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Buenas y malas noticias 10 страница



Ymur movió la cabeza.

—Primero me dices que el dios de mi pueblo no es el padre bondadoso en el que creemos desde hace milenios, sino que se trata en realidad de una poderosa fuerza destructiva, ciega e invisible, que puede aplastarnos a todos sin darse cuenta. Y ahora me vienes con que las voces de los Seis trastornan a las personas hasta el punto de hacerles perder la razón. ¿Sabes lo que estás diciendo?

—Hablo de hechos, Ymur. De lo que he visto, y de lo que me han contado los propios sacerdotes y sacerdotisas. Pero tú, que has pasado casi toda tu vida en un Oráculo... ¿no has contemplado nunca nada semejante?

—Yo no soy un Oyente. Lo que sucede dentro de la Sala de los Oyentes, solo ellos y los dioses lo saben, aunque es cierto que no es algo que se deba tomar a la ligera. Recuerdo el caso de un joven humano que entró allí sin permiso y trató de entablar comunicación con los dioses... Algo debieron de responderle, porque salió de allí bastante alterado. Pero no perdió el juicio ni su capacidad de audición, que yo sepa.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Shail con curiosidad.

—No recuerdo... hace varios años. Tal vez veinte; tal vez más, o tal vez menos.

Shail se echó hacia atrás, perplejo.

—Eso fue antes de la profecía, en todo caso. Por lo que tengo entendido, las voces de los dioses solían ser apenas tenues murmullos a los que había que prestar mucha atención. Es raro que alguien que no hubiera sido adiestrado como Oyente pudiera percibir algo en esa sala. Tal vez los dioses ya hablaron a gritos hace tiempo, pero en tal caso no sé cómo es posible que solo los oyera una persona.

—Puede que fuera un Oyente nato —opinó Ymur—. Algunas personas nacen con una sensibilidad especial. Los Oyentes de este tipo son muy valorados en los Oráculos.

—¿De verdad? ¿Y qué hizo ese joven después? ¿Se quedó entre vosotros?

Ymur negó con la cabeza.

—No, se marchó, creo. Confieso que yo no solía estar muy al tanto de lo que sucedía en el Oráculo. Si recuerdo a ese humano es porque tuve trato directo con él, al menos antes de que se colara en la Sala de los Oyentes. Lo que hizo después ya no lo sé.

—¿Cómo era? ¿Cómo se llamaba? ¿Quién...?

—Las preguntas, una por una, mago —cortó Ymur—. No me acuerdo de su nombre, pero tú me recuerdas bastante a él: los dos decís cosas irreverentes.

—¿Cosas irreverentes? —repitió Shail, cada vez más interesado—. ¿Anunciaba la llegada de los dioses, acaso?

—Peor aún: tuvo la desfachatez de venir a preguntarme si entre los textos sagrados de mi biblioteca conservaba algún documento que hablara del Séptimo dios. ¡Del Séptimo dios! Ya puedes imaginar lo que le contesté. Es lo que yo digo: los magos, especialmente los jóvenes, siempre se creen por encima de todo; pero hay cosas que nadie debería... ¿qué te ocurre, hechicero? ¿Por qué pones esa cara?

 

Una silueta tenue y esbelta se deslizó por entre los árboles, hacia Yaren y los szish. No la vieron hasta que la tuvieron encima, porque las hadas se mueven por el bosque como si formaran parte de él; pero Christian la había detectado desde el primer momento.

—¿Qué me habéis traído? —preguntó una voz sensual y aterciopelada.

Los cinco cayeron de rodillas ante ella y se echaron de bruces al suelo, en señal de humildad. El chico szish se había quedado pasmado mirando a la recién llegada, hasta que uno de sus compañeros lo obligó a arrojarse al suelo de un empujón.

—Hicimosss lasss pruebasss de inssstinto y percepción, como ordenassste, mi ssseñora —dijo Isskez—. Essste muchacho venció a todosss los jóvenesss de sssu clan y luego fue el primero en lasss pruebasss finalesss.

Ella se inclinó un poco hacia él. Hasta Christian llegó la suave fragancia floral que despedía su largo cabello.

—Tan joven —comentó, con una nota de interés en su voz—. Mírame —le dijo, en la lengua de los szish.

El muchacho alzó la cabeza, tembloroso. En aquel momento, Erea asomó desde detrás de una nube, y su luz plateada iluminó los rostros de todos los presentes. Incluido el del hada a la que Yaren y los demás hacían tanta reverencia.

Christian no pudo reprimir un estremecimiento cuando reconoció sus rasgos. Ya la había identificado por su forma de andar, por su voz, por su fragancia, que tan bien recordaba. Pero no había querido creerlo hasta que no la vio con sus propios ojos.

Gerde.

«La mate», pensó, aturdido. «La maté. Estaba muerta».

Había arrojado a Jack, malherido, a un río de lava. Pero no estaba muerto entonces, y a fin de cuentas era un dragón, de modo que, si se paraba a pensarlo, no había nada de particular en que sobreviviera al fuego. Sin embargo, el caso de Gerde era diferente. El mismo había soltado los hilos de su conciencia, había paralizado sus funciones cerebrales y, con ello, había hecho también que dejara de latir su corazón. La había matado.

Siguió observándola, todavía anonadado. Había algo en ella que era diferente de lo que recordaba, pero no habría sabido decir el qué. Por el momento, solo entendía que no era capaz de dejar de mirarla.

El hada se había acuclillado junto al muchacho, tomando su rostro entre las manos, y lo observaba con una leve sonrisa en los labios.

—No estás mal para ser una serpiente —comentó con cierta dulzura—. ¿Cómo te llamas?

—Assher, mi señora.

—Assher —repitió Gerde—. ¿Sabes por qué estás aquí?

El szish tragó saliva.

—Porque superé las pruebas, mi señora. Mejor que todos los demás.

Gerde le sonrió.

—Bien —arrulló—. Bien, mi joven serpiente.

Se separó de él, con ligereza, y se puso de nuevo en pie.

—Levantaos todos —ordenó—. Ya estoy cansada de tanta adoración.

Se volvió hacia Yaren.

—En cuanto a ti —le dijo, muy seria, de nuevo en idhunaico común—, tienes muchas cosas que explicarme.

Yaren bajó la cabeza. Temblaba como un niño.

—Yo... lo siento mucho. Me dejé llevar.

—Tenías que volver a mirarla a los ojos, ¿verdad? Tenías que decirle lo desgraciado que eres por su culpa. Y ahora los has puesto sobre aviso a todos ellos. Te dije que era muy pronto, cerebro de trasgo. Muy pronto. Y te has dejado sorprender y atrapar. Más te valiera que te hubiesen matado.

El hechicero, aterrorizado, se dejó caer de rodillas, a sus pies.

—Suplico tu perdón, mi señora. Te juro que no volveré a desobedecerte.

Christian frunció levemente el ceño. La voz de Gerde había sonado solo un poco amenazadora, pero su gesto era tan encantador como siempre. ¿Cómo podía inspirar tanto terror en Yaren?

—Y bien —sonrió ella—. ¿Qué has visto?

Yaren alzó la cabeza, confuso.

—¿Qué...?

—Que qué has visto. En sus ojos. En los ojos de Victoria.

Los dedos de Christian se crisparon involuntariamente al oír su nombre. Había una velada amenaza en el tono de voz de Gerde al hablar de Victoria, algo sombrío que al shek le resultó extrañamente familiar.

Yaren tardó un poco en contestar.

—Nada, mi señora —dijo por fin—. ¿Qué habría de ver?

—Nada, claro. Podrían emitir destellos cegadores de luz y serías incapaz de verlos, porque los humanos sois completamente ciegos a la luz de un unicornio —suspiró, exasperada—. Esa muchacha debería estar muerta y, sin embargo, se ha despertado. ¿Y cómo voy a saber si el unicornio sigue vivo en ella, si tú no puedes ver su luz?

—Tenía... una especie de agujero en la frente —se apresuró a responder Yaren—. Y estaba muy débil, tanto que apenas podía caminar.

Gerde se volvió para mirarlo.

—Un agujero —repitió—. Bien, no lo has hecho tan mal como creía. El unicornio sigue vivo... pero sin su cuerno.

Se rió. Su risa era pura y cantarina, pero seguía teniendo ese ligero matiz frío e inhumano que a Christian le resultaba tan familiar, y que le chocaba encontrar en la voz de Gerde.

Le dio la espalda a Yaren y volvió a prestar atención al muchacho szish. Utilizó de nuevo la lengua de las serpientes (Christian no recordaba que Gerde la hubiese hablado jamás con tanta fluidez) para decirle de manera tranquila:

—Entonces ya lo sabes. Lo que voy a entregarte esta noche no te lo puede dar nadie más. Nadie más, en todo Idhún. ¿Eres consciente de eso?

El joven Assher alzó la mirada hacia ella, una mirada de profunda adoración.

—S..soy consciente, mi señora.

A Christian, oculto entre la espesura, le resultaba difícil conservar la calma. Ya había intuido hacía rato lo que estaba sucediendo, y sabía qué iba a presenciar. Y no estaba seguro de estar preparado para verlo.

—Levántate —estaba diciendo Gerde al chico szish—. Retiraos —ordenó a los demás.

Todos obedecieron. El hada alzó entonces la mano, y algo blanco y brillante, como una daga de luz de Erea, centelleó entre sus dedos.

Christian hundió las uñas en el tronco del árbol hasta casi hacerse daño. Reprimió el deseo de desenvainar a Haiass e irrumpir en el claro para matarlos a todos. Respiró hondo y se esforzó por conservar la calma.

Para ello tuvo que cerrar los ojos un momento. Para no ver aquel cuerno de unicornio, el cuerno de Victoria, en manos de Gerde.

Pero los abrió a tiempo de ver cómo el hada deslizaba la superficie perlina del cuerno por la piel escamosa de Assher, primero por su mejilla, descendiendo luego hasta su cuello, como una caricia de luz. El joven cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, con un suspiro, disfrutando de la sensación incomparable de la magia inundando su cuerpo.

Christian contemplaba la escena, en apariencia impasible. Algo afloró de lo más profundo de su conciencia, un recuerdo semiolvidado: el recuerdo del momento en que un unicornio le había entregado su don, diecisiete años atrás. Los detalles de aquel día todavía le resultaban confusos. Pero estaba empezando a darse cuenta de que, en el fondo, nunca había llegado a olvidar del todo la luz del unicornio.

Volvió a la realidad. Un poco más lejos, el chico szish había dejado caer los hombros y temblaba. Christian no podía verlo desde allí, pero sabía que estaba llorando.

Gerde lo contempló en silencio, con una expresión indescifrable.

—Lleváoslo —dijo entonces—. Isskez, tú serás su tutor. Inícialo en el arte de la hechicería y, cuando juzgues que está preparado... tráemelo. Enhorabuena, muchacho —le dijo con dulzura, acariciando su mejilla con las yemas de los dedos—. Ya eres un iniciado. Pero no cualquier iniciado. Tengo planes para ti, Assher. Aprende a hacer buen uso de tu don... y te recompensaré con creces.

El joven szish trató de decir algo, pero no le salió la voz. Los otros lo apartaron de la presencia de Gerde, que se volvió a mirarlos mientras se adentraban en el bosque.

Solo Yaren permaneció a su lado. Se había quedado contemplando el lugar por el que se habían marchado los hombres-serpiente, con los ojos entornados y una clara expresión sombría en sus facciones.

El hada se volvió hacia él.

—Envidias a Assher, ¿no es verdad?

—Con todo mi ser —dijo Yaren en voz baja; la miró, con un destello de súplica en sus ojos grises—. ¿No podrías...?

—Ya lo hemos intentado —cortó ella, con sequedad—. Sabes que no funciona.

—Pero tú... eres poderosa. Eres la hechicera más poderosa que...

—Soy mucho más que una hechicera poderosa, pero hay cosas que, simplemente, no pueden deshacerse. Te lo he explicado muchas veces: para limpiarte por dentro tendría que canalizar hacia ti una gran cantidad de energía. Y podría hacerlo —rió—, podría entregarte toda la magia que necesitas para curarte. Pero entonces tu cuerpo estallaría en millones de pedazos. Por eso fueron creados los unicornios, así es como funcionan sus cuernos; porque los mortales son recipientes que ellos deben llenar de magia, pero la magia del mundo es tan inmensa, tan vasta... que si no la canalizaran a través de su cuerno, el recipiente sería destruido. Sería como colocar una frágil vasija de barro al pie de una catarata. —Se encogió de hombros—. Los humanos sois tan delicados... os rompéis enseguida.

—Lo sé —suspiró Yaren—. Sé que si usas el cuerno no podrás entregarme toda la energía que necesita mi cuerpo para desalojar la magia corrupta que ella me entregó. Y sé que, si no lo usas, moriría en el intento. Pero tiene que haber... tiene que haber otra manera.

—Estoy en ello —repuso Gerde, con una suave sonrisa—. Pero espero que comprendas que, ahora mismo, eso no es una prioridad para mí. Y menos después de lo que has hecho hoy.

Yaren calló un momento y bajó la mirada.

—Saben que estás aquí —le dijo en voz baja—. Nos encontrarán.

En el rostro del hada se dibujó una enigmática sonrisa.

—Lo sé —se limitó a decir.

Yaren la miró, interrogante. Gerde sacudió la cabeza, y su cabello color aceituna ondeó en torno a ella.

—Regresa al campamento y espérame en mi árbol. Tengo algo que hacer.

El hechicero humano esbozó una de sus sesgadas sonrisas y, tras hacer una breve reverencia, desapareció en pos de los szish.

En cuanto se quedó sola, Gerde dio media vuelta y clavó sus ojos negros en las sombras.

En el lugar donde se ocultaba Christian.

Ningún humano, ni szish, ni siquiera un hada como ella, podría haberlo detectado con canta facilidad. Pero hacía rato que el shek sospechaba que Gerde ya no era un hadacomo las demás. Desenvainó a Haiass, en tensión, aguardando algún gesto de ella. Y entonces, de súbito, Gerde desapareció.

Christian tardó apenas una centésima de segundo en dar media vuelta y cubrirse con la espada. Su intuición le señaló sin margen de error dónde estaba el hada, pero no la vio hasta que la tuvo justo frente a él.

Cruzaron una mirada tensa. Christian mantenía la espada en alto pero, por alguna razón, no podía descargarla. Gerde sonreía.

Finalmente, el shek bajó la espada, lentamente.

—Estabas muerta —dijo en un susurro; había un levísimo temblor en su voz.

—Lo estaba —asintió Gerde—. Pero ahora ya no lo estoy.

Christian bajó la cabeza, rompiendo el contacto visual. No era capaz de soportar aquella mirada, la mirada de unos ojos negros que mostraban un extraño brillo metálico. La sonrisa de Gerde se hizo más amplia al ver que el shek temblaba.

—Me has encontrado —dijo el hada con suavidad—. ¿Sorprendido?

—Desagradablemente sorprendido, sí —reconoció él; seguía con la vista baja.

—¿No me has echado de menos? —ronroneó ella.

—Si hubiese tenido intención de echarte de menos, no te habría matado —replicó Christian. La sonrisa se congeló en el bello rostro del hada.

—Cierto. Me mataste. ¿Cómo he podido olvidarlo?

Christian levantó la cabeza, muy lentamente. La miró a los ojos, reprimiendo un escalofrío al detectar en ellos aquella fuerza que había irradiado la mirada de su padre, y que siempre lo había intimidado. Entonces había creído que temía y respetaba a Ashran porque era su padre, su creador, quien había hecho de él lo que era. Ahora sabía que no era así.

Se estremeció cuando los dedos del hada recorrieron su cuello, ágiles como mariposas.

—¿Qué vas a hacer ahora, Kirtash?

—Te mataría otra vez, si pudiera —respondió Christian con serenidad.

—Pero sabes que no puedes.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? ¿Tienes intención de hacérmelo pagar? Porque, si es así... abrevia, por favor.

Gerde le dedicó una risa encantadora.

—Tan adusto como siempre —comentó, pasando los brazos en torno a su cuello, y pegando su cuerpo al de él—. Es un alivio ver que esa chica no ha conseguido ahogar por completo tu fría personalidad de shek.

—Tampoco tú pareces haber cambiado —replicó él—. A pesar de que puedo imaginar lo traumático que debe de ser morir, y regresar de la muerte transformada en... ¿qué? ¿La Séptima diosa?

—Tampoco has perdido tu perspicacia —sonrió ella—. Ya deberías saber, pues... que soy tu dueña. Que me debes obediencia. Total, absoluta... incondicional.

Christian movió la cabeza.

—Cómo debes de estar disfrutando con esto, ¿verdad?

—Siempre es agradable ver que los vientos del cambio soplan a tu favor.

Christian se la quitó de encima, sin brusquedades pero con firmeza.

—No te temo. Luché contra Ashran. Lo vencimos. No tenía tanto poder sobre mí como me hacía creer.

—Se le escapaba tu parte humana, Kirtash. Tu parte humana no le debía obediencia. Creyó que por el simple hecho de ser el padre natural de esa parte humana lograría controlarla. Pero no fue así.

—Tú no eres mi padre.

—Cierto —sonrió encantadoramente—. Pero, aun así, tengo más poder sobre ti del que Ashran tuvo jamás. ¿No lo entiendes? Tu parte shek me pertenece porque soy tu diosa. Tu parte humana me rendirá pleitesía... porque eres un hombre.

Christian retrocedió un paso y sacudió la cabeza.

—No funciona, Gerde. No me siento atraído por ti.

Gerde le dedicó una risa cantarína.

—¿De veras? Quizá es porque no me has mirado bien. ¿Qué tal... ahora?

Con cada una de las últimas palabras de Gerde, Christian sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas, cada vez más rápido. De pronto, el aire pareció volverse más fragante, y la voz de Gerde, mucho más melodiosa, como un canto de sirena. Christian la miró, un poco aturdido, y se quedó sin respiración. Jamás había visto una criatura tan bella como la mujer que se alzaba en aquellos momentos ante él, el hada de ojos profundos como el corazón de la floresta, de larguísimo cabello suave y ligero como diente de león. Cerró los ojos e inspiró hondo, tratando de calmarse. Pero el corazón le latía muy deprisa, y eso no era habitual en él. Abrió los ojos lentamente. Tragó saliva. Parecía que solo existía una cosa en el mundo, y eran los labios de Gerde.

Luchó contra el impulso que lo empujaba a besarlos, y trató, desesperadamente, de recordar a Victoria, porque sabía que, si caía en brazos de Gerde, su voluntad dejaría de pertenecerle, y no había nada que temiera más que perder la capacidad de tomar sus propias decisiones. Buscó a Victoria al otro lado de su percepción, pero no la encontró, y entonces recordó que había roto el contacto con el anillo para dejarla completamente a solas con Jack. En aquel breve instante de vacilación, el poder seductor de Gerde terminó de adueñarse de él.

—¿Qué me dices ahora, Kirtash? —sonrió ella—. ¿Me perteneces... o no?

Por toda respuesta, Christian la besó apasionadamente, como jamás había besado a ninguna mujer.

«No soy yo», pensó, por un momento. «Yo nunca perdería el control de esta manera. Nunca. Ni siquiera por...»

El nombre de la mujer a la que realmente amaba quedó ahogado entre sus pensamientos por el suave perfume floral que emanaba de la piel y el cabello de Gerde.

Entonces, cuando estaba completamente enredado en su cuerpo, cuando el deseo había ya tomado las riendas de su racionalidad, Gerde se lo quitó de encima con una risa cruel. Christian dio un paso adelante para volver a acercarse a ella, pero el hada extendió la mano hacia él para marcar las distancias.

—Quieto —ordenó, y Christian, aunque no soportaba estar tan lejos de ella, obedeció. Respiró hondo y, poco a poco, fue recobrando la cordura—. Las cosas han cambiado un poco. Puede que a mí ya no me interese un medio shek. Eres poca cosa para alguien como yo, Kirtash.

Christian le dirigió una mirada repleta de frío odio.

—No soy un medio shek. Tú, mejor que nadie, deberías saber que mi esencia de shek está intacta. Soy un shek completo.

—Y también eres un completo humano —replicó el hada con una sonrisa cruel.

—No creo que eso te importe en el fondo —observó Christian—. Tus magos son completos humanos, o completos szish. Inferiores a mí.

—Oh, ¿estás celoso?

—Celoso, no. Solo herido en mi orgullo —replicó él con frialdad.

—No, Kirtash, tendrás que ganarte el privilegio de tocarme.

—¿Qué te hace pensar que tengo interés en tocarte?

Gerde alzó una de sus finas y arqueadas cejas, con una sonrisa burlona, y Christian sintió que el deseo volvía a apoderarse de él. Luchó por dominarlo, furioso al saberse en manos del hada, al saber que ella estaba jugando con él, y que, por primera vez, era ella quien lo controlaba a él.

Gerde se acercó a él, un poco más. Lo miró por debajo de sus espesas pestañas.

—Estás solo, Kirtash —lo arrulló—. Completamente solo. Tu chica unicornio ha perdido su cuerno; sin él, no es más que una humana corriente. No será capaz ya de contener al dragón. Tarde o temprano, él te matará, si no lo has matado tú antes. Y entonces, ¿qué? ¿Qué harás? ¿Adonde irás?

Christian no respondió.

—Quédate con nosotros —le susurró Gerde al oído—. Con tu gente. Con tu diosa.

El shek alzó la cabeza.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

Gerde rió con suavidad.

—No pierdes facultades, Kirtash. Cierto, quiero algo de ti. Quiero que hagas algo por mí. Y lo harás, porque sabes, en el fondo... que no tienes elección. Porque es una cuestión de lealtades, y porque nunca has dejado de pertenecerme.

Lo besó de nuevo. Christian cerró los ojos y la dejó hacer. Cuando ella dio un paso atrás y lo miró de arriba a abajo, evaluadoramente. Christian no dijo nada, ni movió un solo músculo.

—Estás un poco más alto —comentó—. Todo un hombre ya. Y sigues tan atractivo como te recordaba. Lástima —suspiró—, tengo ya planes para esta noche. Pero si no me fallas esta vez, si cumples la misión que te voy a encomendar, puede que olvide algunos pequeños asuntos... Y, quién sabe... tal vez te invite a pasar alguna noche en mi árbol. Por los viejos tiempos, ¿eh?

Christian no dijo nada, pero apretó los puños inconscientemente. Gerde sonrió y volvió a acercarse a él. Se puso de puntillas para hablarle al oído, y su suave aliento acarició la mejilla del shek.

—Escúchame, porque no voy a repetirlo dos veces. Escucha lo que quiero que hagas. Si obedeces, te recompensaré... y valdrá la pena, créeme. Si no lo haces... te mataré.

Y algo en su tono de voz, algo oscuro y poderoso, que Christian conocía muy bien, lo hizo estremecerse de terror de los pies a la cabeza.

—¿Me has entendido? —preguntó ella.

—Sí —respondió Christian en voz baja.

—¿Cómo has dicho?

El shek alzó la cabeza, pero, una vez más, fue incapaz de soportar la fuerza de la mirada de Gerde.

—Sí, mi señora —se corrigió.

 

 

V

Buenas y malas noticias

 

Los primeros rayos de luz de Kalinor bañaron el rostro de Jack a primera hora de la mañana. El muchacho parpadeó, somnoliento, pero no tardó en situarse. Bajó la mirada y vio a Victoria, profundamente dormida entre sus brazos, su cascada de bucles oscuros desparramada sobre las sábanas. Se dio cuenta de que le había crecido muchísimo el pelo en todo aquel tiempo. Jack acarició aquel manto de cabello castaño, todavía un poco dormido.

Entonces los detalles de lo que había pasado la noche anterior acudieron a su memoria. Abrió los ojos del todo, bruscamente, y contempló de nuevo a Victoria, entre maravillado y confuso, como si la viera por primera vez. Y sí, había algo distinto en ella, aunque no habría sabido decir el qué, y el apabullante torrente de pensamientos que inundaba su mente le impedía pensar con claridad.

Volvió a cerrar los ojos un momento, disfrutando de la sensación de tener el cálido cuerpo de Victoria tan cerca del suyo. Todavía estaba algo aturdido y le costaba asimilar tantas emociones, y ordenar ideas y sentimientos. Pese a ello, no pudo evitar que una sonrisa iluminase su rostro.

No había sucedido exactamente como él había pensado. Los nervios, la timidez y la inexperiencia habían entorpecido sus movimientos; por suerte, el amor, la ternura y la confianza habían salvado aquella noche de ser un desastre total. Jack suspiró para sus adentros. En el fondo de su ser había temido que Victoria ya hubiese pasado antes por aquello; que Christian, más seguro de sí mismo, mayor y más experimentado, se hubiera adelantado a Jack. Pero había resultado que no: que él, Jack, era el primero. Le había sorprendido gratamente. No solo porque a su orgullo masculino le sentaba muy bien haber obtenido aquel pequeño triunfo sobre su rival, sino también porque, aunque jamás lo confesaría, había sido para él un alivio saber que Victoria no tenía nada con que comparar la experiencia de aquella noche.

Se arrepintió enseguida de aquellos pensamientos, recordando que Christian solía reprocharle, no sin razón, que tendía a tratar a Victoria como si fuera un trofeo que ambos debieran disputarse. Sonrió. «No, Victoria», le dijo a la joven en silencio. «Esto es solo entre tú y yo. Y me siento feliz por haberlo compartido contigo».

Siguió contemplándola, callado, hasta que ella abrió lentamente los ojos, parpadeando. Vio a Jack y le sonrió, todavía desde la bruma que separa el sueño de la vigilia.

—Buenos días —dijo él en voz baja.

 




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