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Buenas y malas noticias 20 страница



—Es que es una cuna. Había un bebé en el Oráculo. Lo sé porque hubo un tiempo en que lo oía llorar algunas noches. Me figuro que la cuna era suya, aunque, por suerte, el bebé no estaba en ella cuando la encontré. Puede que se lo llevaran lejos de aquí antes de que nos atacaran.

Jack alzó la cabeza y lo miró, pálido.

Otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio. Y de qué forma.

 

Las tres lunas brillaban intensamente en el cielo cuando los pájaros de Haai-Sil alzaron el vuelo. Sobre ellos cabalgaba la totalidad de la población celeste de la ciudad. A la cabeza, junto con los mandatarios del lugar, volaban Gaedalu y sus sacerdotisas. En la retaguardia, los nueve dragones artificiales protegían a los celestes y los resguardaban del viento.

El pájaro de Zaisei, sin embargo, no volaba junto con los de las demás sacerdotisas. Se había retrasado un poco para escoltar a su padre, que iba montado en el pájaro de otro celeste, y lloraba en silencio, destrozado. Habían tenido que obligarlo a abandonar a una parte de sus pájaros, los que aún no sabían volar, y las hembras que no habían querido abandonar sus huevos. El huracán arrasaría los nidos y se los llevaría a todos.

Poco antes de partir habían intentado obligarlo a que los acompañara, pero él se había resistido con todas sus fuerzas. Nadie había estado dispuesto a usar la violencia para forzarlo a que abandonara la ciudad, porque lo comprendían demasiado bien, y porque los celestes eran incapaces de hacerle daño a nadie. Entonces había llegado Rando, el piloto de los Nuevos Dragones, y lo había dejado sin sentido de un golpe, sin el menor escrúpulo. Todos los celestes se habían quedado pálidos y mudos de horror, pero Zaisei le había dado las gracias.

Cuando Do-Yin había recobrado la conciencia, ya volaba a lomos de un haai, sostenido por un joven celeste. No había tenido ya fuerzas para resistirse y, sin embargo, seguía queriendo volver. El celeste que sujetaba a Do-Yin tenía los ojos húmedos: sufría también, no solo por tener que dejar atrás su hogar, sino sobre todo porque sentía en su propio corazón el intenso dolor del criador, para quien abandonar los huevos y los polluelos suponía casi como abandonar a sus propios hijos. Zaisei habría estado dispuesta a cargar ella misma con el dolor de su padre, pero no era lo bastante fuerte como para retenerlo si él trataba de resistirse de nuevo.

El viento soplaba cada vez con más intensidad y tiraba de ellos hacia atrás. Los haai aleteaban con todas sus fuerzas, pero apenas conseguían avanzar. Por fortuna, el huracán que los perseguía iba también muy lento. Con un poco de suerte, llegarían a las montañas antes de que los alcanzase.

En la retaguardia, Kimara se mordía los labios, nerviosa. Los dragones podían volar más deprisa, pero iban más lentos para cubrir las espaldas a los pájaros de los celestes. Había sido idea de Rando, en realidad, lo cual había dejado sorprendida a la semiyan. No obstante, si se paraba a pensarlo, no era tan extraño. Las gentes de Haai-Sil no tenían la culpa de lo que estaba pasando, no se habían arriesgado, valoraban sus vidas. Al propio Rando no lo asustaba arriesgarse para proteger a aquellas personas... ni, dicho sea de paso, arriesgar las vidas de los demás pilotos, pensó Kimara, molesta. No pudo evitar recordar, sin embargo, que Rando tenía razón en una cosa: los pilotos de dragones eran guerreros, y se habían alistado en el grupo porque estaban dispuestos a correr riesgos, porque no les importaban las consecuencias. Era lógico, pues, que fuesen ellos los encargados de proteger a los que sí tenían algo que perder.

Apartó aquellos pensamientos de su mente cuando una veloz sombra oscura cruzó ante ella. Parpadeó y se fijó mejor. La sombra volvió a pasar: era uno de los dragones. Ogadrak, para ser más exactos.

—¿Qué tripa se le ha roto ahora? —se preguntó la joven, exasperada.

El dragón de Rando daba vueltas en torno a ella para llamar su atención. Kimara lo miró, preguntándose qué intentaría decirle, cuando de pronto lo perdió de vista. Atisbo por la escotilla delantera y por las laterales, pero no lo vio. Supuso entonces que lo tendría en la cola.

Otro de los dragones se colocó ante ella y lanzó una llamarada de advertencia. Intrigada, Kimara se preguntó qué estaría pasando... y entendió de pronto, horrorizada, que Rando había dado media vuelta y se dirigía hacia el huracán.

—¡Ah, por todos los dioses, ya estoy harta! —estalló—. ¡Que se lo trague el tornado de una vez!

No obstante, tras un breve momento de vacilación, hizo virar a Ayakestra... no para seguir a Rando, sino sólo para ver qué diablos pretendía.

Cuando la dragona se colocó por fin mirando hacia el norte, Kimara descubrió que Rando no había ido tan lejos como creía. Su dragón se había detenido muy cerca de allí y, suspendido en el aire, miraba, como tres o cuatro más, lo que sucedía en el horizonte.

Kimara se quedó sin aliento.

El imponente tornado que había asolado Kazlunn, Nangal y parte de Celestia se había detenido ahora y giraba tan lentamente que hasta parecía hacerlo a propósito. Se había vuelto de un extraño color cárdeno, y su cono se había estrechado tanto que apenas existía ya en el lugar donde debía tocar tierra. Las nubes que cubrían el cielo sobre él seguían siendo densas y pesadas, pero también habían cambiado de color, haciéndose más claras.

El tornado siguió bailando un momento sobre Celestia, con un ritmo pausado, casi mortuorio... y entonces su cono se rizó sobre sí mismo por última vez y se desvaneció.

Todos los pilotos contuvieron el aliento.

Momentos después, respiraron, aliviados. Aquel terrorífico huracán se había calmado por fin.

Haai-Sil estaba a salvo.

Kimara contempló a los dragones haciendo piruetas de alegría, y sonrió. Pero en su interior no dejaba de preguntarse, intranquila: «¿A dónde ha ido?».

Dudaba de que algo así pudiera desaparecer, sin más.

Levantó la cabeza para mirar a través del cristal de la escotilla superior... y lo vio.

Sobre ellos se había formado una amplia y densa capa de nubes de un fantástico color purpúreo. Y aquella masa nubosa giraba lentamente sobre sí misma, como un inmenso remolino. Estaba lo bastante alto como para no dañar las cosas a ras de suelo, pero, aun así, resultaba sobrecogedor.

«Se va a quedar ahí, de momento», comprendió Kimara.

Hizo dar media vuelta a su dragona y prosiguió su camino hacia el sur, alejándose de aquella cosa, cuanto más, mejor. Uno a uno, los dragones de su grupo la fueron siguiendo.

Mucho tiempo después, cuando ya divisaban a lo lejos las suaves dunas del desierto de Kash-Tar, empezaron a relajarse un poco. Pero quedaba todavía un rastro de terror en sus corazones, y lo que habían vivido aquellos días poblaría sus peores pesadillas el resto de sus vidas.

 

Las montañas exteriores del Anillo de Hielo estaban horadadas por cientos de enormes cavernas, entrelazadas entre sí por túneles oscuros y laberínticos. Resultaban un buen lugar donde ocultarse, como habían descubierto los Nuevos Dragones tiempo atrás. Pero estos no habían pasado de los niveles superficiales del entramado de galerías. Más abajo, en las mismas raíces de la montaña, las cavernas eran aún más grandes, oscuras y agradablemente frescas.

Allí se habían ocultado la mayor parte de los sheks que habían sobrevivido a la batalla de Awa. Estaban acostumbrados a vivir en túneles; durante generaciones, su especie había habitado en el lóbrego Umadhun. Y, sin embargo, aquel destierro les sabía espantosamente amargo, pues les recordaba a una derrota anterior, muchos milenios atrás. Entonces habían sido vencidos por los dragones, y, curiosamente, muchos evocaban aquellos tiempos con nostalgia. Porque, por mucho que odiaran a los dragones, los respetaban, y podían entender que sus enemigos ancestrales los derrotaran en una batalla. Pero ser batidos por los sangrecaliente... aquello era una humillación que las serpientes aladas no olvidarían jamás.

Y el que más lo recordaba era Eissesh, que había sido uno de los grandes líderes de los sheks. Si por él hubiera sido, habría salido inmediatamente de su escondite y habría plantado cara a los sangrecaliente y sus aberrantes dragones de madera, hasta matarlos a todos y ocultar todo Nandelt bajo una capa de hielo. Pero la lógica le decía que no era prudente.

Entretanto, su gente, sheks, szish y aliados, aguardaban en las cavernas y lamían sus heridas.

Las de Eissesh eran especialmente graves. La ola de fuego que había cubierto el cielo lo había alcanzado de pleno, y sólo se había salvado porque en aquel momento estaba cerca del río. Se había precipitado al agua, cayendo desde las alturas como una tea encendida, y había logrado salvarse.

Con todo, su estado era lamentable. Aún no entendía cómo había sido capaz de arrastrarse hasta las montañas y encontrar un túnel por el que deslizarse hacia las entrañas de la tierra. Había hallado una caverna profunda y, tras enviar una señal telepática a su gente, se había hecho un ovillo y había entrado en un sueño curativo.

Poco a poco, otros sheks y lo que quedaba de algunos clanes de hombres-serpiente habían acudido a su llamada. No lo habían molestado, sin embargo. Se habían limitado a instalarse en los túneles y cuevas cercanos, y a reorganizarse sin él. Tan solo lo interrumpían cuando se trataba de un asunto muy urgente o importante.

Y, entre tanto, Eissesh seguía descansando. No poseía magia propiamente dicha, pero estaba dedicando todo su poder mental a ir reconstruyendo sus tejidos poco a poco. Con todo, nunca volvería a ser el mismo. Y era muy posible que no sobreviviera al proceso.

Aquel día su concentración se vio interrumpida por un tímido aviso telepático. Eissesh abrió un canal superficial para ver de qué se trataba, pero no reprendió al shek que lo había llamado. Sabía que nadie lo molestaría sin una buena razón.

«Han llegado dos hechiceros sangrecaliente», le informaron.

Eissesh aguardó, sin una palabra. Los hechiceros eran muy valiosos en un mundo que se estaba quedando sin magia, pero aquello no justificaba la interrupción, por lo que dedujo que había algo más.

«Uno de ellos es la feérica que estaba con Ashran. La que está reuniendo un pequeño ejército de szish en Alis Lithban».

No añadió nada más, pero Eissesh entendió. En aquellos largos meses, solo habían interrumpido su trance en dos ocasiones más. El primero había sido Sussh, gobernador de Kash-Tar, para informarle de las bajas que había detectado en la red de los sheks, y de que nadie podía asegurar con certeza si Ziessel y los suyos seguían con vida. La segunda vez se había tratado de un shek que le había dicho que estaban llegando szish desde Alis Lithban, y que hablaban de un hada que concedía el don de la magia. Aquella información sí era sumamente interesante, por lo que Eissesh lo envió para averiguar qué estaba pasando. Aún no había recibido respuesta, pero sabía que el shek seguía vivo, por lo que estaba claro que los sangrecaliente no lo habían abatido. Pero, por otra parte, también quería decir que no había averiguado nada concreto, o que lo que sabía no era tan importante como para molestarlo otra vez.

Pero una parte de la consciencia de Eissesh había estado reflexionando sobre aquella noticia.

Conocía a Gerde; sabía que Ashran le había confiado tareas importantes en el pasado, y que se había convertido en su mano derecha después de la traición de Kirtash. También tenía entendido que el propio Kirtash la había matado; pero, por lo visto, aquella información era falsa, pues, por los datos que tenía, el hada que estaba reuniendo a los szish en los bosques del oeste solo podía ser ella.

También sabía que el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte en la torre de Kazlunn, gravemente herido tras la batalla contra Ashran. Eissesh no imaginaba qué clase de herida podía mantener en aquel estado a un unicornio durante tanto tiempo, aunque aquella muchacha no era del todo un unicornio. Pero cuando le hablaron del hada que concedía el don de la magia, ató cabos inmediatamente.

Había enviado al shek a investigar, y después no había vuelto a pensar en ello.

Y ahora, Gerde estaba allí.

Si no hubiera sido por aquel asunto de la magia, Eissesh no se habría molestado en recibirla. Pero la idea de que aquella feérica pudiese poseer el cuerno del último unicornio lo intrigaba. Y más todavía el hecho de que el shek que había mandado a hablar con ella no hubiese regresado todavía.

«Hazla pasar», dijo.

Momentos después, dos figuras entraron en la caverna. Resultaban ridículamente pequeñas ante la gran serpiente alada, que yacía en un rincón, hecha un ovillo, cubierta de escarcha. Su piel escamosa seguía ennegrecida, y su ala izquierda no era más que un montón de jirones. Además, había perdido un ojo.

A pesar de eso, el humano no pudo evitar sentirse intimidado. Gerde, en cambio, solo dirigió al shek una larga mirada pensativa.

—Lamento verte en este estado, gran Eissesh —dijo.

La serpiente movió un poco la cabeza y abrió lentamente el ojo que le quedaba. Una fina lluvia de cristales de hielo se desprendió de su piel.

«Nadie lo lamenta más que yo», coincidió. Los dos magos tuvieron que concentrarse para captar sus pensamientos, que sonaban débiles y lejanos en un rincón de sus mentes. «Gerde, ¿no es así?»

—Veo que recuerdas mi nombre.

«No suelo olvidar nombres, ni siquiera los nombres de los sangrecaliente. ¿Quién es el tipo que te acompaña?»

—Se llama Yaren, y es uno de los dos magos consagrados por Lunnaris hasta la fecha. Es un individuo curioso. Lunnaris le entregó una magia... podríamos decir, corrupta. No la recuerda con cariño.

«No me sorprende», dijo Eissesh. «Por lo que tengo entendido, tú estás usando su cuerno con mayor eficacia. ¿Cuántos magos has consagrado ya entre los szish?»

—Diecisiete. Pronto habrá más hechiceros entre nosotros que en toda la Orden Mágica.

«Me asombra que te creyeras con derecho a llevar a cabo semejante tarea sin consultar con los sheks».

La sonrisa de Gerde se esfumó.

—Veo que tu mensajero no te ha puesto al día —comentó.

«No», repuso el shek. «Imagino que no encontró motivos para molestarme. En otros tiempos, feérica, tener un buen grupo de magos en los clanes szish habría sido de gran ayuda. Hoy no nos sirve de gran cosa. Hemos perdido tanto terreno que tardaríamos años en reconquistar Idhún. Y mientras tanto, ellos siguen construyendo dragones».

Sus últimas palabras fueron apenas un susurro, pero tanto Yaren como Gerde captaron el intenso odio que emanaba de ellas. Gerde sonrió para sí. No era ningún secreto que ningún shek detestaba los dragones artificiales tanto como Eissesh.

—Comprendo tus reticencias —dijo Gerde—. Pero lo cierto es que dentro de poco no habrá en Idhún gran cosa que reconquistar.

Eissesh no respondió. Había cerrado el ojo de nuevo.

—Aquí estáis en peligro —prosiguió ella—. Los dioses de los sangrecaliente nunca aceptaron la derrota de sus dragones, y vienen a Idhún para luchar contra nosotros. Uno de ellos anda cerca.

Eissesh abrió el ojo otra vez.

«¿Hablas de dioses, feérica? ¿Qué sabes tú de los dioses?»

Gerde le respondió con una larga carcajada. Entonces avanzó hasta situarse justo frente a él. De haberse encontrado en mejores condiciones, Eissesh la habría devuelto a su lugar con un coletazo, pero en aquel momento, simplemente aguardó.

Ambos, el hada y la serpiente alada, cruzaron una larga mirada.

—¿Qué sé yo de los dioses? —repitió Gerde, con una esquiva sonrisa—. Más de lo que querría, Eissesh.

El shek sostuvo su mirada... y vio en sus ojos algo oscuro y poderoso, tanto que le hizo temblar de puro terror. Trató de dominarse. No estaba tan débil como para sentirse intimidado por una simple maga sangrecaliente.

Gerde se separó de él. Eissesh cerró el ojo, agotado.

—Tengo un plan —dijo ella—. Llevará tiempo, y no disponemos de mucho, pero si sale bien podría salvarnos a todos. Si eres inteligente, Eissesh, y me consta que lo eres, estarás preparado y acudirás con tu gente a mi señal.

Eissesh no respondió. Todavía estaba tratando de encontrar una explicación lógica al miedo que se había adueñado de su frío corazón. Abrió el ojo, sobresaltado, cuando sintió que Gerde dejaba caer la palma de la mano sobre su abrasada piel. Ningún sangrecaliente se había atrevido a tocarlo jamás. Todos se estremecían de terror cuando lo tenían cerca. Y, no obstante, en aquel momento él mismo no tuvo fuerzas para moverse.

Porque un poder empezó a recorrerlo por dentro, una energía fría y oscura, pero a la vez extrañamente vivaz; una energía que regeneró su piel en cuestión de minutos y volvió a hacer crecer su ala destrozada.

Cuando Gerde de separó de él, Eissesh estaba casi completamente curado. Alzó la cabeza y la miró, sin una palabra.

—El ojo no te lo voy a devolver —dijo Gerde, muy seria—. Quiero que recuerdes esta conversación, y quiero que recuerdes que te salvé la vida. Si te sanara por completo, te las arreglarías para olvidar que se lo debes a una sangrecaliente.

Eissesh abrió la boca lentamente.

«¿Quién eres?», quiso saber.

—Soy Gerde —repuso ella simplemente—. Recuerda mis palabras, Eissesh. Estad atentos y permaneced ocultos hasta que llegue el momento. Y no os enfrentéis a ellos. No podéis vencer.

El shek entornó los párpados.

«Entiendo».

—Debo marcharme —dijo Gerde entonces, y un leve timbre de inquietud vibró un instante en su voz—. El se está acercando.

Eissesh no le preguntó a qué se refería. En el mismo momento en que los dos magos abandonaban la caverna, le llegó el aviso de que se estaba produciendo un violento terremoto en las montañas del este.

 

 

IX

El símbolo de los sueños imposibles

 

Shizuko Ishikawa se hallaba acodada sobre la barandilla del balcón de su apartamento, en Takanawa. Una luna creciente florecía sobre Tokio, desafiando a la capa de luz artificial bajo la que los humanos insistían en ocultar el suelo de la mirada de las estrellas. Aquella inmensa ciudad que se extendía a sus pies la atraía de alguna forma, y Shizuko se preguntó cómo era posible que encontrara algo bello en un mundo cuya única luna era tan pálida y anodina, un mundo cuyas maravillas estaban siendo sistemáticamente arrasadas, corrompidas, sepultadas bajo un manto de cemento y acero.

Tal vez porque siempre hay algo hermoso y fascinante en el más puro de los horrores.

«Excepto en mí», pensó. «No hay nada bello en mí».

Alzó la mano ante ella y la contempló, pensativa. Era un apéndice ciertamente feo. Útil para algunas cosas, pero repulsivo, con aquellas cinco cosas que se movían tanto. Como tantas otras veces, se palpó la cara y el pelo. Su cabello era lo único que le gustaba de aquella pequeña cabeza redondeada. De lejos, el cabello humano parecía una masa informe y pegajosa, pero el suyo propio había resultado ser suave y brillante. Shizuko lo cuidaba con esmero para mantener su belleza. Además, cuantas más partes de aquella piel blanda, pálida y caliente ocultara, mejor.

Hundió la mano en su mata de cabello. Eso la reconfortó un poco.

Volvía a sentirse mareada. Su cuerpo estaba caliente otra vez. ¡Otra vez! Shizuko tomaba baños de hielo a menudo para mantenerlo fresco, pero aquel horrible cuerpo humano insistía en recuperar su repulsiva tibieza. En cierta ocasión había enfermado, y eso había sido todavía peor, porque su cuerpo se había vuelto aún más caliente. Era lo que los humanos llamaban fiebre. Todos a su alrededor insistían en que no era bueno, no era sano, que tratase de enfriar su cuerpo. Sangrecaliente. No podían entenderla. Nadie podía entenderla.

Percibió una presencia a sus espaldas. No había hecho ningún ruido, pero Shizuko supo que estaba ahí.

«Tienes mucho valor para regresar aquí», pensó, sin volverse.

«Tenía que arriesgarme», repuso él, y su voz telepática llegó a todos los rincones del nivel más superficial de su mente, aquel que utilizaba para comunicarse en una conversación con un extraño.

«¿Por qué razón?», quiso saber ella.

«Por muchas razones», respondió él.

Se situó a su lado, pero manteniendo las distancias, respetando su espacio y su intimidad. Shizuko se lo agradeció en el fondo. Los humanos tendían a acercarse demasiado unos a otros, demasiado para su gusto; incluso allí, en Japón, donde las relaciones entre personas solían ser tan formales y educadas. Shizuko no entendía cómo era posible que los humanos necesitasen tanto el calor de otros humanos. ¿No estaban ya sus cuerpos lo bastante calientes? ¿Para qué necesitaban estarlo más?

El cuerpo de la persona que estaba a su lado también era cálido. Pero no tanto como los otros. Shizuko podía percibir que de él emanaba una suave frescura que le resultaba en cierta medida agradable... para tratarse de un cuerpo humano, claro.

—No te sientes bien en ese cuerpo —comentó él.

Shizuko entornó los ojos, sin comprender por qué le estaba hablando con las cuerdas vocales, teniendo la posibilidad de hacerlo con la mente, una forma de comunicación más completa, porque con ella podía transmitir no sólo ideas, sino también imágenes, recuerdos y sensaciones... tantas cosas para las que las palabras resultaban a menudo limitadas y poco precisas, y la razón por la cual los telépatas más poderosos encontraban tan pobre y tosco el lenguaje oral.

Sin embargo, debía acostumbrarse a utilizar sus cuerdas vocales, por lo que respondió, en voz alta:

—¿Quién podría sentirse bien en un cuerpo así?

—Yo mismo —respondió él—, aunque no siempre. A menudo necesito cambiar de forma para no sentirme asfixiado, y por eso puedo entender por lo que estás pasando.

—No puedes entenderlo —respondió ella, y su voz sonó fría y carente de sentimientos, no porque no los tuviera, sino porque aún no había aprendido a impregnar sus palabras con ellos, a modular el tono de voz para transmitir emociones con él—. Yo no soy como tú, Kirtash.

El sonrió. La primera vez que habían conversado, la noche anterior, ella no lo había llamado por su nombre, pese a que lo conocía muy bien. De otro mundo, otros tiempos. De un pasado mejor para todos.

—Pero somos parecidos, en cierta medida.

Shizuko contempló sus manos de nuevo, desolada.

—Han pasado muchas lunas y todavía no entiendo muy bien qué me ha sucedido —dijo—. ¿Por qué estoy así? ¿Qué se supone que debo hacer?

—Por eso he venido —respondió el joven—. Me han enviado para poneros en contacto con Idhún, con el resto de nuestra gente. Hay planes que deben llevarse a cabo, y tú y los tuyos sois parte de esos planes.

—¿Y te han enviado a ti? Eres un traidor, Kirtash. Sé lo que sucedió la noche del Triple Plenilunio. Mereces morir por todo lo que has hecho contra nosotros.

—Sin embargo, no has levantado la mano contra mí... Ziessel.

Ella tembló. De miedo, de ira... Christian no habría podido decirlo. Su bello rostro oriental seguía siendo pálido y frío como la más fina porcelana. La shek que habitaba en el interior de aquel cuerpo todavía no sabía cómo reflejar sus emociones en un semblante humano.

—No utilices esa expresión —le advirtió—. Y no me llames por ese nombre. Hace mucho que ya no soy esa persona.

—Posees el alma y la conciencia de Ziessel, la serpiente alada —prosiguió Christian, implacable—. Ziessel, la bella, la reina de los sheks. Pero has perdido tu verdadero cuerpo, ¿no es cierto? Estás atrapada en un cuerpo humano que encuentras opresivo y aborrecible.

»Por eso, por mucho que me desprecies por ser un traidor, no enviarás a tu gente contra mí. No lo harás, porque soy el único que puede explicarte qué te está pasando.

Shizuko cerró los ojos. Habría querido cerrar su mente a sus palabras, pero resultaba difícil, porque estas entraban en ella a través de sus oídos, y no de sus pensamientos.

En el pasado, los sheks no habían sabido muy bien cómo asimilar la existencia de Kirtash, un híbrido de shek y humano, el símbolo del pacto entre el rey de los sheks y el hechicero sangrecaliente que les había permitido regresar. Algunos lo habían considerado una repugnante rareza, un humano que pensaba como un shek. Otros lo habían encontrado interesante, y otros habían valorado en gran medida el sacrificio de la serpiente que debía lidiar con las limitaciones de un cuerpo humano para asegurar la supervivencia de la especie. Todos, sin excepción, comprendían, no obstante, que la creación del híbrido era necesaria para evitar el cumplimiento de la profecía de los Oráculos. Y, mientras Kirtash estuvo cumpliendo con su deber en el otro mundo, los sheks lo respetaron y valoraron su existencia y su trabajo.

Ziessel también había tenido una misión. Y la había llevado a cabo, con diligencia, con eficacia. Hasta que la Resistencia había regresado a Idhún y las cosas habían empezado a complicarse. Todavía recordaba cómo habían perdido Nurgon, cómo los renegados habían resucitado la fortaleza, cómo los sheks habían luchado con todas sus fuerzas para aplastarla de una vez por todas. Y tenían la victoria al alcance de la mano. ¿Cómo se había torcido todo?

 




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