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Buenas y malas noticias 23 страница



—Te he traído un regalo —le dijo.

La sonrisa de Victoria se hizo más amplia. Christian encendió la lámpara de la mesilla de noche y le tendió un objeto, que Victoria sostuvo entre sus manos como si fuera el tesoro más valioso del mundo.

—Es un libro...

—No exactamente. Ábrelo.

Victoria obedeció, y descubrió entonces que las páginas estaban en blanco. Lo miró con mayor atención. En realidad era un cuaderno, aunque tenía muchas páginas, y las pastas eran duras e imitaban el estilo de los libros antiguos.

—Sé que te gusta escribir —dijo Christian—. Solías llevar un diario cuando vivías con tu abuela.

Victoria se preguntó cómo lo sabía él. Nunca se lo había contado a nadie. Entonces recordó que hubo una época en que el shek la había estado espiando desde las sombras. Se preguntó cuántas cosas más habría averiguado entonces, y recordó la carpeta que descansaba en el estudio, y que aún no se había atrevido a mirar.

—Te lo he traído porque pensé que lo echarías de menos. Me refiero a lo de escribir. Puedes seguir tu diario en este cuaderno, o puedes usarlo para contar todo lo que nos ha pasado, tanto en la Tierra como en Idhún. Lo que más te apetezca.

Victoria estrechó el cuaderno contra su pecho. Christian podía haberle regalado cualquier otra cosa, y si le hubiera preguntado antes, probablemente lo último que se le hubiera ocurrido habría sido aquello. Y, sin embargo, ahora que lo tenía en sus manos, sentía que, de verdad, no había otro regalo que hubiese podido apreciar más. Pensó, por un momento, que Christian no solía darle lo que quería; pero sí lo que necesitaba.

—Muchas gracias —respondió—. Creo que lo usaré para poner por escrito todas nuestras aventuras. Para futuras generaciones —rió—, pero, sobre todo, para que no se me olvide a mí. Me vendrá bien para ordenar mis ideas. Si pongo por escrito todo lo que he aprendido en todo este tiempo, puede que hasta le encuentre algún sentido —bromeó.

Christian sonrió.

—Me alegro de que te guste.

La contempló mientras dejaba el cuaderno sobre la mesilla. Le apartó el cabello de la cara para verla mejor. Al sentir el contacto, Victoria alzó la mirada hacia él, con el corazón palpitándole con fuerza.

—Es tarde —dijo el shek tras una pausa—. Y yo no tenía intención de despertarte. Sigue durmiendo...

—Si vas a estar aquí prefiero quedarme despierta —respondió ella con rapidez—. Porque si me duermo, cuando me despierte no estarás conmigo, y no sé cuándo voy a volver a verte otra vez.

—Yo iba a dormir. Tú puedes quedarte despierta, si quieres.

Ella lo miró, desarmada.

—Ah..., en tal caso...

—Duérmete. Me quedaré contigo esta noche.

Victoria se tumbó de nuevo, algo reacia. Christian se acostó a su lado y rodeó su cintura con los brazos. Victoria lo sintió tras ella, tan cerca que notaba su aliento en la nuca. Respiró hondo, disfrutando del momento.

—Buenas noches —dijo en voz baja.

—Buenas noches, criatura —respondió él.

 

Cuando se despertó, acababa de amanecer, y Christian ya se había ido. Sin embargo, ella percibió algo de su esencia en la habitación. Palpó la almohada, a su lado, y sonrió al comprender que acababa de marcharse. De verdad había pasado la noche junto a ella.

Se incorporó, meditabunda. No entendía muy bien qué estaba ocurriendo, y no sabía si la relación entre ellos iba bien o se había enfriado. Tras los momentos íntimos que habían compartido dos noches atrás, Victoria había supuesto que estaban más unidos que nunca. Pero Christian seguía comportándose con ella de forma un tanto indiferente, y se pasaba la mayor parte del tiempo en Japón, con Shizuko.

Victoria no era tan ingenua como para no saber que Shizuko era importante para él, pero no quería sacar conclusiones precipitadas. Ella misma amaba a Jack intensamente, y eso no significaba que no sintiera nada por Christian. Y al contrario.

Sacudió la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de la cabeza.

Se dirigió a la cocina para hacerse el desayuno. Cuando abrió la alacena en busca de algo comestible, descubrió algo que no estaba allí el día anterior: dos botes, uno de cacao y otro de café. Además, se trataba de las marcas que ella solía tomar cuando vivía con su abuela. «¿Cómo los ha conseguido?», se preguntó, perpleja. «Y, más aún... ¿cómo lo ha sabido?».

Sonriendo, se estiró para despejarse y se preparó un poco de café con leche y una tostada. Después movió el sofá para colocarlo junto a la ventana, dejó su desayuno en una bandeja cerca de ella y fue a buscar el diario que le había regalado Christian y un bolígrafo del estudio. Se acomodó en el sofá, abrió el cuaderno, se quedó un momento pensativa y empezó a escribir.

 

X

El último Visionario

La caravana se deslizaba indolentemente sobre las arenas de Kash-Tar, bajo el calor abrasador de los tres soles. Los carros, tirados por torkas, enormes lagartos del desierto, avanzaban con lentitud. Los torkas, perezosos por naturaleza, no tenían prisa, y sus amos no los fustigaban. Eran conductores experimentados y sabían que, si los hacían correr, acabarían por detenerse, agotados, cerrarían los ojos y no habría quien pudiera ponerlos en marcha de nuevo. Los viajes de las caravanas eran lentos y exasperantes; pero el torka era el mejor animal de tiro que tenían en Kash-Tar: fuerte, dócil y resistente. Los mercaderes más veteranos solían decir que los torkas eran un regalo de Aldun para que los yan aprendieran a través de ellos la paciencia que su dios no les había otorgado al crearlos.

Por fin avistaron a lo lejos la silueta de los árboles del oasis. Los torkas aceleraron la marcha sin necesidad de ser fustigados: sabían que, cuando llegaran, podrían dejarse caer a la sombra, cerrar los ojos y dormir durante mucho, mucho tiempo.

Sin embargo, ninguno de los torkas se atrevió a adelantar al carro que guiaba la caravana. Sabían muy bien lo que sucedería si lo hacían.

En los límites del oasis les aguardaba un grupo de hombres-serpiente armados. Un control rutinario. Los mercaderes llevaban años pasando por ellos, y se habían acostumbrado. Y, aunque se sabía que las tierras del norte se habían librado del yugo de las serpientes, en Kash-Tar todo seguía más o menos como siempre.

Más o menos.

El guía detuvo su carro junto al que parecía el capitán de la patrulla. El lagarto dejó escapar un agudo sonido gutural, frustrado, pero se detuvo, obediente.

—Sssaludosss, mercader —dijo el capitán.

—Saludos —respondió él.

Sabía lo que le iban a preguntar, y tenía las respuestas preparadas. No obstante, también sabía que no debía darlas todas a la vez, y que debía contestar a las preguntas una por una. Los szish habían adoptado la costumbre de no dejar hablar a los yan mucho rato seguido, porque no los entendían. Los habitantes del desierto solían hablar con tal rapidez que no separaban las palabras. Con ellos, lo mejor que se podía hacer era formularles preguntas a las que pudieran dar respuestas cortas y sencillas.

La rutina se repitió, una vez más.

—Nombre.

—Kit-BakdeNin.

—Origen.

—Lumbak.

—Dessstino.

—Dyan.

—Mercancía.

—TelasdelospueblosnómadasyartesaníalimyatiparaCelestia. Abaloriosycosasparecidas.

—¿Qué classse de «cosssasss parecidassss»? —quiso saber el szish, frunciendo el ceño.

La voz del mercader yan quedaba ahogada por el paño que cubría su rostro, y solo sus ojos, rojizos y ardientes como carbones encendidos, podían darle alguna pista acerca de su estado de ánimo. Y aquellos ojos se clavaban en él con un descaro que habría debido hacerle sospechar. No obstante, al capitán szish nunca le habían caído bien los yan, los más sangrecaliente de todas las razas sangrecaliente. Y había oído hablar de Kit-Bak de Nin, un respetado mercader que nunca había dado problemas a las serpientes.

Sin embargo...

—Cosasdemujeres —respondió velozmente el yan—. Adornossen-cillosybaratos. Paraelpelolasmuñecaslostobillos. Nadaimportante.

—¿Y por qué razón te molessstasss en comerciar con ellosss, puesss? —quiso saber el capitán.

Otro de los torkas lanzó un quejido lastimero. Los preliminares se estaban alargando demasiado.

—Sonbaratos. Ymuchasmujereslosencuentranbonitos. Mujeres-quenopuedencomprarlasjoyasdeRaheld.

El szish lo observó con cierta desconfianza. El yan le devolvió una mirada serena.

—Bien —asintió por fin—. Podéisss quedarosss hasssta el primer amanecer.

Se volvió e hizo señas a los guardias para que abrieran el portón. Los dos contemplaron, en silencio, cómo la caravana se ponía lentamente en marcha hasta alcanzar la muralla.

—Acomodaosss como podáisss —dijo el hombre-serpiente—. No hay mucho esspacio en torno a la laguna. Tenemosss ya otra caravana dessscanssando en el oasssisss...

Se interrumpió, porque tuvo la sensación, completamente irracional, de que el mercader sonreía de forma siniestra por debajo de la tela que ocultaba su rostro.

—Losé —se limitó a decir.

Y, veloz como un relámpago, introdujo las manos bajo sus holgadas ropas y extrajo dos enormes hachas de debajo de la capa. Con un rápido y enérgico movimiento, mientras lanzaba el grito de guerra de los yan, dejó caer las hachas sobre el cuerpo del capitán, trazándole una enorme y sangrienta equis en el pecho. El szish cayó hacia atrás, muerto antes de tocar el suelo, y el yan, ejecutando un impresionante salto desde el pescante, cayó en medio de la patrulla de los hombres-serpiente. Junto a él aparecieron varios guerreros más, emergiendo de los carros de la caravana, empuñando diferentes armas y profiriendo gritos salvajes.

—¡Rebeldessss! ¡Rebeldessss! —alertaron los szish.

Se apresuraron a defenderse, y pronto los límites del oasis se convirtieron en un campo de batalla. Pero no había quien parase al yan de las dos hachas. Rotaba sobre sí mismo como una centella infernal, descargando sus armas, masacrando a sus contrarios, tiñendo de rojo las arenas del desierto. Uno de los szish fue lo bastante hábil como para retroceder cuando saltaba hacia él, y el impulso del salto dejó al descubierto los brazos morenos del jefe yan, tatuados con espirales rojas. El hombre-serpiente conocía esa marca.

—¡Gosssser! —exclamó, con una nota de terror reverencial en su voz.

Aquella palabra fue la última que pronunció.

Más szish habían acudido a apoyar a sus compañeros, pero los yan eran imparables, y las dos hachas de Goser, su mortífero líder, bailaban teñidas en fría sangre de serpiente.

De pronto, sin embargo, la temperatura del ambiente pareció descender un poco, y una sombra cubrió a los combatientes.

—¡Shek! —gritó Goser con voz potente.

Los yan sacaron sus ballestas y apuntaron a la gran serpiente alada que los sobrevolaba. Sabían que aquellas armas eran ridículas para luchar contra los sheks, pero Goser no se amilanó. Con un nuevo grito de guerra, lanzó al aire una de sus hachas, con toda la fuerza de la que fue capaz. El arma dio un par de vueltas sobre sí misma y llegó a alcanzar una de las alas del shek, produciéndole un pequeño desgarrón. La serpiente chilló, más molesta que dolorida, y descendió en picado hacia él.

El hacha cayó otra vez al suelo y fue a hundirse en la arena, cerca de Goser. Pero él no le prestó atención. Ya enarbolaba su otra hacha con ambas manos y aguardaba al shek, que bajaba entre una lluvia de flechas con la boca abierta, enseñando los colmillos.

Cuando estuvo lo bastante cerca, Goser lanzó el hacha, y en esta ocasión alcanzó el escurridizo cuerpo de la serpiente, que volvió a emitir un chillido de sorpresa y remontó el vuelo. Con un ágil quiebro se deshizo del hacha, que se había quedado incrustada en sus escamas, sin llegar a causarle verdadero daño. Goser le dedicó un grito desafiante, pero su gente ya se había guarecido bajo los carros y disparaba desde allí. No tenían la menor intención de imitar el coraje suicida de su líder, y él tampoco lo esperaba. Los yan eran gente que sabía cuidar de sí misma mejor que de los demás.

El shek dio un par de vueltas sobre ellos, pero no descendió. Los yan aguardaron, inquietos. Goser le gritó otra vez, pero la serpiente no le prestó atención.

Algo se acercaba desde el norte, nueve sombras que volaban hacia ellos. Los yan se miraron unos a otros: si eran más sheks, estaban perdidos.

El shek dejó escapar un nuevo chillido, un chillido que les heló la sangre en las venas, porque estaba teñido de un odio oscuro e insondable y, a la vez, de una salvaje alegría. Y, olvidándose de los yan rebeldes, se lanzó de cabeza hacia las nueve figuras que se acercaban desde el horizonte.

Goser recuperó sus dos hachas y contempló la escena con interés. Después, montó de un salto sobre uno de los torkas, rompió las cinchas de un hachazo y lo espoleó con violencia. El animal, sobresaltado, salió corriendo.

Momentos después, el líder de los rebeldes yan contemplaba una escena sobrecogedora.

Nueve dragones acosaban al shek, atacándolo por todas partes, hostigándolo con fuego, garras y dientes. La criatura debería dar media vuelta y escapar, porque no tenía la más remota posibilidad de salir con vida de allí. Y parecía que se esforzaba por huir de la batalla; pero algo le empujaba a rizar su larguísimo cuerpo y a acometer a los dragones, una y otra vez, con siniestro entusiasmo.

Montado sobre su torka, que ya había cerrado los ojos y se había desplomado sobre la arena, adormilado, Goser contempló la absurda y trágica muerte del shek, pero no la lamentó. En realidad, sus ojos de fuego estaban centrados en los dragones, y los contemplaban con fervor y emoción. Al dragón negro que realizaba piruetas imposibles, a la dragona roja que combatía con ferocidad; a los dos dragones anaranjados, que parecían gemelos y peleaban a la par; a un hermoso dragón de tonos ocres, pequeño, pero ligero, que volaba como una flecha en torno al shek. Había más, pero Goser dejó de enumerarlos. Eran todos tan bellos... eran perfectos.

Cuando el cadáver del shek cayó con estrépito al suelo, levantando una nube de arena, Goser no se movió, aunque su torka abrió los ojos, sobresaltado. Los dragones prosiguieron su vuelo, pero empezaban a descender, y Goser supo que aterrizarían en el oasis. Espoleó al torka, que se negó a moverse. El líder yan no se rindió. Volvió a clavar los talones en los flancos del animal, emitiendo su potente grito de guerra, y el lagarto salió disparado, muerto de miedo.

El oasis era suyo. Los yan saquearon la caravana que descansaba allí y se apropiaron de las armas que transportaba, fabricadas en Nandelt, que ya nunca llegarían a manos de la gente de Sussh, el shek que gobernaba Kash-Tar. Goser, sin embargo, no participó en el reparto. No pensaba desprenderse de sus hachas y, por otra parte, la caravana ya no le interesaba. Lo único verdaderamente importante eran los nueve dragones que habían aterrizado junto a la laguna.

No se sorprendió cuando vio salir de ellos a nueve personas, que el hechizo ilusorio se desvanecía y que los dragones recuperaban su verdadero aspecto: máquinas de madera construidas por los humanos. Había oído hablar de los dragones artificiales, y de los rumores que decían que los hombres de Nandelt enviarían algunas de esas máquinas para ayudar a los rebeldes de Kash-Tar. No obstante, no pudo evitar que la decepción se adueñase de su corazón. Por un momento había llegado a soñar que era cierto, y que los Señores de Awinor habían regresado.

Goser se limitó a observar de lejos a los recién llegados, hasta que alguien reparó en su presencia. Era un humano alto y fornido, con una larga barba de color castaño. Caminó hasta él, y Goser abandonó la sombra de los árboles para salirle al encuentro. Suponía que aquel humano sería el líder de la expedición. Goser era bastante alto para ser un yan, gente por lo general de baja estatura.

Sin embargo, aquel humano le sacaba por lo menos dos cabezas. No obstante, ahora que estaban uno frente al otro, nadie podría haber dicho cuál de los dos resultaba más impresionante: si el imponente semibárbaro, de barba trenzada y ojos bicolores, o el rebelde yan, con sus dos hachas cruzadas a la espalda y los brazos ante el pecho, mostrando una piel cubierta de tatuajes rojos. Goser clavó en el extranjero su mirada de fuego.

—Hola —saludó este, con una amplia sonrisa—. Me temo que nos hemos perdido. Vamos en dirección a Bombak, Bumbak o algo parecido. —Se rascó la cabeza con aire desconcertado—. Todo el desierto parece igual. En fin, parece que os hemos librado de un apuro, ¿no? Espero que no haya más serpientes por aquí. No es que no nos apetezca un poco de acción, pero estamos algo cansados... y los dragones han perdido mucha magia. Qué oportuno que estuviese aquí este sitio. A propósito, me llamo Rando.

—YosoyGoserElSolQueQuemaALasSerpientes.

Rando parpadeó, desconcertado.

—¿Disculpa? No te he entendido, hablas demasiado rápido. ¡Y tienes un nombre muy largo!

Alguien lo apartó con impaciencia.

—Lárgate de aquí, antes de que digas algo de lo que luego tenga que arrepentirme.

Goser se encontró con unos hermosos ojos rojizos, semejantes a los ojos de un yan, pero de un tono más apagado.

—SaludosGoser —dijo ella—. Sibuscasallíderdenuestraflotanote-molestesenhablarconél. MinombreesKimaralaSemiyan.

Goser asintió.

—LaQueHaVistoLaLuzEnLaOscuridad. Heoídohablardeti. Mestiza. Dicenqueseteconcedióeldondelamagia. Perohacetiempoque-nadietehavistoenKashTar. Poresotambiéndicenquehabíasabando-nadoatupueblo.

Kimara apretó los puños.

—Nuncaosabandoné —replicó—. MefuiaNandeltparaaprender-ausarmipoder.

—¿Yaprendiste?

—Nodemasiado. Elmétododeenseñanzadeloshumanosmepare-ciódemasiadolento. Asíquemecanséydecidíregresar. Losdragones-quevienenconmigopelearánporlalibertaddeKashTar.

Goser sonrió.

—Notefaltaráacciónaquísemiyan. Hasvenidoallugarcorrecto. Eres-bienvenidaentrenosotros.

Lentamente, se retiró el paño de la cara y le mostró sus rasgos, un rostro enmarcado por una enmarañada melena de trenzas negras. Kimara ya se había fijado en sus brazos tatuados, pero lo que no esperaba era que sus mejillas y su frente ostentaran también tres brillantes espirales rojas, a imitación de los tres soles de Idhún. Y entre ellos, sus grandes ojos rojizos brillaban con el poder del fuego del desierto.

Kimara, impresionada, descubrió también su propio rostro. Los dos se miraron largamente.

—BienvenidaacasaKimara —dijo Goser.

 

Ydeon recibió visita aquella tarde. Como no esperaba a nadie, en realidad, no salió a recibirlos, ni los oyó llegar, hasta que alguien le llamó la atención desde la entrada de su fragua, gritando para hacerse oír por encima del sonido del martillo. El gigante se volvió, intrigado. Eran tres humanos: a uno lo conocía, a los otros dos, no.

—¡Buenas tardes! —saludó Shail, sonriendo—. He venido a cumplir mi promesa.

Ydeon dejó el martillo y se rascó la cabeza.

—¿De qué promesa...? —empezó, pero enmudeció de pronto al fijarse en el muchacho que había entrado con el mago y que miraba a su alrededor con curiosidad. Shail lo señaló con un gesto grandilocuente:

—He aquí a Jack, también conocido como Yandrak. El último dragón.

El joven y el gigante cruzaron una larga mirada. En los últimos tiempos, pocas personas habían logrado intimidar a Jack y, sin embargo, Ydeon inspiraba en él un profundo respeto, incluso desde antes de conocerlo, desde que Christian le había hablado de él. Aquel era el forjador de armas legendarias, el creador de Domivat, la espada de fuego. Mucho tiempo atrás, en la sala de armas de Limbhad, se había fijado en aquella espada. Le habían dicho que era peligrosa y, no obstante, eso solo había hecho que la deseara aún más. Jamás habría imaginado que llegaría a conocer a la persona que la forjó.

Shail le había dicho, por el camino, que Ydeon también había expresado su deseo de conocerlo a él. Por eso, Jack sentía que estaba viviendo un momento importante, solemne. Sostuvo con valentía la inquisitiva mirada del gigante, hasta que este habló.

—Pensaba que todos los dragones teníais tres ojos —comentó.

Jack no supo muy bien cómo tomarse esta afirmación. Supuso que sería una muestra del peculiar sentido del humor de los gigantes.

—Tú forjaste a Domivat —le dijo.

Ydeon asintió.

—Hace mucho tiempo. Tú no habías nacido entonces. Y, sin embargo, esta espada se forjó para ti.

Jack se mostró desconcertado.

—¿Cómo pudo forjarse para mí, si aún no había nacido?

Ydeon rió entre dientes.

—Sácala —le pidió.

Jack extrajo a Domivat de la vaina. Los tres observaron, maravillados, las llamas que lamían su filo.

—Qué hermosa es —dijo Ydeon, y todos percibieron claramente el temblor de su voz, y vieron las lágrimas en sus ojos rojizos.

Jack le tendió la espada, solícito.

—¿Quieres cogerla?

Pero Ydeon retrocedió, sacudiendo la cabeza.

—Nadie en el mundo puede empuñarla, salvo tú. Ni siquiera yo.

—Entonces, ¿cómo pudiste forjarla? —preguntó Jack, desconcertado.

—Es una larga historia.

—En tal caso —intervino Shail—, agradecería que nos la contaras cuando estemos acomodados junto al fuego, si no es molestia.

 

—Hace tiempo —empezó el gigante, mientras sus tres visitantes bebían con cuidado de sus respectivos cuencos de sopa caliente—, dos siglos, tal vez tres, un dragón vino a visitarme. Era demasiado grande para entrar hasta el fondo de mi caverna, de modo que se quedó en los túneles exteriores y me llamó desde allí.

»Por supuesto, yo nunca había visto un dragón, porque los dragones no solían sobrevolar Nanhai. Lo primero que se me ocurrió al verle fue que se había perdido. Pero me preguntó si yo era Ydeon, el forjador de espadas. Le dije que sí. Me dijo que debía forjar una espada para él, y... ¿quién se atreve a contradecir a un dragón?

—¿Ni siquiera un gigante? —sonrió Jack.

—Ni siquiera un gigante, muchacho. «Señor», le dije, «¿cómo voy a forjar una espada para vos? Con todos mis respetos... ¿cómo vais a empuñarla?». El dragón me dijo entonces que la espada no estaba destinada a ser empuñada por él. «En un futuro», dijo, «nacerá un niño humano que poseerá el poder del dragón. Estará destinado a hacer grandes cosas, pero para entonces yo ya no existiré, y nadie de mi estirpe será capaz de ayudarlo. Esa espada será para él. Será la espada que guíe su camino y que le ayude en su misión con la fuerza de todos los dragones que viven hoy en el mundo».

»Como comprenderéis, me pareció que su encargo estaba fuera de mi alcance. Mis trabajos eran valorados en todo el continente, pero jamás se me había pasado por la cabeza que podría llegar a hacer algo que fuese digno de los mismísimos dragones. Aun así, le pregunté cómo debía forjar esa espada tan singular, y le dije que, si pretendía que fuese mágica, íbamos a necesitar a un hechicero para que le otorgase su poder. «No será necesario», contestó él. «Y, ¿quién la dotará del poder del que habláis, pues?», pregunté. «Yo mismo», respondió el dragón.

»Erea salió llena dos veces antes de que terminase la espada. La forjé con el material con el que fraguaba todas las espadas mágicas. Adorné su empuñadura con figuras de dragones, y utilicé para sus ojos rubíes de las cavernas más profundas. La espada era de tamaño humano, por lo que pasé muchos días y muchas noches inclinado junto al fuego, trazando todos los detalles del molde, con mucha paciencia y un cuidado infinito. Por una vez, lamenté ser un gigante, puesto que mis dedos eran demasiado grandes como para modelar todo lo que tenía en mente, a aquella escala.

»Durante todo aquel tiempo, el dragón estuvo durmiendo en una de las cavernas más grandes de la cordillera. No me apremió en ningún momento, ni acudió a mí para preguntarme cuándo la tendría terminada, ni para supervisar mi trabajo. Cuando por fin acabé la espada, acudí a verle.

»Se limitó a abrir un ojo y a mirarme con curiosidad. «¿Tienes la espada?», preguntó. «Sí, señor», contesté. «¿Y la vaina?», quiso saber. Confesé que no la había forjado todavía. «Mejor así», respondió, «porque ha de ser una vaina especial, que soporte cualquier tipo de fuego. Que no queme al tacto ni siquiera después de haberla dejado durante días y días entre las llamas».

»Esto no era tan sencillo. Consulté a otros gigantes, a lo largo y ancho de Nanhai, pero nadie había oído hablar de un material semejante. Fueron necesarios muchos meses de intenso trabajo y de probar con distintas aleaciones, hasta que por fin dimos con la fórmula adecuada. Si me pidieran que volviera a fundir algo semejante, no sabría hacerlo de nuevo. Creo que Karevan me inspiró aquel día, puesto que la vaina, una vez que se enfrió, no volvió a calentarse nunca más.

»De nuevo acudí al dragón y le presenté mi trabajo. Abrió los ojos. «Magnífico», dijo. «Déjamela». Le tendí la espada y la sostuvo entre sus garras, con el filo hacia arriba. Me dijo que me hiciera a un lado, y entonces exhaló su fuego sobre él, protegiendo la empuñadura para no fundirla. Siguió sometiéndola a su fuego implacablemente, durante toda la noche... y cuando por fin resopló, agotado, y apagó su llama... la espada ya no era una espada corriente. Tenía el halo de las espadas legendarias. «Ahora ya no puedes cogerla», me dijo entonces. «Si lo intentas, arderás como una tea. Por eso necesitábamos la vaina ignífuga». Le pregunté entonces si iba a ponerle un nombre a la espada. Es costumbre que las mejores espadas tengan uno, y se lo dije, porque no estaba muy seguro de que los dragones estuvieran al tanto de esta cuestión. La criatura se quedó contemplando la espada un largo rato, y después dijo que se llamaría Domivat. «¿Domivat?», repetí. «¿Qué significa?». «Nada en particular», respondió él. «Entonces, ¿qué clase de nombre es ése?», pregunté yo. El dragón se quedó mirándome, y después dijo, enseñando todos sus dientes en una sardónica sonrisa: «Domivat soy yo. Es mi nombre».

 




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