que ella la captara.

«Ya veo», dijo. «¿Y por qué no escoger a un shek? ¿Por qué nuestro dios siempre busca identidades tan...?»

Dejó la pregunta sin concluir, pero Gerde entendió lo que quería decir. Rió de buena gana.

—Hay varias razones —dijo—. La primera, que mientras los Seis vigilen Idhún, la esencia del Séptimo estará más segura en una identidad más modesta: un shek llama mucho la atención. Y, sin embargo, a veces los dioses lo descubren... como sucedió con Ashran, antes de la conjunción astral.

»Por otra parte, el espíritu de un shek es algo sumamente poderoso. Podría convivir con el espíritu de un humano, con un cierto éxito, como ya hemos visto. Pero no con el de un dios. Un espíritu divino no puede compartir un mismo cuerpo con el alma de un shek: ambos son demasiado grandes. Necesita algo más pequeño, más humilde; de lo contrario, la fusión entre ambas esencias no sería del todo perfecta, y daría problemas.

«Hay precedentes, ¿no es cierto?»

—Sí —suspiró Gerde—. A lo largo de los siglos, el Séptimo ha tratado de volver al mundo, repetidas veces, a través de recipientes mortales. Y créeme: donde se ha sentido más cómodo ha sido en el interior de hechiceros sangrecaliente. Por extraño que te parezca.

«No es tan extraño, si tenemos en cuenta que no hay muchos magos entre los szish».

—Cierto; y, no obstante, ahora que podemos cambiar esta circunstancia estoy empezando a pensar que puede que no sea tan buena idea. Puede que en un futuro, cuando iniciemos la conquista de la Tierra...

La interrumpió un agudo pitido procedente de la muñeca de Shizuko. Ella apagó la alarma del reloj, con calma.

—¿Qué es eso?

«Un artefacto que sirve para avisar de que ha llegado la hora».

—¿La hora de qué?

«Cualquier hora. Me cuesta mucho adaptarme a los rígidos horarios de estos humanos, así que necesito que me recuerden que el tiempo pasa demasiado rápido. Son las ocho, y debería empezar a prepararme ya. Tengo una cita importante».

Gerde sonrió.

—Me alegra ver que has superado lo de Kirtash, Ziessel.

«No había nada que superar. No es más que un humano que juega a ser un shek».

Gerde no respondió. Se despidió de ella, pero, cuando su imagen ya se desvanecía en el espejo, Shizuko volvió a llamarla.

«Siento curiosidad», le dijo. «¿Por qué te refieres al Séptimo como si fuera otra persona?»

El hada le dirigió una encantadora sonrisa.

—Porque, aunque ahora soy la Séptima diosa, en el fondo nunca he dejado de ser Gerde.

 

—¿Cómo hemos llegado a esto? —se preguntó Victoria en voz alta.

Estaba con Christian; yacían ambos en la cama de él, uno en brazos del otro. Pero la pregunta de Victoria iba más allá de la situación. Había estado contemplando a Christian en la penumbra, aprendiéndose todos los rasgos de su rostro, disfrutando de su presencia, de aquel tiempo que era solo de ellos dos. Y no había podido evitar recordar los tiempos en que habían sido enemigos.

Christian no contestó. Se limitó a volver la cabeza hacia ella y a dirigirle una mirada insondable.

—¿Recuerdas cuando me perseguiste en el metro? —insistió Victoria—. Parece haber pasado una eternidad desde entonces.

Christian despegó los labios por fin.

—Sí, lo recuerdo.

Victoria apoyó la cabeza en el pecho de él, con un profundo suspiro.

—Lo que quiero decir es que aquella noche tuve pesadillas —le confió—. Entonces ni se me habría pasado por la cabeza que años más tarde estaríamos así, tú y yo. Si te paras a pensarlo... es extraño. Si me lo hubiesen dicho entonces, no me lo habría creído. Me habría parecido una idea horrible y absurda.

Christian sonrió.

—Pero no ha sido tan malo, ¿no?

Victoria se ruborizó hasta la raíz del cabello.

—No estaba hablando de eso —protestó—. Me refiero a que a veces pienso que no soy la misma persona. Que debo de haber cambiado mucho, o tú has cambiado mucho, o que quizá las cosas no son siempre lo que parecen...

—Lo sé —la tranquilizó él—. Solo te estaba tomando el pelo. Me gusta hacerte sonrojar.

—Eres perverso —sonrió ella—. Esta noche resulta imposible mantener una conversación seria contigo.

—Tal vez. —Christian se estiró como un felino; Victoria pensó, de pronto, que nunca lo había visto tan relajado—. Eso se debe a que estoy cansado. Tengo la impresión de que he pasado mucho tiempo en tensión, y por una vez me siento seguro y a salvo, y sin tareas importantes que llevar a cabo. Es una sensación agradable.

Victoria sonrió otra vez.

—Es parte de la magia de Limbhad —dijo.

Christian dejó caer la mano sobre su cabeza para acariciarle el pelo. Había cerrado los ojos de nuevo. Victoria se arrimó más a él y rodeó su cintura con el brazo.

—¿Quieres hablar de cosas serias? —preguntó entonces el shek, con suavidad.

—Me gusta conversar contigo. Y últimamente hemos hablado tan poco...

—No hemos pasado mucho tiempo juntos, es verdad. Sé que al venir conmigo a la Tierra dejaste atrás a Jack, y eso ha sido duro para ti. Debería habértelo compensado como se merece.

—No importa —dijo ella, y lo pensaba de verdad—. Puedo entender cómo te sentías.

—Supongo que tú puedes entenderlo mejor que nadie —sonrió Christian—. Pero podrías no haberlo hecho. Podría haber regresado a casa un día y descubrir que te habías marchado, con Jack.

—¿Te habría importado mucho?

—Si hubiese sido para siempre, sí.

—Pero nunca he tenido intención de abandonarte. También yo creí que te marcharías para siempre con Shizuko.

—Llevabas puesto a Shiskatchegg. Tenías acceso a mi usshak. ¿De verdad pensabas que no te quería a mi lado?

Victoria no dijo nada.

—No obstante —prosiguió Christian—, debí haberte contado lo que pasaba, desde el principio. Creo que tenía miedo de descubrir que ya no sentía lo mismo por ti. Y es un contrasentido, ¿verdad? Temía que ya no fuera lo mismo y que eso me obligase a echarte de mi vida... y lo temía, porque en el fondo no quería que te marchases, lo cual, implícitamente, quiere decir que nunca dejé de amarte. Es absurdo, pero a veces el corazón tiene una lógica extraña.

Victoria reflexionó sobre el razonamiento del shek.

—Tú tienes una ventaja —dijo—. Sabes todo lo que pienso, siempre. Si yo dejara de amarte, lo sabrías. Pero yo no puedo saberlo.

—Si algún día dejo de amarte, te lo diré.

Ella lo abrazó con más fuerza.

—Ojalá ese día no llegue nunca —susurró.

Él la miró en silencio, y deslizó la yema del dedo por su mejilla, recorriendo sus rasgos.

—No quiero que las cosas cambien entre nosotros —dijo Victoria—. Por muy sola que me haya sentido estos días, no habría sido capaz de darte la espalda y marcharme con Jack... para siempre.

—Sin embargo, si lo hubieses hecho, yo habría respetado tu decisión. Quiero que esto lo tengas muy en cuenta, de cara al futuro.

—Siempre respetas mis deseos y mis decisiones: salvo cuando me ponen en peligro. Creo que de eso tenemos que hablar tú y yo —sonrió—. Si tú te crees con derecho a ponerte en peligro por mí, deberías permitir que yo hiciera lo mismo.

—Cierto. Supongo que se debe a que eres la primera persona que conozco que me importa de verdad, y por eso deseo protegerte. Sé que a veces puedo resultar irritante.

Victoria sonrió, pero no dijo nada. Quedaron un momento en silencio, hasta que ella preguntó:

—¿Y qué vamos a hacer en el futuro? ¿Qué va a pasar si los dioses destruyen Idhún, si los sheks dominan la Tierra? ¿A dónde iremos tú, y yo... y Jack?

—No lo sé, Victoria. Por eso quiso quedarse Jack en Idhún, para descubrir si había alguna manera de salvar el planeta. Y por eso me vine yo a la Tierra, para tratar de asegurar nuestro futuro aquí.

Pero ahora que, definitivamente, soy un traidor, me temo que no podernos confiar en la benevolencia de los sheks.

—Podemos luchar contra ellos. Esta mañana sólo he contado siete.

—Son más de treinta —sonrió Christian—. Y pronto serán muchos más. ¿Sabes por qué estaba Gerde tan interesada en contactar con Shizuko? Está organizando una gran migración. Se está preparando para enviar a todos los sheks y los szish a la Tierra, para salvarlos de la ira de los Seis.

Victoria tragó saliva.

—Lo sospechaba —murmuró—. Eso quiere decir, pues, que no tiene intención de luchar contra los Seis, ¿no?

—No lo sé. Puede que lo único que esté haciendo sea poner a salvo a su gente antes de la batalla final. O puede que de verdad esté huyendo. No obstante... me resulta extraño que piense que es más sencillo conquistar un nuevo mundo que plantar cara a los Seis, sobre todo teniendo en cuenta que ellos se quedaron sin dragones, y que a ella todavía le queda la mitad de la raza shek.

Victoria sintió un desagradable nudo en el estómago. Se separó de Christian un poco y le dio la espalda, encogiéndose sobre sí misma. El la contempló un momento antes de decir:

—¿Crees que los Seis no hicieron lo bastante por los tuyos?

—No puedo evitar sentir envidia —susurró—. Tengo la sensación de que tu diosa se preocupa más por su gente que nuestras propias divinidades, los supuestos dioses de la luz. Si se supone que la Séptima divinidad es la encarnación del mal, ¿por qué nuestros dioses son destructores? ¿Por qué no salvaron del exterminio a los dragones y los unicornios?

Christian deslizó un dedo por la espalda desnuda de ella, haciéndola estremecer.

—Los dragones fueron creados para pelear, igual que los sheks —le recordó—. Supongo que eran carne de cañón. Y si a Gerde le interesa tanto conservar a los sheks es porque no deja de tener un cuerpo mortal que quiere proteger.

—Pero los unicornios no teníamos nada que ver con todo esto. Dicen las leyendas que somos más viejos que sheks y dragones. Que la magia fue anterior a la guerra de dioses.

Christian se mostró súbitamente interesado.

—¿De verdad? Explícate.

Victoria sonrió, con cierta amargura.

—Te lo habría contado mucho antes si hubieses estado cerca para escucharlo —comentó.

Christian se encogió de hombros, pero no dijo nada. Simplemente, siguió esperando. Con un suspiro, Victoria se acurrucó de nuevo junto a él y le relató la leyenda sobre el origen de los unicornios y la otra versión de la historia de Idhún, aquella que convertía a la mítica Primera Era en algo tan importante como injustamente olvidado.

Christian frunció el ceño, pensativo. Parecía estar sumido en profundas reflexiones, y Victoria no quiso molestarlo. Cerró los ojos y se quedó junto a él, en silencio, escuchando los latidos de su corazón, lentos y regulares.

De pronto, el shek se incorporó, sobresaltándola.

—¿Qué ocurre?

—Esto hay que investigarlo. Imagínate por un momento que fuera cierto. Que los unicornios fueran anteriores a los dragones y los sheks, a la guerra de dioses. Y eso... eso explicaría muchas cosas. Hielo y cristal, ¿recuerdas? Tú y yo no somos tan diferentes.

—No entiendo lo que quieres decir.

Christian se levantó de la cama, aún a medio vestir, y fue a buscar el resto de su ropa. Victoria lo contempló, con el corazón encogido. El detectó su mirada y le sonrió.

—Esto te pasa por querer hablar de cosas serias.

—Estoy profundamente arrepentida de haber iniciado esta conversación —reconoció ella—. ¿No podríamos olvidarlo y volver atrás? Espera... ¿a dónde vas?

—A la biblioteca —dijo él antes de salir de la habitación.

Victoria lamentó que el momento hubiese pasado, pero terminó por sacudir la cabeza sonriendo, y levantarse también.

 

La noche era agradablemente fresca, y Shizuko, contemplando la luna terrestre, llegó a pensar que el cielo en el que se mecía podría llegar a ser hermoso... si solo se vieran más estrellas.

Se decidió por fin a entrar en la casa. Hacía demasiado calor allí para su gusto, y además, no era el tipo de bochorno provocado por el clima, sino que se trataba del calor humano que tan desagradable le resultaba. No obstante, llevaba demasiado tiempo en el balcón, y, además, tenía cosas que hacer.

Se zambulló de nuevo en la fiesta. Los humanos, vestidos con trajes elegantes, conversaban unos con otros en pequeños grupos, reían y tomaban copas y canapés servidos por camareros impecablemente vestidos que evolucionaban por toda la sala, como sombras.

Shizuko dedicó frías sonrisas a todos los que trataron de acercarse a ella; incluso saludó a algún conocido, mientras recorría la estancia aparentemente errática, pero sabiendo muy bien a dónde iba.

Llevaba tiempo buscando el momento y el lugar oportunos, y aquella fiesta benéfica en la embajada de Corea del Sur era lo que había estado esperando. No le había sido muy difícil obtener una invitación, puesto que contaba con los contactos de la verdadera Shizuko Ishikawa y, por otra parte, también ella había estado moviendo hilos.

Por fin encontró lo que buscaba. A pesar de que los humanos le parecían todos iguales, como todos los sheks, tenía muy buena memoria, y había visto aquel rostro muchas veces, en fotografías y en la televisión. Se acercó de tal modo que nadie habría imaginado que lo estaba haciendo a propósito.

Después, no tuvo más que situarse junto a él. En cuanto sus miradas se cruzaron por casualidad, lanzó un gancho telepático.

Fue tan solo un instante. Después, Shizuko se alejó de nuevo hacia la terraza.

Había allí dos hombres conversando. Bastó una sola mirada de Shizuko, la mujer con alma de serpiente, para que se sintieran espantosamente incómodos y volvieran a entrar en la casa, dejándola sola.

Cerró los ojos entonces. No tuvo que concentrarse demasiado.

«Ven», ordenó.

Y esperó.

Momentos después lo tenía allí, a su lado. Jamás sabría que no había salido a la terraza por voluntad propia. Iniciaron una conversación formal. Y, otra vez, sus ojos se encontraron.

La conversación murió en sus labios. Y él, prendido en la enigmática mirada de aquellos ojos, no fue consciente de que ella exploraba su mente, manipulando los hilos de su entendimiento y de su voluntad.

Cuando el primer ministro japonés se reincorporó a la fiesta, alguien lo notó un poco pálido y ausente, pero pronto pareció recuperarse.

Mientras, en la terraza, bajo la luz de la pálida luna, Shizuko sonreía.

 

Victoria no habría sabido decir cuánto tiempo pasaron en la biblioteca. Probablemente fueron varios días, puesto que interrumpieron su trabajo a menudo para comer, y también los venció el sueño en varias ocasiones. Aun así, a la joven no le importaba. Nunca antes había pasado tanto tiempo con Christian, conviviendo juntos, y le resultaba agradable, más incluso que estar con Jack. Esto se debía, comprendió al reflexionar sobre ello, a que los momentos que pasaba con Christian eran escasos y efímeros: uno nunca sab&i

 




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