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Buenas y malas noticias 22 страница



Victoria sospechaba que aquello podía ser importante. Siguió revolviendo en la biblioteca, estudiando viejos volúmenes y documentos, en busca de más pistas, pero no encontró nada que arrojara un poco más de luz sobre aquel periodo olvidado de la historia idhunita.

Llegó un momento, sin embargo, en que ni siquiera las viejas leyendas podían distraerla de su soledad. Ya no estaba cómoda en Limbhad, porque le recordaba a Jack, a quien echaba mucho de menos; y tampoco se sentía a gusto en el apartamento de Christian, porque él no estaba. No obstante, seguía durmiendo allí, en el sofá, la mayoría de las noches. La mayor parte de las veces, cuando se despertaba al día siguiente, descubría que Christian había pasado por allí, tal vez un rato, unas horas; pero no la había despertado y, en cualquier caso, seguramente había partido antes del amanecer. No era algo que sucediese con frecuencia, sin embargo: Christian solía pasar día y noche fuera de casa.

Y, cuando estaba, se mostraba distante y reservado, tratándola con una fría cortesía que la hería profundamente. Victoria sospechaba que otra mujer ocupaba los sueños y el corazón de Christian y, aunque podía comprenderlo y aceptarlo, le dolía que él no fuera capaz de sincerarse con ella.

Una noche en que estaba sentada frente a la chimenea, repasando sin mucho interés uno de los libros de la biblioteca de Limbhad, Christian volvió a casa. La saludó con normalidad, como si la hubiese visto el día anterior. Victoria cerró el libro y lo siguió hasta la habitación. Se reunió con él junto a la ventana.

—¿Te molesta que esté aquí? —le preguntó, sin rodeos.

—Sabes que no, Victoria —respondió el shek.

—No, no lo sé —replicó ella—. Hace tiempo que estás muy extraño y distante... más que de costumbre, quiero decir. Sé que estás pensado en ella, en Shizuko. No quiero atarte, Christian, pero si no quieres verme, simplemente dilo.

—Claro que quiero verte, Victoria. Ten por seguro que, si no fuera así, no te dejaría quedarte en mi casa.

Victoria desvió la mirada.

—Pero estás tan frío... Comprendo que después de la batalla contra Ashran pasamos mucho tiempo separados, y que muchas cosas pueden haber cambiado. Si he dejado de gustarte...

Se interrumpió, porque él le había cogido la barbilla para hacerle alzar la cabeza.

—¿Gustarme? Claro que me gustas. Siempre me has gustado, desde la primera vez que te miré a los ojos, y eso que entonces eras casi una niña. ¿Crees que no te deseo? Pues estás muy equivocada, Victoria. Lo único que ocurre es que hay cosas más importantes, y por eso, en estos momentos, lo que yo siento, quiero o deseo, me lo guardo para mí.

Victoria calló, confundida. Christian sonrió al ver que se había ruborizado.

—Sólo te estaba dejando espacio —dijo—. Como tú misma has dicho, hemos pasado mucho tiempo separados. Durante todo ese tiempo, Jack ha estado a tu lado.

—Pero eso a ti nunca te ha detenido —objetó ella—. Nunca te ha importado que Jack y yo estuviésemos juntos, o al menos, eso decías.

—Y no me importa. Pero no se trata de mí ahora, sino de ti. Es verdad que nos hemos distanciado, y que en todo ese tiempo has estrechado tu relación con Jack. Así que imaginé que necesitabas tiempo para hacerte a la idea de que yo volvía a estar cerca, y de que Jack no estaba contigo. Además, todavía estás convaleciente, y sé que ahora te intimido un poco. Así que no quise agobiarte con mi presencia.

Victoria lo miró sin poder creer lo que estaba oyendo.

—¿Por eso me dejabas sola?

—No del todo. Tenías la opción de venir aquí cuando quisieras. Pero, sinceramente, Victoria, odio verte dormir en el sofá —añadió, muy serio—. Te habría obligado a aceptar la cama que te ofrecí en su día, si no supiera que te incomoda la idea de dormir en mi cama. Y, como ya te he dicho, no quería presionarte.

Victoria bajó la cabeza, confundida. Sintió la presencia de Christian tras ella, sus brazos enlazando su cintura, y oyó su voz susurrando en su oído:

—Me dices que estoy distante, pero en el fondo tienes miedo de que te toque. ¿No es verdad?

—Tengo miedo de lo que provocas en mi interior —respondió ella en voz baja—. Es algo muy intenso, ¿sabes? Temo perder el control.

—Y ya te dije en su día que yo seguiría controlándome por los dos. ¿No es acaso lo que he estado haciendo?

—Supongo que te he malinterpretado —murmuró Victoria—. Lo siento.

—Y supongo que yo debería haberme dado cuenta de que hace días que tu corazón me estaba llamando a gritos —respondió él—. De que el tiempo que precisabas para acostumbrarte al cambio ya se agotó y ya no necesitabas estar sola. Soy yo quien lo siente. Últimamente he tenido muchas cosas en que pensar.

La abrazó con más fuerza. Victoria cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su hombro.

—Me he dado cuenta —dijo, con voz apagada.

—Es por Shizuko, ¿verdad? —dijo Christian—. ¿Te sientes amenazada?

—No soy quien para pedirte explicaciones, Christian. Al menos, no mientras siga amando yo también a otra persona.

Hubo un breve silencio.

—Necesito estar con ella —dijo él entonces—. Para tratar de comprender quién soy... y por qué soy así. A veces siento que solo ella tiene las respuestas a las preguntas que nunca me atreví a formular.

—Entiendo. Pero...

—Pero eso no implica que mis sentimientos por ti hayan cambiado lo más mínimo.

Tiró de ella y le hizo dar media vuelta para mirarla a la cara.

—Dime, ¿por qué tienes miedo? —le preguntó con suavidad.

La joven cerró los ojos y dejó que él acariciara su mejilla. Suspiró cuando sus dedos bajaron hasta el cuello.

—Por eso precisamente —respondió en voz baja—. Por lo que siento. Supongo que se debe a todas las veces que me he repetido a mí misma que no debería amarte. Desde aquella primera vez —añadió, abriendo los ojos para mirarlo a la cara— en que debías matarme y no fuiste capaz. Cuando me tendiste la mano. Supongo que es por todos ellos, por Jack, por Alexander, por Shail... y por todos los que esperan de mí que me comporte de otra manera. Todos aquellos que se horrorizarían de saber que el último unicornio se ha enamorado de Kirtash, un shek, el hijo de Ashran...

—Te han machacado mucho con eso, ¿eh? —preguntó él con cierta dulzura.

—No me importa lo que digan. Yo sé lo que siento por ti, y eso no va a cambiar. Es solo que cuando estoy contigo siento que los estoy decepcionando a todos... traicionando las esperanzas que depositaron en mí. Y, sin embargo...

—... sin embargo, me quieres —sonrió Christian—. Sí. Sé exactamente cómo te sientes. Pero esos son los motivos de ellos, no tus motivos. Por una vez, Victoria, haz lo que deseas, y no lo que todos esperan de ti. Deja que sea tu corazón el que guíe tus actos.

Se acercó más a ella, y Victoria sólo tuvo el tiempo justo de sentir que su corazón empezaba a latir desenfrenadamente, antes de que él la besara, con un beso lento, intenso. Cuando sus labios se separaron, Christian no se alejó mucho. Se quedaron un momento así, muy juntos, tan cerca que Victoria podía sentir el aliento de él sobre su pelo. Los brazos del shek rodearon la cintura de la muchacha, con suavidad.

—¿Era esto lo que querías? —dijo Christian en voz baja.

—Sí —susurró Victoria, todavía sin aliento.

—Bien —asintió Christian—. Porque es lo que quería yo también.

La besó de nuevo. Victoria suspiró y le echó los brazos al cuello, y gimió cuando los labios de él se deslizaron hasta su garganta, cuando sus dedos recorrieron su espalda.

—¿Es lo que quieres? —repitió Christian suavemente, casi con dulzura. Sus labios rozaban su piel, muy cerca del lóbulo de su oreja.

Victoria temblaba. No era eso lo que había pretendido al acercarse a él aquella noche. Se habría conformado con una conversación sincera, con una muestra de cariño, con que Christian le permitiera participar de nuevo en su vida, como antes... antes de que él viera por primera vez a Shizuko en Ginza. Pero, ahora que él le estaba ofreciendo mucho más, después de aquel periodo de doloroso distanciamiento, Victoria no se sentía capaz de rechazarlo. Su alma bebía de su presencia, ávida. Sentía tantos deseos de abandonarse a él que le costaba pensar con claridad, o simplemente pensar.

—Sí —logró musitar, con un suspiro—, Y... si eso es lo que quieres tú también... bésame otra vez, por favor. No dejes de besarme. No te separes de mí esta noche.

 

Christian se había acomodado en la terraza, sentado sobre el alféizar, con los brazos cruzados ante el pecho. Seguía siendo de noche sobre la ciudad de Nueva York: una noche oscura, sin estrellas, empañada por la polución. El shek contemplaba las luces que se movían como hormigas a sus pies, veinte pisos más abajo, pero apenas las veía. Sus pensamientos estaban en otra parte.

Tras él, la ventana estaba parcialmente abierta, y la brisa nocturna movía la cortina con suavidad. Al otro lado, Victoria dormía profundamente, su largo cabello desparramado sobre las sábanas, que marcaban el contorno de su figura. Christian se volvió para mirarla desde allí. Se quedó contemplándola un rato, sumido en hondas reflexiones, hasta que sintió una llamada en su mente.

Sabía que era Ziessel, o Shizuko, o como debiera llamar a alguien con un cuerpo y una identidad humanas, y un alma de shek. Le abrió sólo un canal superficial de su conciencia. Estaba demasiado cerca de su usshak como para sentirse cómodo, pero aquella terraza era todavía terreno neutral. Le permitió que entablara conversación con él.

«Te esperábamos esta mañana», le dijo ella.

«Lo sé. He tenido asuntos que atender», respondió Christian.

«Oh. Se trata de ella», comprendió Shizuko.

Christian maldijo para sus adentros, arrepentido ya de haber iniciado la conversación. Estaba claro que sus sentimientos al respecto impregnaban todos los niveles de su conciencia, aunque tratara de ocultarlos.

«Siempre he querido preguntarte por ella. La chica que estaba contigo en Ginza. Es el unicornio del que tanto se habló, ¿verdad? La criatura por la que nos traicionaste».

«Sí», dijo Christian simplemente, dispuesto a zanjar la conversación. Pero Shizuko siguió hablando en su mente.

«¿Valió la pena?», preguntó.

Christian se encontró a sí mismo dudando. Trató de rectificar aquella primera reacción, pero la shek ya la había captado.

«Te obsesionaste con el unicornio desde la primera vez que la miraste a los ojos, ¿verdad?», sonrió. «Desde entonces no has dejado de pensar en ella. La has seguido, lo has dado todo por conseguirla».

«Eso no es cierto. Ella no es una posesión mía».

«Pero no has parado hasta que te lo ha entregado todo. Su amor, su lealtad, su vida, su magia, su cuerpo y su alma. Has vencido la última barrera, ha dejado de tenerte miedo. Ha superado los prejuicios que inculcaron en su mente los sangrecaliente. Has acabado con la última posibilidad de que te dé la espalda para caer en brazos del dragón. Ya no encuentra motivos para rechazarte. Y no intentes negártelo a ti mismo, porque esa fue tu intención desde el principio, desde la primera mirada que cruzasteis. No te lo reprocho. Es lo que cuentan de los unicornios: los sangrecaliente que han visto uno alguna vez se vuelven locos por ellos. Los persiguen durante toda su vida, algunos lo dejan todo por volver a ver una de esas criaturas. No se quedan contentos hasta que consiguen lo que quieren de ellos. Lo cual no suele suceder nunca, pero mira por dónde tú lo has conseguido, has conquistado a un unicornio. Serías la envidia de cualquier mago».

Christian cerró los ojos.

«No tengo por qué hablar de esto contigo», dijo, cortante.

«Pero quieres hacerlo. Por eso estás ahí fuera, mirándola desde la distancia, contemplando cómo duerme indefensa en tu cama, confiada, segura de su amor por ti. Pobre muchacha. Te fijaste en ella porque era un unicornio y será justamente su esencia de unicornio lo que te aleje de ella. ¿Y tú? Creías que la amabas, y sin embargo ahora que has conseguido que se abandone entre tus brazos sin dudas ni reservas... ahora que es enteramente tuya, crees despertar de un sueño y te preguntas si no fue la locura del unicornio».

Christian ladeó la cabeza, molesto.

«¿Qué te hace pensar que me conoces tanto como para saber lo que siento?»

«Es lo que se decía cuando nos traicionaste. No lo habrías hecho por una humana cualquiera, y esa muchacha tampoco era una shek.

¿Qué tiene un unicornio que ver contigo? Es porque viste uno cuando eras un niño y lo has estado buscando desde entonces. Pero sabes, los sangrecaliente que buscan un unicornio no deben encontrarlo, porque es el símbolo de los sueños imposibles. Y los sueños imposibles no deben ser cumplidos, porque si lo hacen... la vida del que los cumple se queda vacía y sin sentido».

Christian sonrió y sacudió la cabeza.

«Ojalá fuera todo tan simple», dijo.

«Puede que lo sea», respondió Shizuko.

Reinó un largo silencio entre los dos. La voz telepática de Shizuko no volvió a hablar, pero Christian sabía que ella seguía presente en su mente.

«Necesito marcharme de aquí», dijo entonces Christian. «Necesito tiempo para pensar».

«Nosotros seguimos trabajando», respondió Shizuko. «Como ya te he dicho, te esperaba esta mañana».

«Bien», asintió Christian.

La shek se retiró de su mente. Christian aguardó un momento y, tras un breve instante de vacilación, se puso en pie y desapareció de allí.

 

Victoria se despertó bien entrada la mañana, cuando los ruidos de la ciudad inundaban la habitación y la luz del sol entraba a raudales por la ventana. Lo primero que pensó fue que no estaba en Limbhad, puesto que era de día. Después se dio cuenta de que no se hallaba tampoco en el sofá del apartamento de Christian; y, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz y pudo mirar a su alrededor, descubrió que se encontraba en la habitación del shek, en su cama. La primera reacción que tuvo fue la de levantarse, pero no lo hizo. Se encogió sobre sí misma y se tapó todavía más con las sábanas, ruborizada. Entonces se dio cuenta de que estaba sola en la habitación, y sospechaba que también en la casa. Christian se había ido.

Suspiró para sí misma y cerró los ojos. «Volverá», se dijo.

Se quedó un rato más en la cama, pensando, recordando y asimilando muchas cosas. Sonrió, aún sonrojada. Entonces se incorporó y buscó su ropa con la mirada, pero no la encontró. Sobre la silla, no obstante, estaba una de las camisas de Christian. Se puso en pie y alargó una mano para cogerla.

Momentos después salía de la habitación, descalza, vestida con la camisa negra del shek. Le venía grande; las mangas ocultaban las palmas de sus manos, y el bajo le llegaba por la pantorrilla. No obstante, en el salón tampoco estaba su ropa, por lo que se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.

Estaba abriendo los armarios en busca del café cuando llegó Christian.

Victoria se volvió hacia él y le brindó una cálida sonrisa... pero el gesto se congeló en su boca al no ver rastro de cariño en el rostro del shek, que la saludaba con su habitual frialdad. La muchacha tragó saliva y dijo:

—Buenos días... buscaba el café —añadió, como si tuviera que justificarse.

Christian negó con la cabeza.

—No lo encontrarás. No tomo café, ni té, ni nada que pueda influir en mi sistema nervioso: ni sustancias sedantes ni excitantes.

—Vaya..., no lo sabía —murmuró ella, sin saber qué más decir.

Se quedaron un momento en silencio.

—Te sienta bien el negro —dijo él entonces.

Victoria se miró las mangas de la camisa.

—Sí... lo siento, es que no encontraba mi ropa —se excusó, ruborizándose.

Christian ladeó la cabeza.

—La guardé en el armario anoche —dijo—. Justamente para que pudieras encontrarla con facilidad.

—No se me ocurrió —confesó Victoria—. Bien, si esperas un momento, te devolveré la camisa enseguida...

—No hay prisa —la tranquilizó él—. Te sienta bien —repitió, con una sonrisa.

Victoria bebió de aquella sonrisa como si fuera un charco en pleno desierto. Se dio cuenta entonces de que había pasado algo, algo que se le escapaba, pero que había cambiado algunas cosas de la noche a la mañana. En esta ocasión no quiso callarse.

—Christian, ¿qué pasa? —preguntó, preocupada—. ¿Estás molesto conmigo?

Él la miró. A Victoria le pareció que había algo de pena en su mirada. Se acercó a ella para cogerla de las manos y le sonrió.

—No es culpa tuya —le dijo—. Que jamás se te ocurra pensar que es culpa tuya, ¿me oyes?

—Christian, ¿qué intentas decirme?

Pero él sacudió la cabeza, como si acabara de despertar de un sueño.

—No es nada —dijo, y le sonrió de nuevo, y esta vez sus ojos sí estaban llenos de cariño—. Voy a buscarte un café.

—No es necesario —respondió ella rápidamente—. De verdad, puedo pasar sin él.

Christian asintió. Victoria alzó la mano, que todavía seguía prendida de la de él, y besó sus dedos con ternura. Christian la observó con seriedad mientras ella le manifestaba su cariño de aquella forma tan sencilla y espontánea.

—He de marcharme —le dijo entonces en voz baja—. Tengo cosas que hacer.

—¿En Tokio?

—No exactamente; en Hokkaido.

—¿Con los sheks? ¿Puedo ir contigo?

—Hace mucho frío en Hokkaido, incluso en esta época del año, Victoria.

—Me da igual. Ya sabes que quiero ayudarte.

—Entonces quédate aquí. No sé cómo reaccionarán los otros sheks si te ven; recuerda que fuiste una de las causantes de la caída de Ashran.

Los ojos de Victoria relampaguearon de ira.

—Ashran me arrancó el cuerno. Tenía derecho a defenderme. Además, tú también estabas allí.

—Sí, pero a mí todavía me necesitan. Por favor, Victoria, déjame mantenerte alejada de todo esto.

Victoria se mordió los labios, indecisa.

—Volveré pronto, en serio —sonrió el shek.

Ella alzó la mirada hacia él.

—Ya sabes que no quiero atarte. Es solo que...

No terminó la frase. Christian le acarició el pelo.

—Lo sé. Gracias por estar aquí conmigo, por haberme acompañado a la Tierra. Aunque no te lo haya dicho hasta ahora, aunque no te lo demuestre, significa mucho para mí.

Victoria hundió el rostro en su pecho y rodeó su cintura con los brazos. No habló, y Christian no añadió nada más tampoco.

 

Había algo en la nieve que la calmaba y la consolaba. Tan blanca, tan pura... tan fría.

Shizuko cerró los ojos e inspiró profundamente. El aire helado le inundó los pulmones y la hizo sentir mejor.

Se encontraba en el porche de un pequeño refugio forestal en las estribaciones de una de las sierras interiores de Hokkaido. Hacía frío, mucho frío, por lo que no era probable que los molestaran.

De todos modos, los sheks solían estar al tanto y vigilaban el camino que llevaba hasta allí.

Por el momento, Shizuko y los suyos estaban a solas, y podrían trabajar sin que nadie los interrumpiese. Esa era una de las razones por las cuales habían elegido aquel lugar.

La segunda era que no se hallaba demasiado lejos de Wakkanai, el extremo más meridional de Japón, en cuyas costas habían estado ocultos los sheks todo aquel tiempo.

Pero la tercera y más importante de las razones eran las fuentes termales.

Los manantiales de agua caliente, que los japoneses llamaban onsen, abundaban en aquella zona de la isla. Los había de todos los tamaños, más accesibles o más recónditos, solitarios o agrupados. Aquel, en concreto, tenía el tamaño adecuado para lo que pretendían, no demasiado grande, pero tampoco muy pequeño, y redondo, casi perfectamente redondo. Shizuko se apoyó contra uno de los postes de madera del porche y contempló el vaho que emergía del agua. En torno al manantial habían trazado un hexágono de poder, rodeado de símbolos en idhunaico arcano que a la shek no terminaban de gustarle, puesto que era un lenguaje de los sangre-caliente. No obstante, no tenían otro. Los magos szish nunca habían poseído una cultura propia ni habían desarrollado una organización tan importante como la Orden Mágica de los sangrecaliente. El largo exilio de los sangrefría en Umadhun los había alejado de los dones de los unicornios, y el saber que pudieran haber acumulado en eras pasadas se había perdido.

Alzó la cabeza al ver a un shek deslizándose sobre la nieve, hacia el pozo. Su corazón se estremecía de nostalgia cada vez que contemplaba a una de aquellas criaturas, pero sus ojos no lo traslucían, y tampoco sus pensamientos. No en vano, seguía siendo la reina de los sheks, y debía mostrarse fuerte y segura de sí misma, incluso desde el interior de aquel ridículo cuerpo humano.

Contempló, pensativa, cómo el shek exhalaba su aliento sobre el agua caliente y lograba enfriarla hasta cubrir su superficie con una fina capa de hielo. Pronto, sin embargo, el hielo se rompió y se deshizo.

Llevaban varios días haciendo eso. No pretendían congelar el manantial, en realidad. Aquel agua procedía de las entrañas del planeta Tierra, y ponerla en contacto con el hielo de un shek de Idhún era tan sólo parte del hechizo que estaban tratando de llevar a cabo.

Shizuko sintió de pronto una presencia junto a ella.

«Has tardado», le dijo.

«No todo mi tiempo te pertenece», repuso él.

Shizuko no contestó. Christian avanzó hacia el manantial y se puso a trabajar.

Repasó el hexágono de poder y trató de transmitirle parte de su magia. También él llevaba días haciendo aquello. Tal vez cualquier otro mago habría logrado resultados mucho antes, pero eso a él no lo preocupaba. Sabía que, tarde o temprano, el tejido entre ambos mundos se debilitaría lo bastante como para que ellos pudieran crear lo que pretendían.

Una ventana entre ambos mundos.

Aquella, al menos, era la idea de Gerde. En tiempos de Ashran, Christian había cruzado la Puerta de uno a otro mundo a voluntad, sin ningún problema. Sin embargo, en aquellos desplazamientos se perdía mucho tiempo, por no hablar del hecho de que Christian ya no iba a estar tan disponible como antaño, y de que Gerde necesitaba que Shizuko se quedara en la Tierra. Las Puertas interdimensionales, por otro lado, se abrían y se cerraban, pero no permanecían estables. Lo que Gerde pretendía era crear una brecha que, aunque no se pudiese atravesar, sí sirviese de comunicación entre uno y otro lado, una ventana a través de la cual pudiese controlar lo que hacían sus criaturas sin necesidad de tener a Christian, o a la propia Shizuko, cruzando de un mundo a otro.

Observó a Christian, pensativa. El joven seguía trabajando en el hexágono que rodeaba el manantial, bajo el intenso frío, y bajo la atenta mirada del otro shek, que lo contemplaba con un mal disimulado desprecio. Aquel era Kirtash, el híbrido, el traidor. Shizuko se preguntó por qué estaba ahora con ellos. Yadebía saber que, en cuanto hubiese cumplido su tarea, lo matarían, a no ser que Gerde ordenase lo contrario (si es que realmente era ella la Séptima diosa: Shizuko aún tenía dudas al respecto, y si había accedido a llevar a cabo aquel plan era más por curiosidad que porque se sintiera realmente obligada a hacerlo). Y, si lo sabía, ¿por qué corría el riesgo?

Shizuko no podía dejar de admitir que aquel chico la intrigaba. Le gustaba tenerlo cerca, porque era muy semejante a ella, la única persona de su entorno que podía comprenderla. Pero, por otro lado, su presencia le inspiraba temor y rechazo. No solo porque veía en él un reflejo de lo que ella misma había llegado a ser, sino porque en su interior había algo que Shizuko encontraba extraño y diferente, y que no le gustaba.

Christian regresó del manantial para situarse de nuevo junto a ella.

«¿Cuánto tiempo más vamos a tener que esperar?», preguntó Shizuko.

Christian se encogió de hombros.

«No lo sé, pero no debe de faltar mucho ya».

El otro shek se quedó mirándolos fijamente desde el otro lado del manantial. El vaho empañaba su imagen, pero ambos entendieron muy bien el sentido de la mirada.

«No les gusta vernos juntos», comentó Shizuko, sin temor a que el otro shek captase sus pensamientos, puesto que la conversación entre Christian y ella era privada.

«Es normal», sonrió él. «Pero creo que lo entienden».

«Sí», asintió ella. «Y por eso tienen miedo».

Christian se volvió hacia Shizuko, con expresión hermética. Los dos cruzaron una larga mirada. Junto al manantial, el shek siseó, molesto, y se perdió por los estrechos senderos del bosque nevado.

 

Cuando Christian volvió, a altas horas de la madrugada, Victoria estaba en su cama, profundamente dormida. No obstante, no se había introducido entre las sábanas. Seguía vestida y se había tapado con la manta que ya era de ella. El joven se quedó mirándola, en silencio. Y Victoria debió de percibir aquella mirada, puesto que abrió los ojos y lo miró. Le sonrió, aún entre las brumas del sueño.

—Hola —susurró—. ¿Qué hora es?

—Muy tarde, supongo —respondió él, en el mismo tono de voz—. ¿Me has estado esperando todo el día?

Victoria asintió, aún sonriendo. Christian comprendió que se sentía tan feliz de estar junto a él, que no le importaba haberle aguardado tanto tiempo.

 




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