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Buenas y malas noticias 8 страница



—Es porque aún no he renovado su magia.

—¿Puedes hacer eso?

—Es una de las pocas cosas que sé hacer —suspiró ella—, y no precisamente gracias a Qaydar. Fue Tanawe quien me enseñó. Observa.

Jack contempló, entre inquieto y maravillado, cómo la dragona cobraba vida bajo el conjuro de Kimara, cómo estiraba las garras y levantaba un poco las alas, cómo alzaba la cabeza y se lo quedaba mirando. Retrocedió un paso, por si acaso, pero no sintió la atracción que había experimentado la tarde anterior. «Será porque ahora estoy en mi cuerpo humano», pensó.

—Es bonita, ¿verdad? —dijo Kimara, orgullosa.

—Es preciosa, Kimara. Pero no es de verdad.

Las últimas palabras las pronunció con un tono más seco del que pretendía en realidad. Kimara lo notó y se volvió hacia él, comprendiendo, de golpe, cuál era el problema.

—Ah... es cierto —dijo—. No hay más dragonas... ninguna para ti.

Jack hizo una mueca, un poco molesto por la observación. Kimara clavó en él sus ojos de fuego y se le acercó para hablarle en voz baja.

—Y lo único que te queda es un unicornio al que has de compartir con un shek —susurró—. Comprendo que necesites algo más.

Cruzaron una larga mirada. Jack no necesitaba que la semiyan le aclarase nada más. Respiró profundamente y la separó de sí con delicadeza.

—No necesito nada más, Kimara —le dijo con firmeza—. Ya hablamos de esto una vez. Me gustas, te tengo mucho cariño y te admiro, porque eres franca, hermosa y valiente. Pero no te amo. Y yo no quiero mantener una relación de ese tipo con alguien a quien no amo, por mucho que me atraiga. No quiero engañarte en eso.

Ella le dedicó una sonrisa.

—Ya lo sabía. Pero me extraña que sigas pensando igual que entonces, cuando es obvio que Victoria no actúa como tú. Y no es una crítica, solo una observación —se apresuró a aclarar, temiendo haberlo molestado. Jack le dirigió una mirada de reproche, pero se limitó a responder:

—En eso te equivocas. En este aspecto, Victoria y yo pensamos y actuamos igual. Tampoco ella mantendría una relación con alguien a quien no amase.

—¿Lo ama de verdad? Me sorprende que alguien pueda sentir algo hacia esa serpiente.

—¿Verdad que sí? —la apoyó Jack, burlón—. Además, yo soy mucho más guapo que él.

Kimara tardó un momento en darse cuenta de que estaba de broma. Ambos se echaron a reír, pero él se puso repentinamente serio.

—Lo que hay entre los tres —dijo—, el amor, el odio, es algo que solo nos atañe a nosotros. Y es algo complicado y muy poderoso, que nos ha llevado a hacer grandes cosas y a cometer grandes locuras. Nadie más debería mezclarse en esto, por la simple razón de que podría salir malparado. Y porque, al fin y al cabo, es asunto nuestro, y de nadie más.

Kimara captó la advertencia. Intimidada, se volvió hacia la dragona y le palmeó el flanco.

—He de marcharme ya —dijo, cambiando de tema—. Deséame suerte en Kash-Tar, y haz algo por tu parte, o te vas a oxidar.

—Haré algo por mi parte —prometió Jack—. Pero todavía no sé el qué.

Regresar a la Tierra con Christian y Victoria le parecía la opción más atractiva. Pero, por alguna razón, sentía que si se iba los estaría traicionando a todos. «¿Qué otra cosa puedo hacer, si no?», se preguntó. «Están equivocados; siguen peleando contra los sheks, cuando ellos no son la amenaza ahora. Pero, ¿cómo enfrentarse a un dios?».

Atrajo hacia sí a la semiyan y le dio un fuerte abrazo de despedida.

—Cuídate, y no hagas locuras. Ah, lo olvidaba —se separó de ella para mirarla a los ojos—. Si en algún momento ves algo extraño, algo inexplicable...

—¿Como qué?

—Como una montaña temblando, por ejemplo... bueno, algo muy grande pero que parece que no está ahí... Si te topas con algo que te asombra y te asusta mucho, que no sabes qué es y contra lo que no sabes cómo luchar... da media vuelta y sal corriendo.

—¿Por qué? ¿De qué me estás hablando, Jack?

—Te lo contaría, pero no me creerías. Si te encuentras con alguno de ellos, lo sabrás, y entonces recordarás lo que te he dicho. Y, por lo que más quieras, si se diera esa circunstancia, hazme caso: no te quedes a ver qué es; simplemente corre en dirección contraria, lo más rápido que puedas.

—Me estás asustando, Jack.

—Sí, eso es exactamente lo que pretendo.

Y esta vez no bromeaba. Kimara se apartó de él, temblando ante la seriedad y la intensidad de su mirada. Trepó hasta la escotilla superior de la dragona y, desde allí, se volvió hacia Jack por última vez.

—Espero que volvamos a vernos —dijo.

Jack sonrió.

—Yo también. Mucha suerte, Kimara.

Momentos más tarde, la dragona de Kimara se elevaba hacia el cielo nocturno, alejándose de la Torre de Kazlunn.

 

Victoria abrió los ojos de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza. Había tenido una pesadilla. Se incorporó un poco, intentando serenarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba sola en la habitación. «Qué raro», pensó. Jack solía dormir a su lado todas las noches. Recordó que la tarde anterior la había dejado a solas con Christian. Estaba claro que Jack aún no había regresado. y que el shek tampoco se había quedado junto a ella. Y, aunque lo echó de menos, quiso considerarlo una buena señal: estaba mejorando y no necesitaba que cuidaran de ella constantemente.

Se dio la vuelta para seguir durmiendo cuando detectó un movimiento junto a la ventana. Se volvió, con cautela.

—¿Christian? —susurró, pero enseguida se dio cuenta de que no podía ser él. Hacía calor en la habitación.

Inquieta, retiró la sábana y puso los pies en el suelo. Su mirada se fue involuntariamente al rincón donde descansaba el Báculo de Ayshel; recordó entonces que no podía tocarlo, y se obligó a no pensar en ello.

—¿Quién está ahí? —preguntó, en voz un poco más alta.

Avanzó hacia la ventana y se asomó con cautela, pero no vio a nadie.

De pronto, algo la sujetó con fuerza por el cuello. La joven trató de gritar, pero no pudo. La arrojaron al suelo con violencia; ella no tenía fuerzas para resistirse.

—Vaya —le susurró una voz que conocía, pero que hacía tiempo que no escuchaba—. Así que no puedes levantarte, ¿eh? ¿Qué ha sido del poderoso unicornio al que nadie era capaz de mirar a los ojos? Ya no tienes ese porte tan arrogante, ¿verdad? Ya no puedes mirar a los mortales por encima del hombro. Y ya nadie tiene que suplicarte para que le entregues tus dones... porque ya no tienes nada que entregar.

La voz seguía siendo en esencia la misma, ligeramente burlona, pero ahora sonaba rota y llena de amargura, y hablaba con lentitud, como si sufriese al pronunciar cada palabra. Victoria levantó a duras penas la cabeza. El desconocido se retiró la capucha, y la luz de las tres lunas bañó su rostro.

Era él, como había temido. Las mismas greñas de cabello rubio oscuro, la barba de varios días, el mismo tipo de atuendo, casual y descuidado, con aquellos pantalones desgastados, aquella amplia camisa, aquellas botas altas. Pero en sus ojos grises había un rastro de oscuridad y sufrimiento que a Victoria le resultó dolorosamente familiar.

—Yaren —murmuró.

El mago le dedicó una sonrisa torcida.

—Me recuerdas. Qué sorpresa.

—Te... te entregué la magia —murmuró Victoria—. No podría haberte olvidado. Ni podré olvidarte nunca.

—Me entregaste angustia, dolor y tinieblas, oh, poderosa dama Lunnaris —replicó él, cortante.

—Te di lo único que poseía entonces.

—Mientes. —La agarró con rudeza por el cuello y tiró de ella hasta hacerla quedar de rodillas—. ¿Crees que no he oído lo que cuentan los cantores de noticias? Hay otra más, una mujer yan. Dicen que pilota dragones. Y dicen también que es una nueva maga. Le diste la magia a ella, una magia buena, limpia. Le diste la oportunidad de estudiar en la Torre de Kazlunn, con el Archimago Qaydar. ¿Por qué no pudiste darme eso a mí?

—No era buen momento... —empezó Victoria, pero no pudo continuar, porque él clavó las uñas en su cuello, inyectándole una energía que le hizo lanzar un grito de dolor.

—¿Sientes eso? —susurró Yaren, con una sonrisa siniestra—. Es esa magia sucia y podrida que me diste. Esto es lo que hay en mi alma, Lunnaris. Y este tormento te lo debo a ti.

Volvió a lanzarla contra el suelo. Victoria contuvo un quejido.

—Entonces es verdad que has perdido tu poder, y que ya no eres más que una cría debilucha y asustada —dijo el mago—. Acudía a ti, una vez más, con la esperanza de que me limpiaras por dentro. Pero ya veo que... una vez más... no vas a poder hacer nada por mí. Así que, si ya no sirves para nada, ¿qué sentido tiene que sigas con vida?

Se inclinó junto a la chica, la agarró del pelo y tiró de ella hasta que su rostro quedó frente al de él. Victoria reprimió una mueca de dolor.

—No rehuyas mi mirada, Lunnaris —le ordenó el mago con dureza—. ¡Atrévete a mirar a los ojos de tu creación!

Victoria jadeó, pero obedeció. Y vio, en los ojos de Yaren, una espiral de tinieblas, odio y sufrimiento tan intensa que se le encogió el corazón de miedo y de dolor.

—¿Qué tienes que decir al respecto? —siseó el mago, con una torva sonrisa.

Victoria sostuvo su mirada con seriedad.

—Estaba convencida de que moriría aquella noche —dijo—. Y sabía que no era un buen momento, pero si no te entregaba la magia entonces, nadie más podría hacerlo nunca. Eso fue lo que tú mismo dijiste, ¿no te acuerdas? Que, cuando yo muriese, tu sueño moriría conmigo. La magia era lo que más deseabas, ¿no?

Los rasgos de Yaren se contrajeron en una feroz mueca de odio.

—¿Y esto fue lo único que pudiste compartir conmigo?

—Es... un reflejo de lo que había en mi propia alma entonces. Eso es parte de lo que yo sentía. No había nada más dentro de mí.

—No te creo. Yo confié en ti... Fui tu guía y tu compañero de camino... y así me lo pagaste.

Sus dedos se cerraron en torno a la garganta de Victoria, que manoteó, desesperada.

Fue entonces cuando llegó Christian. Irrumpió en el cuarto como una exhalación; Yaren lo vio venir, y retrocedió de un salto. Victoria cayó al suelo, respirando por fin, mientras Christian descargaba a Haiass sobre el cuerpo del mago. Pero la espada legendaria fue detenida por un escudo invisible.

Yaren dio otro paso atrás y extrajo su propia espada de la vaina. Los dos rivales se estudiaron mutuamente.

—Oh —dijo el mago, esbozando otra de sus sesgadas sonrisas—. Yo sé quién eres. «El hombre al que he de matar» —recitó, imitando la voz de Victoria—. ¿Qué pasa? ¿Ahora defiendes a la chica que paseó una espada por medio continente jurando que estaba destinada a ti? Ahora resultará que tanto dolor que decía que sentía, tanto odio... no era más que una estúpida pelea de enamorados.

Christian entrecerró los ojos, pero no dijo nada. Con un movimiento felino, avanzó hacia Yaren, raudo como el pensamiento, para atacar de frente... pero hizo un quiebro en el último momento y lanzó una estocada lateral, buscando el punto donde la pantalla mágica no se había cerrado del todo. Yaren lanzó una exclamación de alarma y saltó hacia atrás, esquivando por los pelos la espada del shek. Interpuso su espada entre ambos, pero aquella arma no tenía nada que hacer contra el helado poder de Haiass. Consternado, el mago vio cómo su espada se partía en dos. Momentos después, era la mano de Christian la que rodeada su cuello, impidiéndole respirar.

—¡Christian, no! —gritó Victoria.

Christian entornó los ojos y clavó su mirada de shek en Yaren. Victoria se levantó a duras penas y volvió a gritar:

—¡Christian, déjalo! ¡No lo hagas!

Yaren se había quedado paralizado de terror, con los ojos fijos en los iris de hielo de Christian. De pronto, el shek soltó al mago, que cayó de rodillas sobre el suelo, boqueando, y retrocedió un paso.

—No es posible —susurró.

Yaren respiró y alzó la cabeza hacia él, con una sombra de ironía latiendo en sus ojos grises.

 

—¿Asustado, Kirtash? —sonrió—. Haces bien en estarlo.

Christian reaccionó. Alzó a Haiass de nuevo y arremetió contra él... pero Yaren se esfumó en el aire.

Victoria avanzó unos pasos hacia Christian, cojeando. El shek se volvió hacia ella, y la joven se detuvo, con el corazón encogido, al detectar algo parecido al miedo pintado en su expresión, habitualmente impasible.

 

 

IV

Cuestión de lealtades

 

Era muy temprano cuando Ymur y Shail partieron hacia las cuevas del este, donde se ocultaba la criatura a quien los gigantes llamaban «el hombre-bestia». Llegaron a su destino cuando el primero de los soles alcanzaba ya su cénit.

Shail sabía que aquellas cavernas estaban bajo la vigilancia de varios gigantes, pero no llegó a verlos, a pesar de que escudriñó con atención las laderas de las montañas cercanas. Descubrió varias rocas sospechosas pero, aunque las observó con atención, no vio moverse a ninguna de ellas. Podían ser realmente rocas, o no. Los gigantes eran una raza paciente.

No le extrañó, tampoco, que nadie tratara de impedirles acercarse a la cueva donde moraba el hombre-bestia. Los vigilantes estaban allí para cuidar de que la criatura no se alejara de aquella zona. Pero, si alguien quería acercarse a ella, era asunto suyo, y no de los gigantes.

Ymur se detuvo ante la boca de una caverna cercada de carámbanos de hielo.

—Es aquí.

Shail ejecutó un sencillo hechizo de esfera luminosa para ver en el interior. Llegó a distinguir una forma que se movía por el fondo de la caverna.

—¿Alexander? —tanteó.

Solo obtuvo un gruñido por respuesta.

—¡Alexander! Soy Shail. Si eres tú, por favor, sal a la luz. Llevo mucho tiempo buscándote.

—Pues ya me has encontrado —replicó desde dentro una voz ronca y rota—. Y ahora, vete.

Shail respiró hondo.

—Es él —le dijo a Ymur—. Alexander, voy a entrar —anunció.

No recibió respuesta. Con un suspiro resignado, el mago entró en la caverna. La esfera luminosa flotaba en torno a él, alumbrando su camino.

La figura que se agazapaba en el fondo de la cueva alzó la cabeza y lo miró, parpadeando. Sus ojos estaban inyectados en sangre y lo espiaban entre un revoltijo de sucios cabellos grises.

—Vete —dijo Alexander—. Tú no eres Shail. Eres un fantasma.

—Soy real —repuso el mago—. ¿Qué te hace pensar eso?

—Caminas con dos piernas.

Shail rió suavemente. Se levantó el bajo de la túnica y se remangó la pernera de pantalón para que Alexander pudiera ver su pierna artificial. El hombre-bestia le echó un vistazo, lo miró de nuevo y luego volvió a encogerse sobre sí mismo.

—Mírate, estás en un estado lamentable —dijo el mago—. Con esas greñas y esos harapos. Ya sé por qué los gigantes te confundieron con una bestia. Y no tiene nada que ver con los plenilunios.

—Vete —repitió Alexander.

—Esta no es una conducta propia de un príncipe heredero de Nandelt —replicó Shail, con más severidad.

—¡Yo no soy príncipe de nada! —estalló Alexander, con una violencia que sobresaltó a Shail y lo hizo retroceder—. ¡De nada!, ¿me oyes? Asesiné a mi propio hermano. No soy digno de volver a poner los pies en mi tierra.

—Esa noche no eras tú. Las lunas...

—¡Al diablo con las lunas! Si no soy capaz de controlarme a mí mismo, ¿cómo puedo soñar con gobernar un reino?

Shail calló durante un momento. La esfera luminosa seguía bailando a su alrededor, y el mago la detuvo con un gesto de su mano. La luz bañó los rasgos de Alexander, que le gruñó amenazadoramente, enseñándole todos los dientes.

—Apaga eso —ladró.

Shail ignoró su petición y lo observó, pensativo.

—Covan, el maestro de armas de la Fortaleza, va a ser coronado nuevo rey de Vanissar —dijo en voz baja—. El y el líder rebelde, Denyal, fueron testigos de tu transformación en el bosque. Te han acusado de fratricidio ante todo el reino.

—¿Y qué? No mienten.

—Tienen intención de desterrarte.

—Hacen bien.

Pero Shail negó con la cabeza.

—No lo entiendes. Para la mayoría de la gente eres el héroe que reconquistó Nurgon y que guió al ejército de Vanissar a la victoria ante las serpientes. Todos saben que ni los caballeros de Nurgon, ni Denyal y sus Nuevos Dragones eran gran cosa hasta que tú regresaste del otro mundo para liderarlos. Piensan que Covan quiere usurpar tu reino, y que Denyal lo apoya simplemente porque está celoso de que le quitaras protagonismo. Jura que le arrancaste un brazo de cuajo...

—... y es verdad...

—... pero dime, Alexander, ¿quién va a creerlo? Después de la muerte de tu hermano el trono se ha quedado vacante. Medio reino quiere que seas tú quien lo ocupe. El otro medio cree que Covan sería una mejor opción.

—Y es cierto. Covan será un buen rey Mejor que yo, en cualquier caso.

—Entonces vuelve y dilo. Di que renuncias al trono. Mientras sigas desaparecido, habrá en Vanissar gente dispuesta a creer que Covan y sus partidarios te mantienen secuestrado, o peor aún, que te han asesinado para que no reclames el trono. Vanissar se halla a las puertas de una guerra civil, Alexander.

El joven no respondió. Shail empezaba a impacientarse.

—¿Qué diría Jack si te viera así?

—¿Qué más da? Está muerto.

«Es verdad, no lo sabe», recordó Shail de pronto.

—No, Alexander, no lo está. Jack está vivo.

—Ahora sí que estoy convencido de que eres una alucinación.

—No murió en los Picos de Fuego —insistió Shail—. El y Victoria se enfrentaron a Ashran en la misma noche del Triple Plenilunio, en la Torre de Drackwen, mientras nosotros peleábamos en el bosque de Awa. Y lo vencieron. Hicieron cumplir la profecía. El Nigromante está muerto, y los sheks han sido derrotados.

Alexander sacudió la cabeza.

—No te creo. Sólo eres una ilusión que viene a torturarme con falsas esperanzas. Márchate de aquí y no vuelvas.

—Pero...

—¡MÁRCHATE! —bramó Alexander, y se abalanzó sobre él, furioso, con los colmillos por delante.

Shail dio un salto atrás, asustado, y la esfera de luz parpadeó, temerosa, y se apagó. Shail aún pudo ver los ojos de Alexander reluciendo en la oscuridad antes de dar media vuelta y salir corriendo de allí.

Se detuvo en la entrada de la caverna y se volvió para echar un vistazo al interior. Alexander volvía a retirarse a su rincón oscuro.

—Si vieras a Jack con tus propios ojos, ¿me creerías? —le gritó.

—Déjame en paz —gruñó él desde dentro.

Shail cruzó una mirada con Ymur.

—No cabe duda de que es humano —dijo el sacerdote—. Nos limitaremos a vigilarlo, pues.

—Volveré en otro momento —murmuró el mago, todavía conmocionado—. Puede que dentro de uno o dos días se muestre más razonable.

 

—¿Me estás diciendo que no pudiste con un simple mago? —exclamó Jack—. ¿Que se te escapó de entre las manos?

Christian sacudió la cabeza.

—Más o menos; es que mientras me introducía en su mente vi algo muy extraño en sus recuerdos.

Calló y dirigió una rápida mirada a Victoria.

—Podéis hablar delante de mí —protestó ella—. Me habré vuelto más débil, pero no soy tonta. Ni soy una niña.

—No te enfades —dijo Jack, abrazándola con cariño—. Además, la culpa es del shek; le dejo contigo y no se le ocurre otra cosa que dejarte sola —lanzó a Christian una mirada asesina—. ¿Se puede saber dónde estabas?

—No es asunto tuyo, dragón.

—Victoria es asunto mío, y esta noche estaba bajo tu responsabilidad. Sabes cómo se encuentra y que aún no está en condiciones de defenderse ella sola. Si no eres capaz de protegerla del primer psicópata que entre por la ventana...

—Basta ya, por favor —intervino ella—. No hace falta que os peleéis. No quiero ser una carga para nadie y, al fin y al cabo, no me ha pasado nada grave.

Christian le dirigió una media sonrisa.

—Le otorgaste la magia a ese tipo, ¿verdad? —le preguntó con suavidad—. ¿Cuándo fue eso?

—Cuando vine aquí para luchar contra ti.

—Un momento —los detuvo Jack—. ¿Quieres decir que hay más magos consagrados por Victoria? ¿Más magos aparte de Kimara?

—Uno más —explicó ella—. ¿Recuerdas que cuando llegamos aquí, antes del Triple Plenilunio, te pedí que me ayudaras a buscar a alguien que me había seguido hasta la torre, alguien a quien al final no encontramos? Era Yaren. Un semimago que me acompañó durante un tiempo, mientras buscaba a Christian. Me suplicó cientos de veces que le entregara la magia, y lo hice por fin, pero... no salió como él esperaba.

No dijo nada más. Sin embargo, tanto Jack como Christian recordaron cómo, tras la supuesta muerte del dragón, la luz de Victoria se había trocado en una oscuridad terrible y mortífera.

Y era eso, comprendieron enseguida, lo que la joven le había transmitido al semimago.

—Ha estado aprendiendo de alguien —hizo notar Christian, evitando hablar de la naturaleza del nuevo don de Yaren—. Una cosa es tener el poder, y otra, muy distinta, saber usarlo. Y realizó un hechizo de protección y otro de teletransporte.

—¿Quieres decir que tiene un maestro?

—O una maestra —asintió Christian en voz baja.

Jack y Victoria cruzaron una mirada.

—¿Alguien a quien conozcas? —preguntó Victoria con cierta timidez.

Christian tardó un poco en responder.

—Alguien a quien conocemos los tres —dijo por fin a media voz; alzó la cabeza para mirarlos—. La imagen de Gerde aparecía en sus recuerdos recientes.

Reinó un silencio estupefacto.

—¿No dijiste...? —empezó Victoria, pero no pudo continuar. Jack lo hizo por ella:

—Dijiste que la habías matado —sonó como una acusación, y Christian se irguió.

—La maté —confirmó, imperturbable, clavando en Jack su fría mirada—. Pero últimamente la gente a la que mato tiene la irritante costumbre de permanecer con vida.

Jack le devolvió una sonrisa socarrona.

—Está claro que estás perdiendo facultades —lo provocó.

—Tendré que practicar más, entonces. Y ya veo que estás deseando ofrecerte voluntario.

—Parad ya, los dos —ordenó Victoria; ambos jóvenes se volvieron hacia ella, a una, y la chica bajó la cabeza con brusquedad, intimidada por la fuerza de su mirada—. Por favor —añadió en voz más baja.

—Bien, puede ser que me haya equivocado —prosiguió Christian—. Pero, si no es así, y Gerde...

—Si la mataste no puede estar viva —insistió Jack.

—Ya lo sé. Y eso me lleva a una serie de conclusiones preocupantes. —Se levantó de un salto—. Voy a rastrear a ese mago, a ver qué consigo averiguar. Si mis sospechas son ciertas...

No dijo nada más. Pero Jack tenía una ligera idea de lo que quería decir, y Victoria decidió que prefería no saberlo.

—¿Cómo vas a rastrearlo? —quiso saber Jack. Christian dejó escapar una sonrisa siniestra.

—El vínculo mental que establecí con él cuando lo miré a los ojos sigue activo. Una parte de mi conciencia sigue dentro de su mente: aunque él no lo sepa, durante un rato podré ver lo que él ve, si me concentro lo suficiente. Pero no durará mucho, así que he de marcharme ya.

—¿Tan pronto? —se le escapó a Victoria. Christian la miró, y ella se sonrojó un poco.

Jack los miró alternativamente a ambos y dijo:

—Os espero en la terraza.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Victoria se levantó, con cierto esfuerzo.

—Ya sé que no vas a escucharme —dijo—, pero tengo que pedírtelo una vez más: no hagas daño a Yaren.

—Te odia, Victoria. Intentará matarte otra vez, si tiene ocasión.

—Lo sé. Pero no es un mago cualquiera, sabes... Fui yo quien le otorgó el don de la magia. El es ya parte de mí, igual que Kimara. Aunque ellos no lo sepan, o no lo sientan como yo.

Christian le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Sientes ese vínculo todavía? ¿O son restos de la conciencia de Lunnaris?

Victoria titubeó.

—No lo sé. Pero, por si acaso... si vuelves a toparte con él... recuerda lo que te he pedido, ¿vale?

—No puedo prometerte nada —respondió él tras un breve silencio.

Victoria respiró hondo.

—Tienes que dejar de hacer eso —murmuró—. Te agradezco que te preocupes por mí, pero no puedes ir por ahí matando a todas las personas que me odian o que pueden suponer un peligro para mí. Hay cosas que debo solucionar yo sola, ¿entiendes?

El la miró largamente.

—Eres demasiado compasiva, Victoria —dijo entonces, y su voz sonó tan fría que ella tuvo que reprimir un estremecimiento—. Puede que algún día eso te traiga consecuencias irreparables.

—Tal vez —admitió Victoria en voz baja—, pero sigue siendo mi decisión. Tienes que acostumbrarte a que tengo derecho a decidir si quiero correr riesgos... y a asumir sus consecuencias.

Christian sacudió la cabeza.

—Vi lo que pasó la última vez que decidiste arriesgarte, y no me gustó.

 




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