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Buenas y malas noticias 21 страница



Ella lo sabía. Sabía que Zeshak, su antecesor, había sucumbido al odio y había permitido regresar al dragón la noche del Triple Plenilunio. Eso había sido determinante.

También sabía que los sangrecaliente habían vencido en Awa porque una hechicera se había sacrificado para realizar un hechizo de fuego que había resultado ser fatal para las serpientes aladas. Por fortuna para los sheks, no existían muchas posibilidades de que eso volviera a suceder. Los héroes, aquellos capaces de sacrificarse por la colectividad, eran escasos. Entre los sangrecaliente había un puñado de héroes y una gran mayoría de gente corriente. Lo cual también era una suerte para los sangrecaliente: si todos estuviesen dispuestos a sacrificarse por todo el mundo, las razas sangrecaliente se habrían extinguido mucho tiempo atrás. A menudo no era una cuestión de valentía o de cobardía, sino de detenerse o no a pensar en las consecuencias de lo que uno mismo hacía. Si la hechicera se hubiese parado a pensar en todas las cosas que podían salir mal en aquel hechizo, probablemente no habría dado su vida por llevarlo a cabo. Un shek se habría parado a pensar. Un shek habría elegido la opción más lógica. Y a menudo las heroicidades no eran la opción más lógica, sino la acción más desesperada. Por eso pocos héroes llegaban a viejos. Por eso había una línea tan fina entre el heroísmo y la locura.

A Ziessel se le había pedido que se sacrificara por los demás, que se atreviera a cruzar la Puerta a otro mundo para que los suyos pudieran seguirla. Y lo había hecho, a pesar de que la lógica le decía que era imposible, a pesar de que ella no era ninguna heroína. Lo había hecho porque era su deber. Porque para eso era la reina de los sheks.

Para las serpientes aladas, su soberano no era quien más poder ostentaba, sino el que se responsabilizaba por todos los demás.

Por esta razón, Zeshak había tenido que aportar a sus propios hijos para el experimento de nigromancia de Ashran. Por esta razón Ziessel, su sucesora, había aportado su propio cuerpo para poner a salvo a su pueblo.

¿Y de qué había servido?

Shizuko le dirigió a Kirtash una mirada repleta de fría cólera. Kirtash había trabajado bien durante un tiempo, pero luego los había traicionado. Después había llegado la noticia de que había matado al dragón de la profecía, y los sheks llegaron a pensar que todo había sido una hábil maniobra por parte del híbrido para atacar a la Resistencia desde dentro. Pero el dragón había regresado. Kirtash los había engañado a todos, había ayudado a los sangrecaliente a derrotar a Ashran y lo había echado todo a perder. No podía confiar en él.

Por un momento fue Ziessel de nuevo, la reina, la que debía tomar decisiones y ejecutar al traidor en nombre de todos los sheks, y estuvo tentada de llevar a cabo la sentencia. Pero llevaba demasiado tiempo soportando el dolor que le producía aquel cuerpo humano, la angustia de saberse encerrada, el rechazo implícito que percibía en los otros sheks de su grupo, quienes no podían disimular lo mucho que les repugnaba el aspecto de su reina. Había sufrido aquel tormento demasiado tiempo, y lo había sufrido sola.

—Tú podías transformarte a voluntad —le dijo—. Tu cuerpo de shek era hermoso, y recuerdo haberme preguntado alguna vez por qué no lo utilizabas siempre que podías. ¿Por qué yo no soy capaz de transformarme, como hacías tú? ¿Qué he de hacer?

Christian la observó un momento antes de hablar. A él le gustaba ser lo que era, pero para Ziessel, aquello suponía una tragedia. Jamás sería capaz de adaptarse a ese cuerpo humano. Jamás volvería a ser la de antes. Pero, ¿cómo explicárselo?

—Yo soy un híbrido —le dijo con calma—. Mi alma es la fusión de dos esencias: un espíritu humano, y un espíritu shek. Cada una de esas esencias moldea mi cuerpo a su antojo según sus necesidades. Por eso puedo transformarme; porque, para cada una de mis esencias, existe un cuerpo.

Shizuko inclinó la cabeza. Eso quería decir que lo entendía y que seguía escuchando. Era un gesto shek.

—¿Qué sucedió cuando cruzaste la Puerta a la Tierra? —prosiguió él—. Déjame adivinarlo: tu cuerpo desapareció, se desintegró. No es simplemente como si hubiera muerto porque, en ese caso, tu alma habría sabido que había sido liberada. No: tu alma se quedó sin cuerpo de repente, y buscó con desesperación otro cuerpo donde introducirse.

»Pero aquí no existían sheks, Ziessel, y las serpientes y demás reptiles que habitan este mundo son criaturas demasiado simples para el espíritu de un shek. Los seres más complejos de la Tierra son los humanos: tenías que encarnarte en uno de ellos.

»Muchos pequeños cuerpos humanos tiraron de ti entonces: cuerpos de criaturas no nacidas, criaturas que aguardaban un alma, o que ya la tenían, pero no la habían asimilado todavía. Pero tú no estabas dispuesta a encarnarte en un bebé humano no nacido, a nacer del vientre de una mujer humana, a ser tan pequeña, tan débil e indefensa durante varios años. Y entonces tu alma se vio atraída hacia otro cuerpo: un cuerpo humano, sí, pero adulto; un cuerpo joven y femenino, como lo era tu cuerpo de shek. Fue lo mejor que encontraste.

—Todo esto ya lo suponía —repuso ella—. También tu espíritu de shek fue introducido en un cuerpo humano. También los cuerpos del dragón y del unicornio desaparecieron al cruzar ellos la Puerta, y por ello hubieron de reencarnarse en bebés humanos no nacidos. Imagino que a ellos no les importó. Por lo que tengo entendido, eran criaturas muy jóvenes. ¿En qué me diferencio de ellos... de ti?

Christian meditó un momento antes de responder:

—Shizuko Ishikawa había sido ingresada en el hospital tras un violento accidente de coche. Estaba en la unidad de cuidados intensivos cuando falleció.

»Estuvo clínicamente muerta durante siete minutos. Después, sus monitores volvieron a registrar actividad cerebral. Una intensísima actividad cerebral, para ser más exactos.

Ella alzó la cabeza y lo miró. Christian supo que lo había comprendido, pero prosiguió:

—En esos siete minutos hubo un intercambio de almas. Shizuko murió; su alma abandonó su cuerpo. Si hubieras tardado un poco más, probablemente tu espíritu ya no podría haberse introducido en él: habría sido demasiado tarde. Pero el cuerpo aún estaba caliente, los daños no eran irreversibles. El espíritu del shek se introdujo en aquel cuerpo humano... y quedó atrapado en él.

»Tú y yo no somos iguales, Ziessel. Yo tengo un alma humana. Tú no la tienes. Yo tengo dos esencias, y por eso puedo tener dos cuerpos. Tú tienes una sola esencia, y por eso solo puedes habitar un cuerpo, aunque ese cuerpo no sea el tuyo. Lo siento.

A Shizuko le temblaron las piernas y sintió un horrible vacío en el estómago. Se aferró a la barandilla, con fuerza. Si hubiese sido una serpiente, se habría hecho un ovillo para ocultar la cabeza entre sus anillos.

—Shizuko Ishikawa ya no existe, Ziessel. Dejó de existir esa misma tarde, cuando su alma abandonó su cuerpo. Incluso sus conocimientos, sus recuerdos... todo eso se fue con ella.

»Por eso, cuando despertaste dentro de aquel cuerpo, tuviste que aprender todo lo que ella había sabido. Te enseñaron a caminar como una humana, te enseñaron a hablar su idioma, a leer... Como habías sufrido un accidente, todos creyeron que tu pérdida de memoria se debió al shock. Y, de todas formas, no tardaste en aprender a comportarte como la verdadera Shizuko. Lo supiste todo sobre ella sondeando las mentes de sus familiares y conocidos. Reconstruíste la vida y la personalidad de Shizuko a través de la imagen que otras personas tenían de ella. Te esforzaste en aprender todo lo que ella sabía para ocupar su lugar en el mundo, el lugar que ella había abandonado. Era lo único que podías hacer, porque tu identidad como Ziessel ya no tenía ningún sentido en este mundo, en ese cuerpo.

»Aun así, hubo gente a la que no pudiste engañar. Como el padre de Shizuko, ¿verdad? Nunca creyó del todo que tú fueras la hija que había sobrevivido milagrosamente al accidente. Tuvo una muerte rápida, discreta e indolora... los humanos no encontraron nada extraño en ella, pero estaba claro que llevaba la huella de un shek —sonrió.

Ella apenas lo escuchaba. Christian la miró con seriedad.

—Ahora tienes una nueva identidad —le dijo suavemente—. Una identidad que puede resultarte más útil en este mundo que un cuerpo de shek. Te las has arreglado para no echarla a perder, para sacar partido de la situación. Estás entrando en el juego de la sociedad humana, y estás jugando a ganar desde el principio. Eres muy útil a tu gente, Ziessel. Mucho más que esos sheks que permanecen escondidos en Hokkaido porque su simple presencia alertaría a todo el planeta de vuestra llegada.

La joven se sobrepuso. Alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada.

—¿Quién eres tú para darme lecciones sobre cómo ser útil a mi gente?

Christian le devolvió una calmosa sonrisa.

—Soy Kirtash, el traidor —respondió—. Ya lo sé. Pero resulta que también soy un shek, un shek capaz de atravesar la Puerta de un lado a otro sin llamar la atención en este mundo de humanos... y por esa razón alguien pensó que aún podía resultar útil a los sheks. Y no me pareció buena idea contrariarle.

Shizuko recordó la voz que se había dirigido a ella tras la caída de Ashran, aquella voz que estaba muy por encima de cualquier shek. La voz a la que no se había atrevido a poner nombre, y para la que «Ashran» no era la palabra adecuada, a pesar de haber estado contenida en ella.

—¿Has hablado con él? —quiso saber.

Christian sacudió la cabeza.

—Ahora es «ella». Le ha pasado algo muy curioso, algo que en parte me ha ayudado a comprender qué es lo que te ha sucedido a ti.

—¿También está atrapado en un cuerpo humano?

—Feérico, para ser más exactos. Un cuerpo que estaba muerto, pero volvió a la vida para recibir su esencia. La diferencia es que al volver a la vida, el cuerpo también recuperó a la vez el alma feérica que había contenido. ¿Sabes por qué?

Shizuko negó con la cabeza.

—Porque nuestro dios no necesita cuerpos, sino identidades. Por eso no tiene nombre. Su nombre es siempre el nombre de la identidad que asuma en cada momento. Ahora mismo, el Séptimo dios se llama Gerde, y es una hechicera feérica. Igual que antes fue Ashran, un mago humano.

—En tal caso, no puede ser nuestro dios —objetó Shizuko—. Podría haber obtenido una identidad shek, o una identidad szish. ¿Por qué elige siempre a los sangrecaliente?

—Tengo una teoría sobre eso, pero todavía no he podido constatarla. Sin embargo, que se trata del Séptimo dios, o la Séptima diosa, es algo que ahora mismo no dudo ni por un solo instante. Mira.

Le ofreció parte de sus recuerdos recientes, dejándolos flotar hasta el nivel más superficial de su conciencia, para que ella los captara con claridad. No tuvo el menor inconveniente en mostrarle su conversación con Gerde, aun cuando esta dejara tan patente su superioridad sobre él y su forma de manejarle a su antojo como si fuera un muñeco de trapo. Ziessel conocía el poder del híbrido, que, aunque limitado, era superior al de cualquier feérico, al de cualquier hechicero. Y fue el hecho de revivir el terror que Gerde inspiraba ahora en él lo que hizo pensar a la reina de los sheks que lo que decía podría ser cierto.

—Ella quiere hablar contigo —concluyó él—. Os envió tan deprisa a la Tierra que no tuvo tiempo de enseñarte cómo se abre una Puerta interdimensional, pero tú, como nueva reina de los sheks, deberías poder hacerlo con relativa facilidad. Por eso no ha vuelto ninguno de los sheks ni habéis mandado ninguna señal.

—Esperábamos que nuestra gente se pusiera en contacto con nosotros, que enviaran a alguien...

—Me ha enviado a mí —respondió Christian—. Es cierto que ha tardado un poco en hacerlo, pero no dudo de que ha estado ocupada. Te lo contará ella misma, supongo. No obstante, no le interesa que regreséis; tampoco está preparada para venir a la Tierra, ni dispuesta a utilizarme a mí de recadero constantemente.

—¿Qué se supone que hemos de hacer, entonces? —inquirió ella, interesada.

Christian sonrió.

 

Las horas pasaban muy lentamente en Limbhad.

Victoria sabía que aquellas horas se convertían en noches y días porque el reloj se lo decía. De lo contrario, le habría parecido que apenas transcurría el tiempo.

En la época de la Resistencia, Victoria había seguido un ritmo vital determinado por su horario escolar, por los días y las noches de Madrid, y visitar Limbhad a menudo no la trastornaba. Ahora que se veía obligada a estar allí casi siempre comprendía lo que debía de haber significado para Jack el pasar meses enteros encerrado en la Casa en la Frontera, y por qué la había abandonado en cuanto se le había presentado la ocasión. Para tratar de seguir un horario racional, Victoria visitaba de vez en cuando el apartamento de Christian en Nueva York e intentaba acostumbrarse al tiempo de allí; pero eso no la consolaba, ya que el shek casi nunca estaba en casa, y cada vez pasaba menos tiempo en Limbhad.

Victoria sabía que él estaba en Tokio. No habían vuelto a hablar de Shizuko desde que Christian le había confesado que ya sabía quién era ella, y Victoria no había preguntado. En principio, parecía que todo iba bien y que él no corría peligro inmediato, por lo que la joven consideró que no tenía motivos para interrogarle sobre lo que hacía allí. Si Christian no le había hablado de ello, se debía probablemente a que se trataba de un asunto personal.

Se dedicaba a matar el tiempo, pues, investigando en la biblioteca de Limbhad. Había encontrado en un libro una leyenda sobre el origen de los unicornios, y le había gustado tanto que la leía a menudo, hasta casi sabérsela de memoria. En ese aspecto, Christian tenía razón: Victoria recordaba haber leído aquel fragmento tiempo atrás, pero apenas le había prestado atención. Ahora, sin embargo, aquella historia le llegaba muy dentro y la consolaba inmensamente.

«Dicen los sabios», rezaba el texto, «que en el comienzo de los tiempos, los dioses crearon el mundo y después lo abandonaron a su suerte, pues, concluida ya la tarea de la creación, no consideraban que tuviesen ninguna otra responsabilidad con Idhún y sus criaturas. Pero pronto el mundo empezó a secarse. Las plantas crecían menos vigorosas, las corrientes de los mares se volvieron perezosas, el aire se tornó seco y estático, la luz de los soles y las estrellas se debilitó, las montañas envejecieron y se desgastaron y hasta el fuego crepitaba con desgana, pálido y frío. Parecía como si todo estuviese perdiendo fuerza, y por esta razón, los mortales rezaron a los dioses en sus templos y suplicaron que regresasen para renovar la energía del mundo.

»Pero los dioses no regresaron, e Idhún siguió agonizando poco a poco.

»Mucho tiempo después, los Oráculos hablaron y dijeron que los dioses no volverían, sino que enviarían a un mensajero para que curase los males del mundo en su lugar. Los sacerdotes transmitieron las nuevas al resto de los mortales, y todos aguardaron con impaciencia la llegada del emisario de los dioses. Se imaginaban a un poderoso héroe, fuerte y valiente, y cada raza imaginaba que tendría sus mismos rasgos. Lo esperaron en los templos y en los palacios, y prepararon grandes eventos para agasajarlo. Sin embargo, el mensajero no llegó.

»Un día apareció en los bosques del oeste una extraña criatura. Las hadas repararon en su presencia y la comentaron ampliamente, pues nunca habían visto nada semejante. La criatura poseía una belleza delicada y salvaje y parecía haber sido creada con la luz de la luna mayor. Lucía sobre su frente un largo cuerno en espiral. Por esta razón lo llamaron «unicornio».

»La criatura prosiguió su largo viaje hacia el norte. Las hadas la acompañaron hasta la linde del bosque, pero cuando el unicornio dejó atrás la espesura, ellas lo abandonaron porque ya se habían cansado de él. De modo que el unicornio continuó su marcha en solitario.

»Así, llegó al monte Lunn, que entonces se llamaba de otra manera, y con muchas dificultades trepó hasta su cima. Y, una vez allí, levantó la cabeza y alzó hacia el cielo su largo cuerno. Y esperó.

»Cuando los soles llegaron a su cénit, las lunas acudieron a su encuentro desde el horizonte. Y los seis astros se entrelazaron en una conjunción que dibujó un hexágono en los cielos de Idhún.

»Y entonces, desde las alturas descendió un rayo que cayó dilectamente sobre el cuerno de la criatura, que plantó las patas y lo soportó con valentía. Mucho tiempo estuvieron los dioses entregando su poder al unicornio, pero nadie lo vio, porque todos estaban en los templos y en los palacios, aguardando al mensajero que no llegaba.

»Cuando todo terminó, el unicornio bajó de la montaña y se puso en marcha de nuevo, hacia el norte: pero en esta ocasión nadie logró verlo. Así, siguió viajando, errante; cruzó las llanuras y llegó hasta el mar. Allí, en un poblado en lo alto de los acantilados, vivía un anciano llamado Pildar: él fue el primero en recibir el don del unicornio, el don de la magia. Y desde entonces aquel lugar se llamó Kazlunn, la Cuna de la Magia, y fue allí donde, tiempo después, se erigió la primera torre de la Orden Mágica.

»Pronto hubo más personas agraciadas con el don. Pronto hubo también más unicornios y, poco a poco, la energía del mundo se puso en marcha de nuevo, e Idhún se fortaleció. Los unicornios poblaron el mundo y otorgaron a algunos escogidos poder para renovarlo, cambiarlo y perfeccionarlo, el mismo poder de los dioses, pero en mucha menor medida. Sin embargo, los sacerdotes nunca perdonaron al unicornio que no se hubiese mostrado ante uno de su clase y, por esta razón, los magos y los sacerdotes han estado siempre enfrentados, y las Iglesias desconfían del poder entregado por los unicornios.»

 

A Victoria le gustaba aquella leyenda porque daba un sentido a su condición de unicornio y porque relataba el origen de su especie. Pero también le planteaba serios interrogantes, dudas que antes no se había formulado, porque antes no sabía tanto como ahora. En primer lugar, el texto daba a entender que, sin los unicornios, Idhún moriría irremediablemente. Pero también decía que los mortales habían suplicado a los dioses que regresaran para renovar la energía del mundo.

Los dioses no habían vuelto a Idhún entonces, y Victoria se preguntó si no lo habían hecho porque sabían que su presencia no solo recargaría el planeta de energía, sino que lo convulsionaría tanto que alteraría por completo su fisonomía externa.

«Pero así es como se crean mundos», se dijo ella. «Los comienzos son siempre violentos. Volcanes, maremotos, seísmos, diluvios... hay que golpear con fuerza un mundo para hacerlo despertar, para lograr que brote la chispa de la vida».

La creación y la destrucción, comprendió entonces, eran una sola cosa. Los mismos dioses que habían creado un mundo podían destruirlo. Los mismos dioses que lo habían dejado morir podían devolverlo a la vida. Y el proceso sería trágico y violento. Pero, cuando los dioses se retiraran, si no lo habían destruido todo, dejarían el mundo tan cargado de energía que la vida crecería de nuevo con más fuerza.

«O eso quiero creer», pensaba Victoria a menudo.

Había otra cosa que le llamaba la atención de aquella leyenda, y era que no mencionaba a los dragones, ni a los sheks. Al caer en la cuenta, una cálida emoción la había embargado por dentro. «Los unicornios somos más viejos», se dijo. «La magia es más antigua que el odio entre los sheks y los dragones. Cuando el primer unicornio pisó el mundo, los dragones, los guerreros de los dioses, aún no habían sido creados». ¿Quería eso decir que la guerra entre los dioses había comenzado después? Frunció el ceño. Recordaba que en algún momento Jack le había dado a entender que la lucha entre los Seis dioses y el Séptimo se había iniciado mucho tiempo atrás, que se remontaba incluso a un mundo anterior a Idhún. Se recordó a sí misma que tenía que preguntárselo cuando volviera a verlo.

Había muchas cosas en aquella leyenda que no encajaban con lo que Shail y Alexander le habían enseñado acerca del pasado de Idhún. Intuyendo que podía haber descubierto algo importante, siguió investigando.

La respuesta a algunas de sus preguntas la encontró en un volumen antiquísimo que databa de los tiempos de la Tercera Era. Se trataba de un libro que relataba la historia de Idhún. Por la forma en que estaba contada parecía destinada a la educación de niños y jóvenes. Victoria agradeció que el contenido fuese tan claro y esquemático, porque eso le permitió detectar con mayor facilidad qué era lo que no encajaba. En una de sus páginas decía:

«Nuestra historia comienza con la llegada del primer unicornio, con la llegada de la magia.

»Antes de la magia las seis razas rezaban a los dioses, pero estos vivían lejos de nosotros, Por eso enviaron a los unicornios: y fue entonces cuando comenzó la Primera Era.

»La Primera Era es la Era de la Magia. Duró más de quince mil años. En todo aquel tiempo los magos aprendimos a controlar nuestro poder y ponerlo al servicio del mundo. Se edificaron las tres torres de hechicería. También llegaron al mundo los hijos del Séptimo, y los dioses enviaron a los dragones para combatirlos. Los magos peleamos contra las serpientes, pero algunos magos cambiaron de bando. Uno de estos magos fue Talmannon.

»La Segunda Era es la Era Oscura. Duró casi mil años. Durante todo ese tiempo, Talmannon extendió su imperio por Idhún, y todos los magos le obedecían. En aquella época, por culpa de Shiskatchegg, todos los magos servimos al Séptimo dios. Hasta que Ayshel, la Doncella de Awa, derrotó a Talmannon, los dragones derrotaron a los sheks y los expulsaron de Idhún.

»La Tercera Era es la Era de la Contemplación, y es la que estamos viviendo actualmente. Ahora, Idhún pertenece a los hijos de los Seis, y sus sacerdotes gobiernan el mundo. Y, como todos los magos servimos al Séptimo en tiempos pasados, nos hemos visto condenados al exilio. Ya no hay lugar para nosotros en Idhún. La bendición del unicornio es ahora nuestro estigma. Pero algún día volveremos a cruzar la Puerta interdimensional y regresaremos a nuestro hogar, bañado por la luz de los tres soles...»

Victoria había cerrado el libro, pensativa. Sabía que la Tercera Era había terminado muchos siglos atrás, con el descrédito de las Iglesias y el regreso de los hechiceros. Sabía que Idhún estaba viviendo actualmente su Cuarta Era, la Era de los Archimagos, que acabaría, tal vez, con la muerte de Qaydar, o quizá con la muerte del último unicornio del mundo. Pero no era eso lo que la preocupaba en aquel momento.

Aquella era una versión diferente. Tanto Shail como Alexander le habían enseñado que la Era Oscura y la Era de la Magia eran la misma cosa. Es decir, que al largo período anterior a los unicornios lo llamaban la Primera Era, y que la llegada de los unicornios, y de la magia, había culminado con el imperio de Talmannon, y todo ello formaba la Segunda Era.

«Pero no fue así», comprendió. «Con la llegada del primer unicornio no comienza la Segunda Era, sino la primera. Estamos hablando de quince mil años de historia que se han pasado por alto... o que se han asimilado a la llamada Era Oscura. ¿Qué significa esto?»

Aparte de que los sacerdotes contaban una versión de la historia que demonizaba la magia desde sus mismos comienzos, significaba que muchas cosas importantes habían pasado en aquella época. Quince mil años. Quince mil años, y, sin embargo, cuando se hablaba de la magia y de los unicornios casi siempre se hablaba de la Era Oscura, nunca de lo que había sucedido antes. Y era importante, se dijo, porque durante aquellos largos milenios había comenzado y se había desarrollado la guerra entre los dragones y los sheks. Antes de Talmannon, puesto que, tras su caída, los sheks habían sido expulsados a Umadhun y se había iniciado una larga tregua.

Pero los sheks y los dragones habían combatido durante generaciones enteras. Y los szish habían luchado a las órdenes de los sheks durante todo aquel tiempo. Y, no obstante, cuando Ashran se hizo con el poder en Idhún, casi todos los sangrecaliente habían olvidado ya a los sangrefría, pensó Victoria, recordando que cuando Shail les había hablado de los sheks, los había presentado como criaturas legendarias... y que ni siquiera supo de la existencia de los szish hasta que estos invadieron Idhún el día de la conjunción astral.

«Los olvidaron a todos», se dijo Victoria. «Durante quince mil años se desarrolló una larguísima guerra y los magos pelearon junto a los dragones... y, sin embargo, los idhunitas casi nunca retroceden en el tiempo más allá de Talmannon y la Era Oscura. La Era de la Magia para ellos no existe, o es la misma Era Oscura que han tratado de olvidar».

Y allí estaba la clave. Victoria sospechaba que lo que estaba sucediendo en Idhún en aquellos momentos había comenzado a forjarse en aquella Primera Era, la Era de la Magia. La llegada de los Hijos del Séptimo (¿Llegada? ¿De dónde procedían? ¿Por qué se habían presentado en Idhún?), la respuesta de los dragones (¿Fueron creados entonces? ¿Para responder a la invasión shek?), el desarrollo de la magia. Toda una larga historia olvidada de la que, sin embargo, los unicornios habían sido testigos, porque los unicornios ya estaban allí.

 




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