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Buenas y malas noticias 3 страница



—Ynaf. Ydeon —respondió; apenas se fijó en Christian y en Shail—. Se mueve de nuevo. ¿Os habéis dado cuenta?

—Sí, sacerdote —rechinó Ydeon—. ¿Qué es?

También a Ymur le faltaban las palabras.

—Observadlo con atención —dijo—. Me gustaría acercarme más, pero me temo que resultaría un poco... arriesgado.

—Yo puedo solucionar eso —se ofreció Shail.

Formuló las palabras de un hechizo de lente mágica. El aire se rizó suavemente y formó un óvalo de una textura distinta, que quedó suspendido ante ellos.

—Buen trabajo, mago —aprobó Ymur, al comprobar que mirando a través del óvalo se veía todo mucho más cerca—. Y ahora, mirad...

Los cinco se concentraron en la imagen ampliada de la montaña.

Sí, ahí había algo, algo que sacudía la cordillera hasta sus cimientos, y que arrastraba roca y nieve a su paso, como si de un titán se tratase. Debía de ser una criatura ciclópea, a juzgar por los efectos que provocaba su avance, o tal vez su mera presencia; pero no era apreciable a simple vista, ni siquiera a través de la lente mágica de Shail. Fuese lo que fuese, allí no había nada... o no parecía haber nada. Si no fuera porque parecía imposible, Shail habría jurado que aquello no se desplazaba sobre la roca de la montaña, sino a través de ella. Que lo que estaba destruyendo la cordillera lo hacía desde dentro. O que las propias montañas se despertaban después de una siesta de varios milenios y se desperezaban en un largo y formidable bostezo.

—Es una fuerza. O una energía. O como queráis llamarlo —dijo Ymur—. Invisible... pero poderosa.

—No se trata solo de una cuestión de invisibilidad —murmuró Christian—. Me temo que ni siquiera es material.

—Una fuerza. Una energía —repitió Shail—. Pero...

—Tú sabes lo que es, sacerdote —cortó Christian, clavando su fría mirada en el gigante—. ¿Por qué no compartes tus conclusiones con nosotros?

Ymur dudó.

—Bien, yo tengo una teoría. Sé que puede sonar extraño, incluso... vaya... algo irreverente, pero...

—Pero, ¿qué? —se impacientó Shail.

Ymur desvió la mirada, incómodo. Al mago, que siempre había sentido un respeto instintivo hacia los gigantes, tan grandes y poderosos, le resultaba extraño ver dudar a uno de ellos, y se preguntó, inquieto, qué clase de ser o criatura podría asustarlos en su propio mundo.

—Es un dios —concluyó Christian con suavidad.

Hubo un desconcertado silencio.

—¿Un qué? —dijo entonces Shail.

—Diría que es el dios Karevan, que ha decidido darse una vuelta por el mundo —prosiguió el shek a media voz—. ¿No es eso lo que pensabas, sacerdote?

—Era la idea que se me había ocurrido, sí —admitió Ymur, un poco a regañadientes—. Pero llevo días observándolo, y no entiendo su comportamiento. ¿Por qué se ensaña tanto? ¿Por qué toda esta destrucción? ¿Acaso está furioso con nosotros, y esto es algún tipo de castigo?

Christian sonrió.

—Creo que simplemente está paseando —dijo—. Puede que incluso se encuentre todavía algo desconcertado. Al fin y al cabo, hace mucho tiempo que los dioses abandonaron nuestro mundo, ¿no?

—¿Llamas a eso «pasear»? —repuso el sacerdote, incrédulo, señalando la montaña, que seguía convulsionándose violentamente.

Christian se encogió de hombros.

—Es un dios. Una especie de cúmulo de energía, por llamarlo de alguna manera. Mientras no tenga un cuerpo de carne que le permita moverse en un mundo material, su simple presencia resultará sumamente peligrosa para cualquiera que se le acerque. Pero no creo que tenga interés en procurarse un cuerpo: esta vez no. Porque, aunque un cuerpo le permitiría interactuar con el mundo, incluso con sus criaturas, en esta ocasión no ha venido a eso.

Shail lo miró, pálido como un muerto. De pronto acudieron a su mente recuerdos de las conversaciones que había mantenido con Zaisei, con Jack y con el propio Christian acerca de los Seis, del Séptimo, de la derrota de Ashran: y todo cobró un nuevo sentido, mucho más siniestro.

—Sí —asintió Christian, adivinando sus pensamientos—. Hicimos cumplir la profecía de los Oráculos, destruimos a Ashran... y con ello solo conseguirnos desatar un mal mayor en este mundo.

Shail desvió la mirada, pero no dijo nada.

—¿Ves eso? —prosiguió el shek, señalando la devastación invisible que se abría paso por la cordillera—. Eso es uno de los Seis. No digo que el Séptimo sea más justo o más bondadoso que Karevan, por poner un ejemplo. Pero ha vivido largo tiempo encerrado en un cuerpo humano. Es capaz de vernos, porque conoce el mundo desde nuestra perspectiva; por pequeños y miserables que podamos parecerle, nos ve. ¿Dirías que Karevan es consciente de nuestra presencia? ¿Era consciente acaso de que Ynaf vivía justo debajo de la montaña por la que él estaba «paseando»? Yo diría que no.

—¡Pues, si no se da cuenta, habrá que decírselo! —exclamó Shail—. Podemos hablar con él, pedirle ayuda...

—¿Cómo? ¿De verdad crees que un dios escucharía la voz de un mortal?

—No sigas hablando —cortó Ymur con dureza—. No deberías decir esas cosas.

Pero el shek lo ignoró. Sus ojos azules seguían clavados en Shail.

—Ahí tienes a Karevan, Señor de la Piedra, padre de los gigantes. Puedes plantarte ante él y hacerle señales de fuegos multicolores, porque no será capaz de verte, dado que ni siquiera tiene ojos. Tal vez te perciba, como una pequeña cosa molesta que corretea por allá abajo. O puede que no se dé cuenta de que existes hasta que, sin querer, te haya arrojado encima un alud de nieve al pasar casualmente por allí. Ese es uno de los dioses a los que sirves, Shail. Ese es uno de los dioses a los que quieres pedir ayuda.

Todos lo miraban ahora con fijeza, mudos de estupor, pero Christian se limitó a volver la cabeza hacia las montañas, con gesto impenetrable.

—Eres un joven extraño —comentó el sacerdote.

—Puede que sepa de qué está hablando —replicó Ydeon.

Shail estaba conmocionado, con los ojos fijos en la montaña que se deshacía ante la simple presencia del dios Karevan. Con esfuerzo, logró apartar la mirada y se volvió hacia Christian para preguntarle; pero el joven había cerrado los ojos y se había llevado los dedos a las sienes, concentrado en algo que solo él parecía percibir. Inquieto, Shail lo vio sentarse sobre la roca, serio, como si acabara de recibir una información crucial. Quiso interrogarle al respecto pero no se atrevió.

—Si de verdad es Karevan, no puede ignorarnos —estaba diciendo Ymur—. Los gigantes somos sus hijos, nos creó de las entrañas de la roca en el principio de los tiempos.

—Entonces, ¿por qué echó abajo mi casa? —preguntó Ynaf suavemente.

—Deberíais desalojar la cordillera —dijo entonces Christian, alzando de nuevo la cabeza—. Si yo estuviera en vuestro lugar, emigraría al sur, a los confines de Nanhai, o incluso más allá... y esperaría que a vuestro dios no le diese por moverse de aquí.

Se levantó de un salto y dio media vuelta para marcharse. Ninguno de los gigantes hizo nada por detenerlo.

Shail pareció despertar entonces de un sueño.

—¡Espera! —lo llamó, y corrió tras él, como pudo, hundiendo su bastón en la nieve—. ¡Espera! ¿A dónde vas?

Christian se detuvo con brusquedad, y el mago casi tropezó con él. El shek se volvió hacia él, y Shail se dio cuenta entonces de que había en sus ojos un destello de emoción contenida.

—Me voy a Kazlunn —dijo, y el mago detectó un levísimo temblor en su voz—. Algo ha pasado con Victoria; hay cambios.

 

 

II

Una mirada humana

 

Cuando Victoria abrió los ojos, Jack estaba con ella. Podría haberse encontrado a cualquier otra persona en la habitación. Tal vez Qaydar, que acudía a menudo para comprobar que no había cambios, o quizá Kimara, que solía hacer compañía a Jack en las largas horas que pasaba velando a la muchacha. Podría haber estado allí cualquier sacerdote, cualquier mago o semimago, cualquiera de las muchas personas que acudían diariamente a ver con sus propios ojos a los héroes de la profecía. Pero en aquel momento estaban solos. Jack y Victoria. El dragón y el unicornio... o lo que quedaba de él.

No era del todo casual. No solo porque Jack, cansado de las visitas de curiosos o admiradores, hubiera acabado por restringir el acceso a la habitación donde yacía Victoria, sino porque ya había advertido los cambios la noche anterior.

Nadie más se había dado cuenta, porque, aunque la estancia solía ser un continuo ir y venir de hechiceros, curanderos, médicos y sanadores, solo Jack pasaba allí la mayor parte del tiempo, incluyendo las noches. Se había acostumbrado ya a tenderse en la cama, junto a Victoria, a rodearla con sus brazos y a dormir a su lado, tal vez porque sentir el lento latido de su corazón lo tranquilizaba y lo ayudaba a descansar. Los primeros días, después de que la joven hubiese perdido su cuerno, Jack se veía incapaz de dormir más de diez minutos seguidos. Lo aterraba la idea de que su amiga pudiera morir mientras él no estaba consciente. Por esta razón, cuando el sueño lo vencía, prefería estar lo más cerca posible de ella.

Y por esta razón fue el único en advertir la luz.

Aquella noche había despertado bruscamente de una de sus pesadillas. Los malos sueños lo asaltaban con frecuencia en los últimos tiempos. La mayoría de las veces tenían que ver con Victoria, pero no solo con ella. Los recuerdos de lo sucedido en la Torre de Drackwen lo torturaban a menudo. La batalla contra Ashran, la elección de Victoria, la muerte de Sheziss... tantas cosas que habría preferido olvidar, pero que seguían ahí, en su memoria, inamovibles. Con todo, aquellas pesadillas no eran las peores. Con demasiada frecuencia soñaba que Victoria no despertaba jamás de aquel estado, o que despertaba para morir entre sus brazos, privada de aquello que su alma de unicornio necesitaba para seguir viviendo. Qaydar había dicho tiempo atrás que cualquier unicornio habría muerto inmediatamente tras la extirpación de su cuerno; pero el alma humana de Victoria se aferraba a la vida con desesperación, y sostenía a duras penas ambas esencias. Por esta razón el cuerpo humano de Victoria se mantenía en aquel estado letárgico: si despertaba, tal vez su alma no tuviera suficiente fuerza para llenar aquel cuerpo y mantener con vida la esencia de unicornio a la vez. Y, si el unicornio moría, Victoria moriría con él.

Por eso, Jack no estaba seguro de querer que Victoria despertara. Eran demasiados interrogantes, demasiadas incógnitas. Nadie sabía qué podía suceder en el caso de que se registrara algún cambio en la muchacha.

Después de aquella pesadilla, una de tantas, Jack se había apresurado a comprobar que Victoria estaba bien. En la semioscuridad de la habitación la había estrechado entre sus brazos y le había hablado al oído, como hacía a menudo. Fue entonces cuando detectó un débil destello.

Al principio pensó que lo había imaginado. Pero retiró el pelo de la frente de Victoria y escudriñó su rostro, con incertidumbre, en la penumbra de la habitación.

Y sí, allí estaba: apenas una chispa, tan débil que había que forzar la vista para apreciarla. Justo entre los ojos, un poco más arriba.

Jack inspiró hondo. No quería hacerse ilusiones, tal vez no significara nada. Encendió una luz y estudió el pálido rostro de Victoria. Pero no volvió a ver aquel destello.

Ya no pudo volver a dormirse, pero tampoco se apartó de Victoria en toda la noche. Al día siguiente no solo no dijo nada a nadie, sino que además se las arregló para que nadie más entrara en la habitación en todo el día. Quería estar junto a Victoria cuando algo cambiase, si es que tenía que cambiar. Y solamente él. Nadie más; a excepción, tal vez, de Christian. Pero el shek se había marchado meses atrás, y no había vuelto a dar señales de vida.

Por esta razón, cuando los párpados de Victoria temblaron y se abrieron lentamente, solo Jack estaba allí para verlo.

Fue lento, muy lento. O, al menos, a Jack así se lo pareció, quizá porque su corazón latía a toda velocidad mientras los grandes ojos de Victoria volvían a mirarlo por primera vez en tanto tiempo. Jack respiró hondo y parpadeó a su vez, porque tenía los ojos húmedos. Tragó saliva.

—Hola —susurró—. Hola, pequeña. ¿Puedes... puedes oírme?

Ella despegó los labios, pero no dijo nada. Lo miraba: ahora sí, lo miraba. Y Jack habría jurado que lo reconocía.

—Victoria —dijo, esperando, tal vez, que escuchar su nombre la ayudara a despertar del todo.

Victoria gimió débilmente. Jack acarició su mejilla, con los ojos llenos de lágrimas. Una parte de él le decía que debía correr a avisar a Qaydar, a los sanadores, a cualquiera que pudiera ayudarla ahora. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquel momento les pertenecía solo a ellos dos. Nada ni nadie debía estropearlo.

—¿Cómo estás? Dime, ¿cómo te sientes?

Ella lo miró, desorientada y algo asustada. El la rodeó con los brazos y la meció con dulzura.

—Tranquila. Tranquila, todo está bien. Te vas a poner bien, Victoria, tranquila. Yo estoy aquí para ayudarte.

—¿Jack? —dijo ella por fin, con un hilo de voz.

Algo se desató en el corazón de Jack. Meses de nervios, de angustia, de miedo y de incertidumbre, de comer poco y de dormir menos aún le pasaron factura de golpe, y se sintió extrañamente débil y aliviado al mismo tiempo. Abrazó a Victoria, apoyó la cara en su melena oscura y se echó a llorar suavemente.

 

—... los unicornios son el puente entre la magia del mundo y los futuros hechiceros. Ellos no pueden usar la magia, no como lo hacemos nosotros, pero pueden entregárnosla. Y nosotros, los magos, podemos manipularla con nuestra voluntad. ¿Y cómo expresamos esa voluntad? Mediante la palabra. Es por eso por lo que hemos desarrollado un lenguaje propio, el idhunaico arcano; porque no basta con desear algo para que se haga realidad: es necesario expresarlo. De este modo concentramos nuestra voluntad en un solo punto, en una sola acción futura, y la magia... Kimara, ¿me estás escuchando? ¡Kimara!

La joven volvió a la realidad y apartó la mirada de la ventana, con cierta expresión culpable. Las lecciones de Qaydar solían ser largas y tediosas. Muy teóricas, y poco prácticas.

—Agradecería que te tomaras esto con más seriedad —la reprendió el Archimago—. Eres la primera nueva maga en más de quince años, y es posible que seas la última maga en Idhún. Somos pocos, y el tiempo que tenemos para tratar de descubrir la forma de transmitir nuestro poder sin unicornios...

—... no es precisamente ilimitado —concluyó ella, con un suspiro—. Sí, maestro, lo sé. —¿Cómo no saberlo? Qaydar se lo repetía al menos tres veces cada día—. Es solo que... que no le veo sentido a esto. Me paso el día estudiando magia... sin hacer magia. ¿Cuándo voy a aprender a utilizar mi poder para algo?

—Eres demasiado impaciente, muchacha. Antes de utilizar el poder, hay que saber cómo funciona...

—Con Aile aprendí varios hechizos —interrumpió ella, sin poder aguantarlo más—. De curación, sobre todo, pero también algunos de defensa y ataque.

Qaydar entornó los párpados, y Kimara supo que lo había herido. No solo por la comparación, sino también, sobre todo, porque le había recordado que, a pesar de que Aile no era una Archimaga, los había salvado a todos en el bosque de Awa, entregando a cambio su propia vida. El propio Qaydar había sido testigo de ello.

—Las circunstancias eran distintas —dijo el hechicero con frialdad—. Entonces estábamos en guerra.

—¡Seguimos estando en guerra! —estalló Kimara—. ¡En mi tierra ha estallado una rebelión! Mi gente se ha alzado para luchar contra Sussh, para expulsarlo de Kash-Tar. Por primera vez en muchos siglos, las tribus del desierto luchan unidas... ¡y luchan en mi nombre! Y entretanto, yo estoy aquí... sin poder ayudarlos.

—Ya hemos hablado de eso, Kimara. Eres una maga, ya sabes lo que eso significa. No podemos permitirnos el lujo de perderte en una guerra local.

—¡No es una guerra local! ¡Sigue siendo la guerra contra los sheks, la de siempre! Una guerra que no ha acabado, ni acabará hasta que no hayamos terminado con la última de esas criaturas.

Qaydar la miró fijamente, sin una palabra. Kimara respiró hondo, tratando de calmarse. Sentía un gran respeto por el Archimago, pero cada día que pasaba encerrada en la Torre de Kazlunn le costaba más trabajo permanecer callada.

—El último dragón no opina lo mismo —observó entonces Qaydar.

Kimara vaciló. En el fondo, era Jack lo que la retenía allí, y el hecho de que él no había hecho nada por reiniciar la guerra contra las serpientes. Y eso, pensaba a menudo, no era propio del Jack que ella había conocido. Alzó la mirada hacia el Archimago, y titubeó antes de decir:

—No, y eso no es normal.

—¿No es normal? ¿Acaso conoces a los dragones hasta el punto de poder decir qué es o no normal en ellos?

—Puede que no, pero conozco a Jack. Atravesamos juntos el desierto, y entonces... era diferente. Odiaba a las serpientes y luchaba como un verdadero dragón. Luego dijeron que Kirtash lo había matado, pero tiempo después, regresó... y parece el mismo, pero no lo es.

—Está afectado por lo de Victoria...

—No, es algo más. Cuando le hablamos de exterminar a los sheks, o de expulsarlos de Idhún para siempre, reacciona como si esa idea le molestara. Hasta diría que se ha hecho amigo de ese endiablado medio shek... ¿Es esa una conducta propia de un dragón?

Qaydar abrió la boca para responder, pero Kimara prosiguió, cada vez más alterada, señalando hacia el pedazo de cielo que se veía a través de la ventana:

—¡Esos son los verdaderos dragones de Idhún! Los que acudieron en nuestra ayuda para luchar contra los sheks, los que hoy día siguen plantándoles cara.

Qaydar echó un vistazo por la ventana, aunque ya sospechaba a qué se refería Kimara: un elegante dragón de tonos anaranjados se aproximaba a la torre, envuelto en las luces rojizas del primer atardecer. La ilusión era perfecta; pero aquellos que habían luchado en la guerra de Nandelt junto a los Nuevos Dragones sabían que cualquier dragón que no fuera Yandrak había sido fabricado por la hechicera Tanawe, a quien ya llamaban la Hacedora de Dragones, y su gente. Tras la victoria del bosque de Awa, los Nuevos Dragones no habían permanecido inactivos. Tanawe había seguido fabricando dragones, toda una nueva flota, y no le faltaban recursos: la reina Erive de Raheld la había tomado bajo su protección. Y, por otro lado, cada día llegaban más y más jóvenes a las instalaciones de los Nuevos Dragones en Thalis: algunos pedían unirse al equipo del taller de Tanawe; otros aspiraban a ser formados como pilotos de dragones. La historia de Kestra, la valiente piloto que había resultado ser la princesa Reesa de Shia, y que había muerto en la batalla de Awa, luchando contra los sheks, era una de las favoritas de los cantores de noticias. Las hazañas del príncipe Alsan de Vanissar al mando de la Resistencia también eran buen material para los cuentos y las historias. Sin embargo, no existían relatos que hablaran de la caída de Ashran, ni de cómo el dragón y el unicornio habían hecho cumplir la profecía. Se sabía que ambos vivían en la Torre de Kazlunn, y que la dama Lunnaris se debatía entre la vida y la muerte. Pero, puesto que Yandrak era poco dado a dejarse ver, y el unicornio tampoco estaba en condiciones de hacer públicas sus experiencias, nadie sabía qué había pasado realmente en Drackwen. En aquella batalla ellos habían estado solos.

En Kazlunn se sabía que había habido allí una tercera persona. Se sabía que Kirtash, el shek, había acompañado al dragón y al unicornio en su lucha contra el Nigromante. Se sabía que, por alguna razón desconocida, el dragón protegía al hijo de Ashran. Pero poco más.

Los rumores en torno al extraño trío eran oscuros y desconcertantes. Todo el mundo estaba enterado de que ninguno de los tres había apoyado a la Resistencia y los Nuevos Dragones en Awa. Tras la caída de los sheks, no se había tardado en encontrar el dragón de Kimara en el bosque, hecho pedazos; el dragón dorado al que muchos habían tomado por Yandrak. Pero eso no era todo: peores incluso que la extraña alianza del último dragón con un shek eran las habladurías que ligaban a Kirtash a la propia Lunnaris. A unos pocos les parecía una historia bellamente trágica, pero la mayoría encontraba la idea demasiado repugnante como para ser cierta.

No; ciertamente, aquellos tres jóvenes no eran unos héroes al uso. Resultaba infinitamente más sencillo y menos perturbador cantar las hazañas del príncipe Alsan de Vanissar, del mago Shail, de Aile, la poderosa hechicera feérica, de Hor-Dulkar, el señor de los Nueve Clanes, de los feroces feéricos del bosque de Awa, de Tanawe y sus dragones, de Denyal, Covan, Kestra y todos los demás, incluso de la propia Kimara, la semiyan, antes que hablar del dragón, del unicornio... y del shek.

Los héroes aclamados por todos eran los Nuevos Dragones. Docenas de dragones artificiales surcaban los cielos de Nandelt, persiguiendo a las serpientes donde quiera que se ocultaran. Se sabía que Denyal y Tanawe estaban preparando una escuadra de dragones para enviarla a Kash-Tar, en ayuda de los rebeldes que se habían alzado contra Sussh. Qaydar estaba al tanto de que Kimara quería ir con ellos y volver a pilotar un dragón, como ya había hecho en la batalla de Awa.

—No sabes lo que estás diciendo. Jack sigue siendo un dragón, el último dragón. Y, por perfectas que sean esas máquinas, no dejan de ser máquinas. Alguien como tú, por cuyas venas corre el fuego de Aldún, debería conocer la diferencia.

Kimara bajó la cabeza, temblando. Desde la primera vez que sus ojos se habían cruzado con los de Jack, en el desierto, había tenido una fe inquebrantable en él, había sabido que aquel dragón los salvaría a todos. Pero después había muerto, o eso le habían dicho. Y habían tenido que librar solos la última batalla. Ahora, Jack había regresado, pero no se comportaba en modo alguno como un dragón. «Nosotros somos los Nuevos Dragones», había dicho Kestra en una ocasión. «Triunfaremos allá donde los Viejos Dragones fueron derrotados». Kimara estaba empezando a creer que tenía razón.

—No vas a ir a Kash-Tar, Kimara —concluyó Qaydar—. Lo quieras o no, tu vida pertenece a la Orden Mágica.

—Mi vida solo me pertenece a mí —se rebeló ella, con sus ojos de fuego reluciendo furiosamente—. Si quiero regresar a Kash-Tar nadie va a poder impedírmelo.

Qaydar avanzó un paso hacia ella.

—No me desafíes, niña —dijo con calma—. Todavía sigo siendo tu maestro.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Y entonces, en aquel breve silencio, alguien llamó a la puerta.

—Pasa, Jack —suspiró Qaydar, volviéndose hacia la entrada. Kimara no lo admitiría nunca, pero, cuando rompieron el contacto visual, se sintió mucho mejor.

La puerta se abrió, y el joven dragón entró en la estancia. Kimara desvió la mirada. Todavía se sentía confusa con respecto a Jack. Desaprobaba su actitud, sí, y prefería al Jack que había conocido en el desierto; pero no era menos cierto que el nuevo Jack parecía más adulto, más poderoso y más seguro de sí mismo. Y había algo en él que la intimidaba.

El apenas la miró, lo cual era otra señal de lo mucho que había cambiado. No era que ya no la apreciara como amiga: si ella lo saludaba, si se acercaba a él, la trataba con el cariño y la confianza de siempre. Pero la mayor parte del tiempo actuaba como si no se acordara de que ella existía. Y no lo hacía a propósito. Simplemente, estaba distante, en alguna dimensión extraña y lejana, en un mundo propio en el que se sentía más cómodo... en un mundo menos humano. «¿Eran así todos los dragones?», se preguntó la semiyan. «Con esa aura de poder, con esa mirada tan intensa, con esa forma de ver el mundo, desde lo alto, como si todos los demás fuésemos muy pequeños en comparación con ellos». No era una idea agradable y, sin embargo... no podía negar que, a pesar de todo, Jack seguía pareciéndole muy atractivo, incluso más que antes.

—Qaydar —dijo el chico—. Te estaba buscando.

Aquel día estaba distinto, apreció Kimara. Tenía los ojos húmedos y estaba temblando. Y, aun así, seguía intimidándola con su mera presencia.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Es...?

—Victoria —asintió él—. Victoria se ha despertado.

Kimara dejó escapar una exclamación de sorpresa, y Jack se volvió hacia ella por primera vez.

—Hola —saludó, con una sonrisa.

«No me había visto», pensó ella. No era la primera vez que ocurría.

—Alabados sean los Seis —dijo Qaydar—. ¿Cómo está?

—No puede moverse. Está tan débil que apenas puede hablar, pero está... está viva, y consciente.

—Alabados sean los Seis —repitió Qaydar—. Voy a verla inmediatamente. Avisaré a...

—No —cortó Jack—. Está aturdida, no quiero confundirla más llenando su habitación de gente. No le digas nada a nadie. Todavía no. Tiene que recuperar fuerzas.

 




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