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Buenas y malas noticias 2 страница



—Perfectamente —repuso Christian con una media sonrisa.

Shail iba a preguntarle algo más, pero fue interrumpido por Ydeon, que entró en la estancia con su pesado andar habitual. Su rostro pétreo, sin embargo, mostraba una profunda huella de preocupación.

—Vosotros dos, venid a ver esto —dijo.

Christian se levantó de un salto y lo siguió con paso ligero. Shail tardó un poco más en alcanzar su bastón y ponerse en pie.

Se reunió con ellos en el taller de Ydeon. Hacía mucho calor allí, demasiado para su gusto, y demasiado también para cualquier shek. Christian lo soportaba estoicamente, sin embargo. Había colocado la palma de la mano sobre una roca plana.

—¿Lo notas? —decía Ydeon.

El shek asintió.

—Es una vibración. ¿Significa algo para ti?

—Es un mensaje de socorro.

—¿Un mensaje de otro gigante? —preguntó Shail, que sabía que la raza de Ydeon era capaz de comunicarse haciendo vibrar el corazón de roca de su tierra.

—Está relacionado con algo que vengo notando desde hace días —asintió el fabricante de espadas—. En las montañas del norte se está produciendo una actividad anormal: temblores y corrimientos de tierras, desprendimientos de rocas en los precipicios. Imagino que todos los demás gigantes lo han percibido también. Y parece que alguien se ha acercado más de lo necesario a la zona de riesgo —añadió, frunciendo el ceño.

—¿Por qué te envía el mensaje a ti? —preguntó Christian—. ¿No estamos demasiado lejos como para llegar a tiempo?

—Nos lo ha enviado a todos. En otras circunstancias no le habría prestado atención, puesto que otros gigantes llegarán mucho antes que nosotros para ver qué está sucediendo.

Ydeon dejó caer la palma de la mano sobre la piedra plana y se concentró en las sensaciones que le transmitía.

—Ynaf —dijo—. Sé dónde vive. Si partimos enseguida, tardaremos solo un par de días en llegar. Porque creo que vosotros dos deberíais ir a investigar. Puede que allí encontréis algo que os interese.

Christian estrechó los ojos, y Shail se dio cuenta de que el shek ya tenía sus sospechas acerca de lo que estaba sucediendo. Lo vio salir del taller sin una palabra, y suspiró, preocupado.

—Quiero enseñarte algo, mago —dijo entonces Ydeon—. No está terminado aún, pero quiero que vayas pensando en ello, para cuando necesite de tu colaboración.

Shail lo siguió, intrigado, hasta el rincón donde el gigante tenía su forja, y se asomó con curiosidad al molde que él le señaló.

Esperaba ver algún tipo de arma en su interior: una espada, un hacha, tal vez una daga. Por eso, cuando descubrió el objeto que se enfriaba allí no pudo reprimir una exclamación de asombro.

Era una pierna.

Una pierna humana, de metal, terminada en un pie descalzo; una pierna tan perfecta que, de no ser por el brillo que reverberaba en su superficie, habría parecido de carne y hueso. Sin dar crédito a sus ojos, el mago se volvió hacia Ydeon.

—¿La has forjado para mí? —preguntó; no pudo evitar que le temblara la voz.

El gigante asintió.

—Tomé el molde mientras estabas inconsciente. He tenido que invertirlo para que el resultado fuera un reflejo de tu pierna izquierda, dado que no tienes una pierna derecha que pueda copiar. Y ha sido bastante más complicado de lo que pensaba. Pero creo que el resultado es bastante satisfactorio.

Shail sacudió la cabeza, perplejo.

—Te has vuelto loco. Una pierna de metal no puede sustituir al miembro que perdí.

—Esta, sí. No como está ahora, claro. Habrá que transferirle una buena cantidad de magia para que cobre vida. Pero tú eres un hechicero, por lo que eso no debería suponer ningún problema.

—¡El metal no puede cobrar vida!

—Esto no es un metal corriente. Es gaar, una aleación que absorbe y asimila la energía mágica. Es el metal con el que se forjan las espadas legendarias.

—Puedes creerle —les sobresaltó la voz de Christian, a sus espaldas: no lo habían oído entrar—. Ydeon entiende de armas legendarias. Igual que yo, sabe que este tipo de objetos adquiere vida cuando se le transfiere una determinada cantidad de energía, ya sea magia... o el poder de un shek.

Shail se volvió hacia él, todavía desconcertado.

—Pero esto no es una espada, Kirtash. ¡Pretende implantarme una pierna de metal animada mediante la magia! Es una locura...

—Soy experto en espadas, es cierto —asintió Ydeon—. Pero también, a veces, trabajo con seres incompletos. —Dirigió una larga mirada a Christian—. Si pude forjar un colmillo para una serpiente, no veo por qué no voy a poder devolverle la pierna a un humano.

Christian sonrió levemente. «Seres incompletos», pensó Shail, recordando a Victoria. Lamentablemente, nada ni nadie en Idhún podía crear un nuevo cuerno para el unicornio que habitaba en ella. Los magos llevaban milenios tratando de reproducir los poderes del unicornio de forma artificial, sin éxito.

—Piénsatelo, mago —concluyó el gigante—. Ahora tenemos un viaje por delante; pero cuando regresemos pienso terminar esa pierna... y estaría bien que para entonces hubieras meditado acerca del hechizo que vas a utilizar para transferirle la magia que necesita.

Shail murmuró de nuevo por lo bajo: «Es una locura», pero nadie lo escuchó. Christian había salido de nuevo, en busca de su capa de pieles, e Ydeon estaba terminando de recoger sus herramientas.

Momentos más tarde, los tres abandonaban la caverna del forjador de espadas para adentrarse en el corazón de Nanhai, el mundo de los hielos perpetuos.

 

Raden era una tierra inhóspita y pantanosa. Sus costas no poseían los impresionantes acantilados que dibujaban la mayoría de los litorales idhunitas, y por tal motivo, cada vez que subía la marea, las aguas inundaban buena parte de su territorio. Por eso, en Raden apenas había suelo firme. Las ciénagas recubrían casi toda su superficie, y en ellas crecían distintas especies de árboles, de enormes raíces retorcidas, que vivían con medio tronco bajo el agua. Pocos peces sobrevivían en el fango, y por eso, aquel era también el territorio de diferentes especies de anfibios, batracios y reptiles, y de raras aves zancudas de larguísimas patas.

Ninguna raza inteligente habitaba en Raden, salvo los pescadores de la ciénaga, un pueblo de humanos tan acostumbrados a vivir en humedales que muchos dudaban que fuesen realmente humanos, y no una tribu perdida de varu que se hubiese adaptado a los pantanos. Tiempo atrás, sin embargo, mucha gente había visitado Raden con frecuencia, pues allí se encontraba el Oráculo de los Tres Soles. Los pescadores de la ciénaga solían llevarlos desde Sarel hasta el Oráculo en sus esbeltas y frágiles barcas, que empujaban con largas pértigas. No obstante, hacía ya mucho que el Oráculo había sido destruido por los sheks, y ahora ya nadie se internaba en los pantanos.

Por esta razón, sólo los pescadores sabían lo que se ocultaba allí; pero ellos, mientras hubiese cosas que pescar en el fango, no se preocuparían por averiguar qué estaba sucediendo, ni alertarían a nadie.

Para ser humanos, pensaba a menudo Assher, los pescadores de la ciénaga no parecían mucho más listos que los batracios que pescaban.

Assher había huido con su clan hacia el sur, después de la caída de la Torre de Drackwen. Habían hallado refugio en los pantanos, y ahora malvivían como mendigos entre el barro. Por fortuna, las escamas de su piel los protegían de la humedad, y de todas formas, los szish eran una raza paciente y estoica. Cuando los más jóvenes del clan osaban quejarse, los mayores los mandaban callar y les recordaban que los sangrecaliente acechaban lejos de las marismas, en las tierras secas, y que por eso no podían regresar a Alis Lithban.

—Además —solían decir—, estábamos peor en Umadhun.

Assher tenía solo catorce años y no había conocido Umadhun. Había nacido después de la conjunción astral; era idhunita, como los sangrecaliente, y se había criado en Alis Lithban. Había crecido soñando que se uniría al ejército y que lucharía contra los sangre-caliente, bajo las órdenes de un shek. Assher nunca había estado realmente cerca de ningún shek, pero los admiraba y los respetaba hasta la adoración.

Sin embargo, todo aquello se había venido abajo. Su clan había huido en dirección al sur, en lugar de hacerlo hacia el norte, donde se estaban reagrupando otros clanes szish, protegidos por las montañas. Y ahora no se atrevían a abandonar la seguridad de los pantanos.

Tal vez los mayores estaban mejor en Raden que en Umadhun, pero Assher consideraba que Alis Lithban era mucho, mucho mejor.

Una noche, sin embargo, alguien había acudido a verles. Los centinelas deberían haberla atravesado con sus lanzas nada más verla llegar, pues ella era una sangrecaliente, una feérica. Pero, por algún motivo, no lo hicieron. La dejaron avanzar, mudos de asombro, tal vez preguntándose cómo una criatura como aquella era capaz de caminar en el fango sin mancharse más arriba de los tobillos. Permitieron que ella se detuviese ante ellos y les hablara.

Assher la había visto de lejos. Había escuchado sus palabras, las palabras dirigidas a los adultos del clan. Unas palabras llenas de esperanza.

Algunos la habían reconocido, dijeron después. Se llamaba Gerde y había estado aliada con Ashran, el mago sangrecaliente en el que los sheks tanto confiaban, y que había sido derrotado, propiciando con ello la caída de los sangrefría. Gerde nunca había tenido verdadero poder sobre los szish y, sin embargo, aquella noche todos bebieron de sus palabras, especialmente los varones. Cuando ella se fue, había un brillo especial en la mirada de los hombres-serpiente, pero ninguno de ellos lo admitiría, para no ser objeto de las burlas o la ira de las mujeres del clan.

Assher tampoco lo confesó a nadie; pero, cuando Gerde se iba, pasó por delante de su cabaña y lo descubrió espiando por un resquicio de la puerta. Y le sonrió.

Desde entonces, el joven szish no había sido capaz de pensar en otra cosa, en nada ni en nadie que no fuese la bella feérica, a pesar de que los sangrecaliente siempre le habían parecido sumamente feos. Pero ella... ella era diferente.

Al día siguiente, los jefes del clan se reunieron y hablaron largo y tendido sobre las palabras de Gerde. Había un nuevo espíritu alentando sus corazones, la posibilidad de una nueva vida, de otra oportunidad. Y, varias jornadas más tarde, comenzaron las pruebas.

Al principio, a Assher no le habían permitido presentarse, porque era demasiado joven, dijeron. Así que se vio obligado a ver cómo los vencedores partían en dirección a Alis Lithban para reunirse con Gerde. El premio que ella iba a entregarles no podía ser hallado en ningún otro lugar de Idhún. Por eso aquellas pruebas eran tan importantes, y por eso los mejores eran aclamados como héroes.

Tiempo después, uno de los vencedores visitó Raden para demostrarles que las palabras de Gerde eran ciertas, y maravilló a todos con el don que ella le había concedido. La llamaba «mi señora» y hablaba de ella con gran reverencia. Algunos dudaron que fuera buena idea servir a una sangrecaliente, pero pronto se supo que había sheks junto a ella. Y el deseo de Assher de volver a verla se hizo cada vez más intenso, más insoportable.

Por fin, el milagro se produjo.

Para entonces, el clan de Assher había enviado a once candidatos a las tierras del norte, y de todos ellos, solo uno había sido rechazado por Gerde. Un día, uno de ellos regresó para anunciar que ella necesitaba jóvenes szish, jóvenes que no hubiesen cumplido los veinte años, y que elegiría a uno para concederle un don especial, para distinguirlo por encima de todos los demás.

Las pruebas volvieron a convocarse y, en esta ocasión, participaron casi todos los jóvenes del clan. Assher competía contra otros más fuertes y más rápidos, pero no era eso lo que Gerde valoraba. Después de haber sido testigo de más de diez variedades diferentes de pruebas, Assher no había podido evitar preguntarse si los héroes, los elegidos, eran realmente los más capacitados, o simplemente se trataba de aquellos a los que más sonreía la suerte.

La prueba escogida en aquella ocasión fue la que llamaban el Laberinto del Fango. Cuando se supo, muchas madres intentaron disuadir a sus hijos de participar. Assher tuvo que insistir mucho para que la suya le diese permiso y, aunque finalmente accedió, reacia, el joven szish sabía que ni siquiera ella habría podido detenerlo. Porque habría dado cualquier cosa, habría hecho cualquier cosa, con tal de volver a ver a Gerde, con tal de obtener de ella aquel honor del que se hablaba.

Y por eso ahora se encontraba de pie, ante una amplia extensión pantanosa, junto a una hilera de chicos y chicas szish, dieciséis en total. Casi todos los jóvenes del clan. El Laberinto del Fango era la más peligrosa de todas las pruebas propuestas por Gerde y, no obstante, la participación jamás había sido tan alta.

Porque ellos eran jóvenes. También habían nacido en Idhún, en su mayoría, y no podían creer que Umadhun hubiera sido peor que aquel horrible pantano donde se hallaban exiliados.

Assher tembló brevemente cuando le taparon los ojos con una venda. Respiró hondo y trató de concentrarse.

—Esto es el Laberinto del Fango —anunció el juez; aunque no fuera necesario, puesto que ya todos lo conocían: se sentía en la obligación de seguir todas las formalidades—. Ante vosotros se extiende una ciénaga profunda y traicionera. La prueba consiste en cruzarla hasta el final. Existen caminos ocultos bajo la capa de barro, caminos por los cuales se puede avanzar sin que el fango os llegue más arriba de la rodilla. Existen también profundas fosas que pueden tragarse a un szish en menos tiempo del que se tarda en rescatarlo. Por tal motivo, presentarse a esta prueba supone correr un gran riesgo. Un solo paso en falso, y pereceréis en el barro. Pensadlo bien.

Reinó un pesado silencio. Nadie se movió ni dijo nada. El juez asintió.

—Que así sea —dijo—. Que el Séptimo guíe vuestros pasos en la oscuridad. Confiad en vuestra intuición: ella será vuestra mejor aliada.

Assher sintió que rodeaban su cintura con una cuerda de seguridad. Aquella medida había salvado a muchos, pero había sido inútil en algunos casos. Aun así, la cuerda le dio algo más de confianza.

—Que dé comienzo la prueba —anunció el juez.

Assher se quedó paralizado un momento. Oyó un chapoteo junto a él y supo que los demás ya se habían puesto en marcha. Inspiró hondo y, con cuidado, puso un pie delante de otro. El suelo seguía estable. Respiró.

Los minutos siguientes fueron largos y angustiosos. Assher se movió muy lentamente, tanteando, paso a paso. Durante un rato, siguió en línea recta y todo fue bien. Pero pronto se le acabó la suerte.

El siguiente paso que dio estuvo a punto de lanzarlo al abismo. El suelo cedió bajo sus pies y solo gracias a sus excelentes reflejos logró rectificar y dar un salto atrás. Se hundió hasta las pantorrillas, pero el lodo no llegó más allá.

Tras él, oyó un grito de horror y un chapoteo, y exclamaciones ahogadas entre los adultos que asistían a la prueba. Se quedó quieto, con el corazón encogido, hasta que oyó que el caído jadeaba y boqueaba, tratando de respirar, escupiendo barro. Lo habían sacado.

Assher tragó saliva y trató de pensar con rapidez. No podía seguir recto, por lo que tendría que buscar un camino alternativo, por la derecha o por la izquierda. Tras una breve reflexión comprendió que no era algo que pudiese deducir por la lógica. A su derecha y a su izquierda, los otros szish continuaban avanzando a tientas, pero eso no quería decir nada. Los senderos seguros bajo el barro eran estrechos, y si el muchacho de su derecha avanzaba por un camino firme, tal vez entre él y Assher se abriera un profundo agujero. No podía saberlo.

Recordó que las pruebas no consistían en pensar ni en deducir, sino en dejarse llevar por la intuición y el instinto... cosa que los szish no hacían jamás, y por esta razón les resultaba tan difícil todo aquello. Assher se atrevió a rememorar el rostro de Gerde, su encantadora sonrisa, su voz. Sólo un pedazo de ciénaga se interponía entre él y su sueño.

Cerró los ojos bajo la venda y se dejó llevar.

Un paso a la izquierda.

Su pie se hundió en el fango... hasta el tobillo, y no más allá. Respiró, aliviado. Avanzó con el otro pie, inseguro. Pero tampoco se hundió esta vez.

Había encontrado un camino.

Siguió el sendero unos pasos más hacia la izquierda; pero alguien chocó contra él y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

Oyó gritar al otro chico. Reconoció su voz: era Izass, tenía su misma edad. Los dos manotearon en el aire, desesperados, tratando de mantenerse firmes sobre el fango... y entonces Assher oyó un sonoro chapoteo, que lo salpicó de barro, y un grito. Comprendió lo que pasaba: Izass se había caído y se hundía sin remedio. Gritó su nombre y trató de tenderle la mano, pero no veía. Intentó quitarse la venda, pero solo consiguió cubrirse la cara de barro. Notó, de todas formas, que algo arrastraba a Izass hacia atrás: los adultos tiraban de su cuerpo hacia la orilla.

Assher se quedó un rato parado, hasta que oyó un agudo grito de dolor, un grito femenino: la madre de Izass.

Habían sacado a su hijo del barro, pero era demasiado tarde.

Assher sintió que se mareaba y estuvo a punto de caer él también. Pero se aferró al recuerdo de Gerde, dejó que su imagen inundara sus pensamientos hasta que, poco a poco, recobró la sensatez.

Lentamente, movió de nuevo los pies para seguir buscando el camino seguro.

Y siguió avanzando, mientras a su alrededor, sus compañeros iban cayendo, uno a uno. Por fin, recorrer el Laberinto del Fango se convirtió en algo mecánico. Empezó a visualizar, de alguna manera, los caminos debajo de la ciénaga, y sus pasos se volvieron más seguros y menos titubeantes. En un par de ocasiones estuvo a punto de perder pie, pero lo recuperó.

Y, cuando quiso darse cuenta, estaba casi en la meta.

Lo supo porque oyó una exclamación ahogada junto a él, y eso le hizo volver a la realidad. A su lado, uno de sus compañeros había estado a punto de salirse del sendero seguro. Una chica, para ser más exactos.

—¡Assher! —susurró ella—. ¿Eres tú?

—¡Sassia! —la reconoció.

—No debe de faltar mucho ya, ¿verdad? —preguntó ella, angustiada—. Assher, creo... creo que ya solo quedamos tú y yo.

Una horrible sensación de abatimiento cayó sobre Assher. No sabía que Sassia participaba en las pruebas. Ni siquiera se había fijado, y eso le llevó a preguntarse qué le estaba pasando. En Drackwen había bebido los vientos por ella.

—Ven, dame la mano —le susurró—. Juntos avanzaremos más seguros.

—¿Tú crees? —preguntó la joven szish, dubitativa—. ¿Y si uno de los dos resbala?

—Entonces, caeremos los dos, pero serán dos las cuerdas que puedan tirar de nosotros para rescatarnos. No te soltaré; te lo prometo.

Assher no pudo ver su expresión, pero pronto sintió que su mano tanteaba en el aire, junto a él. La atrapó y la estrechó con fuerza.

Así, juntos, poco a poco, fueron avanzando por los senderos ocultos bajo el barro. Assher volvió a visualizarlos en su mente y siguió caminando, arrastrando a Sassia tras de sí.

—¡Diez pasos para la llegada! —anunció la voz del juez un poco más allá.

«Lo vamos a conseguir... lo vamos a conseguir...», pensó Assher. El rostro de Gerde iluminaba todos sus pensamientos.

Entonces, Sassia resbaló y se hundió con un grito, tirando de Assher. Todo sucedió muy deprisa. El joven szish casi pudo ver a su compañera cayendo, y, al mismo tiempo, se vio a sí mismo cayendo con ella, hundiéndose en el fango... y perdiendo la prueba que lo llevaría a Gerde.

No lo pensó. Casi sin darse cuenta, soltó la mano de Sassia como si le quemara su contacto.

Hubo gritos entre los szish que aguardaban en la orilla. Assher se quedó paralizado mientras tiraban de la chica para sacarla de la ciénaga y la remolcaban hasta la orilla. Aguzó el oído, esperando escuchar algo que le dijera si Sassia había sobrevivido, si la habían sacado a tiempo. Silencio.

Lentamente, Assher puso un pie delante de otro.

Los últimos metros los vivió como en un sueño. Cuando, por fin, trepó a tierra firme, junto al juez, y este lo declaró vencedor de la prueba, solo fue capaz de pensar: «Voy a ver a Gerde. Voy a ver a Gerde».

Cuando le quitaron la venda de los ojos y miró a su alrededor, vio, entre la multitud, a Sassia, envuelta en una manta, cubierta de barro, que lo miraba fijamente. Y era una mirada acusadora, una mirada que delataba el hecho de que había soltado su mano, de que había estado dispuesto a dejarla morir.

«No importa», se dijo el chico. «Voy a ver a Gerde».

 

No tardaron dos días, como Ydeon había calculado, sino tres días y medio. La presencia de Shail los retrasaba inevitablemente, a pesar de que el gigante había optado por cargarlo sobre sus hombros. Pero ni haciendo uso de su bastón, ni con toda su buena voluntad, podía Shail avanzar por la tierra nevada.

—Esto cambiará cuando tengas tu pierna nueva —rechinó Ydeon, muy convencido.

Al atardecer del cuarto día, cuando el primero de los soles comenzaba a declinar, fueron testigos de un espectáculo sobrecogedor.

Una cadena montañosa les cerraba el paso, peinando el horizonte. Y uno de los picos temblaba y se estremecía visiblemente, como golpeado por alguna fuerza invisible. Con cada sacudida, los aludes se precipitaban bramando por las laderas, la roca se resquebrajaba y los despeñaderos arrojaban bloques de piedra a los abismos. La montaña entera rugía y gemía con una voz rocosa, despertada de su sueño milenario, y se convulsionaba como si fuera el epicentro de un poderoso terremoto.

Christian, Ydeon y Shail estaban demasiado lejos como para que peligrara su integridad física, pero la destrucción era fácilmente apreciable incluso desde aquella distancia.

—Por todos los dioses —murmuró Shail—. ¿Qué es lo que está provocando todo eso?

Christian le dirigió una extraña mirada, pero no respondió.

Prosiguieron la marcha, dando un rodeo para no ir directamente hacia allí. No pudieron dejar de observar con inquietud cada convulsión, pero, a pesar de que trataban de no perder detalle, en ningún momento consiguieron ver qué o quién estaba causando aquellos estragos.

Un poco más tarde distinguieron a lo lejos una silueta que se acercaba hacia ellos por la nieve. Conforme se fue aproximando, les quedó claro que se trataba de un gigante.

Una giganta, en realidad.

—Ynaf —saludó el forjador de espadas.

—Ydeon —respondió ella.

Sus rasgos no se diferenciaban gran cosa de las facciones de un varón de su misma raza, pero las formas de su cuerpo eran indudablemente femeninas. No le preguntó a Ydeon qué estaba haciendo allí, pero sus ojos rojos se clavaron en los dos jóvenes humanos, inquisitivos.

—Kirtash. Shail —resumió Ydeon, sucinto—. Creo que puede interesarles lo que está pasando por aquí.

Los ojos de Ynaf relucieron con interés.

—¿De veras? Bien, no me extraña. Debería interesar a todo el mundo.

—¿De qué se trata? —preguntó Shail.

—Os llevaré a verlo más de cerca. Aún quedan varias horas de luz.

Christian asintió en seguida. Shail recordó que la curiosidad de los sheks por todo aquello que consideraban nuevo y extraño era proverbial, y comprendió que, en aquel aspecto, Christian no era una excepción.

Acompañaron a la giganta a través de una planicie nevada, siguiendo la línea de la cordillera, a una prudente distancia.

—Todo empezó hace ocho días, cuando el techo de mi caverna se derrumbó sobre mí sin previo aviso —explicó ella—. Conseguí escapar, y busqué otro refugio, pero no demasiado lejos, porque me pareció extraño que toda la montaña temblara de esa manera. He estado observando el fenómeno desde entonces. Como vi que no solo no se detenía, sino que además empezaba a moverse...

—¿Se mueve? —interrumpió Christian.

—Avanza a lo largo de la cordillera, muy, muy lentamente —explicó Ynaf—. ¿Veis ese pico de allí? —señaló una cumbre situada un poco más al oeste; desde aquel punto hasta el lugar que ahora retumbaba bajo el poder de una maza invisible, las montañas evidenciaban el paso de aquel inexplicable terremoto—. Ahí es donde empezó. Desde entonces, la destrucción se ha desplazado. Se mueve con tanta lentitud que para poder apreciarlo es necesario estar contemplando las montañas fijamente durante varias horas. Pero se mueve, al fin y al cabo, y no parece que tenga intención de parar. Por eso decidí avisar a quien pudiera interesarle. Varios gigantes han pasado por aquí desde entonces, pero nadie ha sido capaz de precisar de qué se trata. Aunque —añadió, tras una breve pausa— Ymur tiene una teoría bastante... interesante.

—¿Ymur, el sacerdote? —preguntó Ydeon.

Ynaf asintió.

—Llegó ayer, después del tercer amanecer. Parece que mi mensaje también alcanzó las ruinas del Gran Oráculo. Nos reuniremos con él cerca de la montaña.

Encontraron a Ymur contemplando las sacudidas del pico desde un promontorio nevado. Se había sentado sobre una roca y tomaba notas deslizando un carboncillo sobre una tabla de piedra.

—Ymur —saludó Ynaf.

El sacerdote se volvió hacia ellos. Vestía la túnica de la Iglesia de los Tres Soles. Era, como cabía esperar, servidor del dios Karevan, patriarca de los gigantes.

 




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