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Buenas y malas noticias 9 страница



Victoria se armó de valor, alzó la cabeza y dijo:

—Pues tendrás que asumirlo. —Trató de que su voz sonara firme, pero le temblaba un poco; no obstante, siguió hablando—. Tampoco a mí me gusta que te pongas en peligro, y sin embargo no te lo prohíbo ni tomo decisiones por ti.

Hubo un silencio tenso entre los dos.

—Supongo que tienes razón —dijo él por fin—. Es solo que no me gusta verte así.

Ella desvió la mirada.

—Ya me había dado cuenta.

Christian no dijo nada. Se irguió, dispuesto a marcharse. Victoria lo retuvo un momento. Había otra cosa de la que quería hablar con él.

—Vas a encontrarte con Gerde..., ¿no?

—Es posible, Victoria.

Tras un momento de vacilación, ella añadió:

—Ten mucho cuidado, Christian. Tengo un mal presentimiento.

El no respondió. Sostuvo su mirada, tanto tiempo que Victoria percibió con claridad las agujas de hielo de su conciencia clavándose en su alma. Apretó los puños de manera inconsciente, para dominar el terror irracional que se estaba apoderando de ella, pero no cerró los ojos ni desvió el rostro. Sintió los dedos de Christian acariciando suavemente su mejilla, apartándole el pelo de la cara. Se estremeció.

—Me tienes miedo, ¿verdad? —dijo él.

—Sí —respondió ella—. Pero... estoy dispuesta a enfrentarme a ese miedo y a superarlo.

Christian sonrió.

—Volveré —susurró.

Tomó el rostro de Victoria con las manos y besó sus labios, lenta y suavemente, acariciándolos con los suyos. Ella, un poco sorprendida, cerró los ojos y se dejó llevar, mientras una deliciosa sensación recorría su cuerpo en oleadas. Christian tuvo que sostenerla entre sus brazos, porque le fallaron las piernas. La sentó sobre la cama.

—Vaya —sonrió la joven, un poco avergonzada—. Últimamente soy un estorbo. —Empezó a tiritar y alargó la mano para coger una capa—. De repente, me ha entrado frío —murmuró, como excusándose, mientras se la echaba sobre los hombros.

Christian sonrió.

—Es normal —dijo—. Son los efectos secundarios que provoco en los...

—... humanos —completó ella con cierta amargura.

Christian no respondió. Salió de la habitación como una sombra, y ella no levantó la cabeza para mirarlo, ni dijo una palabra más. Cuando la puerta se cerró sin ruido tras el shek, Victoria cerró los ojos, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.

 

Jack lo aguardaba en la terraza.

—¿Y Victoria? —preguntó enseguida.

—La he dejado descansando. Demasiadas emociones para ella, supongo.

Jack lo miró con seriedad.

—Está mejorando, Christian. De verdad. Ha hecho muchos progresos; tendrías que haberla visto cuando despertó. Apenas podía hablar.

—¿Piensas que he perdido el interés por ella? —replicó Christian con calma—. No tendrás tanta suerte, dragón.

Jack le dedicó una sonrisa feroz.

—Pasas tanto tiempo lejos de ella que nadie lo diría —comentó, mordaz—. Lo cual me favorece a mí, obviamente.

El shek se acercó tanto a él que casi pudo sentir su helada respiración.

—Me voy porque temo que Victoria esté en peligro... y quiero averiguar qué clase de peligro es. Pero tú, que te quedas con ella, tienes la responsabilidad de protegerla de cualquiera que intente hacerle daño...

—¡Mira quién fue a hablar! —soltó Jack, estupefacto—. ¡Pero si la han atacado la única noche que tú has pasado con ella en cinco meses!

—...Y óyeme bien, dragón: si le pasa algo a Victoria, si sufre el más mínimo daño... te arrancaré las tripas —concluyó, con fría serenidad.

—No te imagino arrancando tripas, serpiente. No es tu estilo. Demasiado sanguinolento para tu gusto.

Christian se separó de él y le dirigió una mirada inescrutable.

—Todavía no me has visto enfadado —le aseguró con seriedad.

Una chispa de fuego de dragón se encendió tras los ojos verdes de Jack. Christian entrecerró los párpados y ladeó un poco la cabeza, tenso, como una cobra a punto de lanzar un mordisco.

Entonces, Jack respiró hondo y sonrió.

—Algunas cosas nunca cambian —comentó.

Christian se relajó, lentamente.

—Sí —coincidió por fin—. Y creo que es bueno que sea así.

Jack asintió. Christian inclinó la cabeza y echó a andar hacia la balaustrada, y momentos después la sombra de las alas del shek cubrió la Torre de Kazlunn. Jack lo vio marchar; cuando ya no fue más que un punto en la lejanía, sacudió la cabeza, preocupado, y fue en busca de Victoria.

 

Christian sobrevoló la costa de Kazlunn durante todo el día. Al atardecer divisó a lo lejos la alta silueta del monte Lunn, donde, según las leyendas, los dioses habían entregado la magia al primer unicornio, y dedicó un breve pensamiento a Victoria. Sin embargo, ya sabía que no era ese su objetivo. Aunque para entonces ya hacía rato que los hilos de su conciencia habían abandonado la mente de Yaren, a través de los ojos del mago había visto los troncos desnudos y retorcidos de los árboles de Alis Lithban, que se iban cubriendo de vegetación a medida que se acercaba a su corazón: la Torre de Drackwen. Las imágenes eran borrosas y confusas, y desfilaban ante sus ojos a toda velocidad. Esto hizo sospechar a Christian que, o bien el mago corría anormalmente rápido para ser un humano, o algo estaba tirando de él con violencia... y no poca impaciencia.

Al caer la noche alcanzó los límites del bosque, y se detuvo un momento a descansar y a reflexionar acerca de su destino.

Sabía que Yaren se dirigía hacia lo que quedaba de la Torre de Drackwen, que había sido el centro del imperio de Ashran. Christian no había pasado por allí desde la noche del Triple Plenilunio. Sabía, sin embargo, que Qaydar había enviado tiempo atrás a varias personas a mirar entre las ruinas, por si el cuerno todavía seguía allí. No habían encontrado nada, aparte de varios cadáveres humanos y szish, y los cuerpos de dos sheks que parecían haber muerto cuando el derrumbamiento de la torre, tal vez a causa de él. Christian sabía que uno de aquellos cuerpos era el de Zeshak, señor de los sheks. Y el otro correspondía a una hembra a la que Jack había llamado Sheziss. En su fuero interno, Christian sabía que él mismo estaba más relacionado con aquella pareja de lo que habría querido admitir; pero, simplemente, prefería no pensar en ello.

Entre los cuerpos humanos encontrados bajo las ruinas de la torre estaba el de Ashran. Se hallaba completamente calcinado y casi irreconocible, pero los magos habían determinado, finalmente, que se trataba de él. Y todo Idhún había exhalado un suspiro de alivio.

«Mal hecho», pensó Christian. «Tras el cumplimiento de la profecía, todos creen que la amenaza ha sido derrotada. Ignoran que la amenaza es la misma, pero bajo otra forma, y con otro nombre. Y mientras nadie sepa dónde hallar a esa amenaza, nadie puede detenerla. Ni siquiera los Seis, que no tienen modo de formular otra profecía a través de los Oráculos, porque no saben contra quién dirigir sus fuerzas. Y tal vez... era eso lo que él pretendía. Tal vez por eso se arriesgó. No le preocupaba la profecía: no mientras tuviera otro lugar donde esconderse».

Y quizá fuera mejor así. Porque, mientras nadie supiera nada acerca del paradero del Séptimo, los Seis no volverían a convocar a Jack y a Victoria a la lucha contra su enemigo. «Que solucionen ellos sus propios asuntos. Para cuando unos y otros se encuentren, Victoria y yo estaremos ya muy lejos».

Sin embargo, si sus sospechas resultaban acertadas, había un detalle que podía cambiarlo todo: sus planes acerca de Victoria, el curso del enfrentamiento entre divinidades, incluso su propia implicación en el mismo. Christian no tenía la menor intención de volver a dejarse implicar, pero estaba empezando a presentir que ya lo estaba... y hasta las cejas.

Estaba cansado tras el largo vuelo desde la Torre de Kazlunn, y también hambriento, por lo que deslizó su largo cuerpo de shek hasta el fondo del primer arroyo que encontró y dejó que el agua fresca limpiara sus escamas. Pescó varios peces y los engulló con rapidez. Aunque los sheks también comían carne, sentían cierta preferencia por el pescado. Cuando reptó fuera del arroyo, chorreando, sabía ya que aquella comida no le llenaría el estómago. Pero sí era suficiente para mantener su cuerpo humano, por lo que se metamorfoseó de nuevo y, tras sacudir la cabeza para secarse el pelo, se adentró en el bosque, sigiloso como un felino, en busca de la Torre de Drackwen: un corazón que ya no latía.

 

Aquella noche, de vuelta ya en el Oráculo, Shail volvió a soñar con una escena que todavía lo atormentaba de vez en cuando: la imagen de Alexander, transformado en bestia, ante el cadáver destrozado de su hermano menor. Cuando se despertó, empapado de sudor, y fue consciente de dónde se encontraba, se dio cuenta de que los aullidos que oía en sus pesadillas tenían una fuente real: un poco más lejos, Deimar, el sacerdote loco, gritaba en sueños.

Se levantó, todavía temblando, y examinó su pierna artificial a la luz de las tres lunas. Todo estaba correcto. Salió de la casa de Ymur, instalada en los restos de una enorme sala abovedada, lo que antes había sido, casi con toda probabilidad, el refectorio del Oráculo. Allí, el gigante había habilitado una vivienda improvisada con todo lo que necesitaba, que no era mucho, puesto que los gigantes eran seres austeros. Al fondo, sin embargo, en una pequeña cámara construida expresamente para ello, se hallaba lo que constituía la verdadera pasión de Ymur, y la razón por la cual permanecía en las ruinas del Oráculo.

Los libros.

En todos aquellos años, Ymur se había dedicado a rescatar todos los manuscritos que había podido de entre los restos del Oráculo. Algunos de los volúmenes estaban destrozados; de otros solo había podido encontrar unas pocas páginas. Pero lo que quedaba de la gran biblioteca del Oráculo estaba allí, en aquella estancia, y muchos de aquellos libros eran de un tamaño considerable: señal de que habían sido escritos por gigantes. El propio Ymur, considerado un erudito, era sin duda el autor de algunos de ellos.

Shail suspiró y salió al aire libre, rodeando el enorme cuerpo de Ydeon, que dormía tendido en el suelo, cerca de la entrada. El joven se envolvió más en su capa para protegerse del frío de Nanhai, y se acercó al rincón donde Deimar se revolvía en sueños, sin más abrigo que el de su andrajosa túnica.

Contempló el rostro del loco a la luz de las tres lunas, pensativo.

Súbitamente, Deimar se incorporó de golpe y aferró su muñeca con una mano que parecía una garra. Shail se echó hacia atrás, sobresaltado. Los ojos del sacerdote se clavaron en él, alimentados por un brillo febril.

—Nos miran —susurró Deimar, temblando.

—¿Qué? —pudo decir Shail—. ¿De qué hablas? ¿Quién nos mira?

Deimar señaló el cielo. Erea, la luna plateada, les sonreía desde allí, arropada por sus dos hermanas.

—¿Te refieres a...?

—Sssssshhh —cortó el loco, y bajó más la voz—. Ellos nos miran. Siempre. Todas las noches. ¿Pero sabes una cosa?

—¿Qué?

Deimar le hizo señas para que se acercase más. Shail obedeció, entre inquieto e intrigado. Entonces, el sacerdote susurró en su oído:

No nos ven.

Shail se separó de él, confuso.

—¿Hablas de los dioses?

Aquella palabra pareció trastornarlo, porque lo miró como si hubiese mencionado algo horriblemente espantoso y comenzó a lanzar aullidos de terror mientras trataba de golpearse la cabeza contra las rocas. Shail, alarmado, intentó detenerlo, con escaso éxito. Por fortuna, los alaridos del loco despertaron a los dos gigantes, que acudieron a ver qué sucedía. Momentos después, Deimar, con el rostro cubierto de sangre, se retorcía entre los poderosos brazos de Ydeon.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Ymur, perplejo.

Shail alzó la cabeza hacia él, sombrío.

—Ymur —dijo, sin responder a la pregunta—, dijiste que conociste a Deimar en el Oráculo. Dime, ¿cuál era su función allí, exactamente?

El gigante lo miró sin comprender.

—Era uno de los Oyentes, si no recuerdo mal. ¿Por qué lo preguntas?

Shail no respondió. Contempló un instante a Deimar, retorciéndose entre los brazos de Ydeon, y se dejó caer contra los restos del muro de piedra, temblando.

 

Jack se despertó, sobresaltado. En cuanto fue consciente de dónde se encontraba, alargó el brazo para asegurarse de que Victoria seguía allí, durmiendo junto a él. Se le paró un instante el corazón al comprobar que la muchacha se había esfumado.

Se levantó de un salto; un breve vistazo a la habitación le bastó para confirmar que Victoria no estaba en ella. A toda velocidad, se puso la camisa y salió corriendo al pasillo, aún descalzo.

Recorrió en silencio los lugares que solía frecuentar Victoria, preguntándose si debía de avisar a Qaydar... hasta que se le ocurrió, de pronto, dónde podía encontrarla.

El jardín trasero de la Torre de Kazlunn era una réplica en miniatura de Alis Lithban. Crecía allí el mismo tipo de vegetación, traída por los magos desde el bosque de los unicornios mucho tiempo atrás. Durante los quince años que había durado el asedio de los sheks, el verdadero Alis Lithban había ido agonizando poco a poco; pero los magos de Kazlunn habían logrado mantener con vida su jardín, que, al igual que la propia torre, les recordaba tanto a sus admirados unicornios. Tras la caída de la torre en manos de las serpientes, ni ellas ni Gerde habían levantado un solo dedo contra aquel jardín, que seguía tan bello y exuberante como siempre.

Y al fondo, junto al muro que se alzaba casi en el borde mismo del acantilado, los magos habían erigido un pequeño monumento en honor de Aile Alhenai, la poderosa hechicera feérica.

Jack se detuvo a pocos metros del bloque de piedra, con forma de hexágono, en el que habían inscrito el nombre de Aile y una breve oración a Wina, la diosa de la tierra. A los pies del monumento había una figura, vestida de blanco, de rodillas sobre la hierba. Jack suspiró, aliviado, y se acercó a ella en silencio.

—Deberían haber plantado un árbol —susurró Victoria sin volverse—. Sería su árbol, y viviría la vida que ella abandonó. ¿Qué sentido tiene poner su nombre en una piedra?

—Duran más —respondió Jack en voz baja, sentándose a su lado—. Así, su memoria perdurará durante mucho, mucho tiempo.

—Da igual; la piedra está muerta.

Jack la miró, y vio que tenía las mejillas bañadas en lágrimas. La abrazó para consolarla. Victoria hundió el rostro en su hombro y lloró allí largo rato. Jack recordó, de pronto, una escena similar, ocurrida varios años atrás (¿cuántos: tres, cuatro, cinco?), tras la muerte de sus padres. Entonces había sido Victoria quien lo había consolado a él: una desconocida, una niña de doce años. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces.

—No pude decirle adiós —sollozó ella—. Son tantas las cosas que no pude decirle...

—Lo sé, Victoria.

—Y no estuve allí. No estuve allí, Jack.

—Estuvimos haciendo otras cosas. Luchando contra Ashran, contra Zeshak.

—Pero no ha servido de nada.

Jack la abrazó con más fuerza.

—No tuvimos elección. ¿No crees?

Ella asintió, con un suspiro, y se recostó contra él. Al hacerlo, algo centelleó sobre su pecho a la luz de las lunas. Victoria lo vio, y sonrió.

—Todavía no te he dado las gracias por esto —dijo en voz baja, alzando ante él la cadena con la lágrima de cristal.

Jack le devolvió la sonrisa.

—Te has dado cuenta —murmuró.

—¿Cómo no iba a darme cuenta? Lo que pasa es que... si te soy sincera, me daba un poco de vergüenza decírtelo. Sabía que este colgante no era el mío, pero no estaba segura de que hubieses sido tú. Podría haber sido un regalo de Shail, o incluso del Archimago... aunque en el fondo sabía que era tuyo —añadió, bajando los ojos.

—El otro se te rompió —dijo Jack—, y pensé... bueno, ya puedes suponer lo que pensé.

—Muchas gracias, Jack. Es precioso, y voy a llevarlo siempre. Es más bonito que el que perdí.

Una sombra de angustia cubrió su rostro al recordar la mano de Ashran intentando llegar hasta ella, y cómo sus dedos se habían enganchado en la cadena, rompiéndola. Jack adivinó lo que pensaba.

—Deja de atormentarte de esa manera. Aquello llegó, y pasó. Y ha terminado.

Victoria lo miró fijamente.

—¿De verdad crees que ha acabado?

Jack le devolvió una mirada preocupada. Victoria temblaba como una hoja, parecía todavía débil y cansada, pero mostraba una actitud decidida y resuelta.

—No, no creo que haya acabado —admitió Jack—. Por eso tengo miedo por ti.

—Sé que tanto Christian como tú queréis ponerme a salvo —dijo ella—. Pero yo quiero luchar a vuestro lado, por vosotros...

—Resulta que no puedes hacerlo, Victoria. Pero pronto te pondrás bien, ya lo verás.

—¿Estás seguro? Sé que no lo crees de verdad, Jack. Sé que piensas que he dejado de ser un unicornio, que soy solo una simple humana...

—¿Y qué, si lo fueras?

Victoria se quedó sin habla.

—Han pasado muchas cosas desde que nos conocimos —prosiguió Jack, con los ojos fijos en los de ella—. Hemos vivido tanto juntos... tantas aventuras, tantas alegrías, tanto sufrimiento, tantas emociones... No es tan fácil borrar todo eso de un plumazo, Victoria. Seas humana, seas un unicornio o una mezcla de las dos cosas, da igual; sigues siendo Victoria. La chica de la que me enamoré.

Victoria abrió la boca, incapaz de pronunciar palabra. Jack seguía mirándola, y la muchacha sintió como si su corazón estallara en llamas de pronto. Tragó saliva, y el instinto le dijo que retrocediera. Pero no pudo moverse; quedó prendida en sus ojos verdes, mientras los suyos propios se llenaban de lágrimas de emoción. Jack no pudo evitarlo. Hundió los dedos en su cabello oscuro, le hizo alzar un poco más la cabeza y la besó con pasión. Victoria se quedó sin aliento; suspiró y respondió al beso, y los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

Los momentos siguientes fueron dulces e intensos a la vez, pero, ante todo, solamente suyos. Siguieron susurrándose palabras de amor al oído, compartiendo besos y caricias, a los pies del monumento dedicado a Allegra, hasta que Jack rompió el momento, separándose de ella, con un soberano esfuerzo de voluntad.

—Es tarde —dijo, mirándola con un intenso brillo en los ojos-; es mejor que volvamos ya.

Subieron en silencio, cogidos de la mano. El corazón de Victoria latía con fuerza, porque sentía algo extraño en el ambiente, una especie de tensión entre los dos. Todavía no estaba segura de qué debía decir, o cómo debía actuar, por lo que, cuando Jack cerró la puerta tras de sí y la besó suavemente, Victoria no opuso resistencia. Le echó los brazos al cuello, con cierta vacilación, y él volvió a besarla, esta vez con más entusiasmo.

—Te he echado de menos —le dijo al oído.

—Yo también a ti —susurró Victoria.

—Me gustaría quedarme contigo esta noche. ¿Puedo?

—Jack, ya duermes a mi lado todas las noches —dijo, aunque intuía que él no se refería a eso.

Pese a que Victoria no le había dado una respuesta, Jack la empujó sin brusquedad hasta la cama. La chica dejó escapar un jadeo ahogado cuando lo sintió tenderse sobre ella. Tenía miedo, pero el deseo de seguir junto a Jack era más fuerte que su temor. Respondió a sus besos y a sus caricias, sintiendo que el fuego de él la envolvía y le abrasaba la piel y, a mismo tiempo, daba calidez a su corazón. Dejó escapar un quejido de angustia.

—Jack... —murmuró, y en su voz había un tono distinto, una mezcla de anhelo y temor que hizo que él reaccionara. Se separó un poco de ella, como si despertara de un sueño, y la miró a los ojos, muy serio.

—¿Qué? ¿Todavía me temes? —preguntó—. ¿Quieres que me vaya?

Victoria cerró los ojos un instante, todavía temblando como una hoja. Su alma se estremecía de amor por Jack, pero, al mismo tiempo, el fuego del dragón la intimidaba.

—Si no te sientes bien, dímelo —susurró él en su oído—. Sé que estos días estás... bueno, mucho más sensible, y no quiero aprovecharme de ello, así que, por favor, sé sincera.

Ella acarició el cabello rubio de él. Tragó saliva. Lo miró a los ojos, aquellos ojos verdes que brillaban en la penumbra. En aquel momento, el corazón de Victoria latía por y para Jack. Aquel momento era solo de ellos dos, y de nadie más.

—No, Jack —dijo, y su voz fue apenas un murmullo, pero estaba teñida de amor—. No te vayas, por favor.

Jack sonrió y volvió a besarla, y Victoria se entregó a su beso, bebiendo de él como si fuera la primera vez que sus labios se encontraban.

 

Christian se pegó al tronco musgoso de un árbol, con el sigilo de una sombra. Incluso aunque Yaren se hubiera dado la vuelta para mirar al lugar donde se ocultaba, no lo habría visto.

Pero no lo hizo. El mago se había detenido en un claro del bosque, y estaba hablando con tres personas más, dos szish y un humano; parecían estar esperando algo... o a alguien. Christian dio un paso atrás para ocultarse aún más entre las sombras. Si estaban receptivos, los szish podían intuir su presencia, la presencia de un shek, uno de sus señores. Pero el joven dudaba de que fueran a obedecerle. Sospechaba que ahora servían a alguien más poderoso.

En aquel momento, alguien más entró en el claro. A la luz de las antorchas, Christian vio que se trataba de otros dos hombres-serpiente. Uno de ellos era muy joven, prácticamente un muchacho, y temblaba de puro nerviosismo.

—Ya era hora —comentó Yaren.

—No llegamosss tan tarde —dijo uno de los recién llegados, el de más edad—. No sssomosss losss últimosss en aparecer.

—No —concedió otro de los szish; examinó al muchacho de arriba a abajo—. Es demasiado joven, Isskez —le dijo en la lengua de los szish, que Christian comprendía a la perfección—. No sé si estará a la altura.

—Viene del clan de Sozessar —replicó el primero en la misma lengua—. En las marismas de Raden. Ha superado todas las pruebas. Es el indicado.

—Eso tendrá que decidirlo ella.

Christian entrecerró los ojos.

Había, sin embargo, otro asunto, en un rincón de su conciencia, que requería su atención. Algo acerca de lo que su mente percibía, a través de Shiskatchegg. Tenía que ver con Victoria y sus sentimientos. Brevemente, Christian contactó con las sensaciones que le transmitía el anillo. Le bastó apenas un instante de concentración para saber lo que estaba pasando entre Jack y Victoria.

Imperturbable, cerró las puertas de su conciencia al vínculo del anillo, como ya había hecho en una ocasión, tiempo atrás, cuando Ashran lo había torturado hasta el punto de ahogar su parte humana. Entonces, Victoria había perdido el contacto con él y lo había creído muerto. No sabía que el shek había roto aquel vínculo voluntariamente, porque quería echarla de su corazón y de sus pensamientos; porque ella era, de nuevo, una enemiga para él.

En esta ocasión volvió a hacerlo, pero por motivos muy distintos: Victoria estaba con Jack y necesitaba intimidad. Y, aunque seguía llevando puesto el anillo, Christian sabía que en aquellos momentos debía retirarse discretamente y dejarla a solas con él. Ya restauraría el vínculo por la mañana.

Se concentró de nuevo en los individuos del claro. Permanecían en silencio, esperando, y parecían nerviosos. Christian esperó con ellos.

 

—Hacía muchos años que no escuchaba tanta blasfemia junta —dijo Ymur, molesto—. Supongo que se debe a que eres un mago. Los magos siempre os habéis creído con derecho a ser más irreverentes que el resto de los mortales.

—Todo esto me lo contó una sacerdotisa —replicó Shail, muy serio—. Y el propio Ha-Din lo confirmó ante medio centenar de personas en la Torre de Kazlunn. Cuando llegue la delegación del Oráculo de Awa, sus sacerdotes ratificarán mis palabras. Hace ya meses que los Oráculos perdieron contacto con los dioses. Y no porque los dioses ya no hablen, sino porque hablan... demasiado.

Ymur frunció el ceño y echó un vistazo a Deimar, que yacía en el suelo, cerca de ellos; Shail le había aplicado un hechizo tranquilizante, pero el sacerdote todavía murmuraba cosas ininteligibles y sufría extraños espasmos de vez en cuando.

—¿Quieres decir que la voz de los dioses lo ha vuelto loco?

Shail asintió.

—Sabemos que, tras la destrucción del Gran Oráculo, Deimar abandonó Nanhai. Seguramente fue a refugiarse al bosque de Awa y se quedó con el Venerable Ha-Din y sus sacerdotes. En cuanto el nuevo Oráculo de Awa empezó a funcionar, reanudó allí su trabajo como Oyente. Por lo que me han contado, en los últimos tiempos el mensaje divino ha dejado sordos a varios sacerdotes y ha hecho enloquecer por lo menos a otros dos. Deimar debe de ser uno de ellos.

 




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