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Buenas y malas noticias 5 страница



Ahora lo llevaba colgado al cuello, una enorme gema cárdena del tamaño de un puño. Habría preferido que fuera algo menos llamativo, pero Ydeon no se sentía cómodo trabajando con cosas pequeñas. De todas formas, poco a poco el amuleto empezaba a hacer efecto, porque se notaba más despierto y perceptivo, a pesar de que llevaba tanto tiempo sin dormir.

Viajaron durante todo el día, deteniéndose sólo para comer. La pierna de Shail no dio ningún problema. Y cuando hicieron un alto para descansar por la noche, en una grieta de las montañas, el joven mago cayó rendido de cansancio, y durmió de un tirón hasta el primer amanecer, sin preocuparse por nada más. Mientras tanto, su amuleto de mantenimiento brillaba tenuemente en la semioscuridad, con una suave luz violeta, conservando su magia tan activa como cuando estaba despierto.

Al levantarse por la mañana y comprobar que todo estaba en orden, Shail se sintió contento y optimista por primera vez en mucho tiempo. Deseó que Zaisei estuviera allí para poder compartir su alegría con ella. Si todo iba bien, pronto volverían a encontrarse.

 

Zaisei recorría las calles de Rhyrr sin apenas fijarse en lo que sucedía a su alrededor. Era cierto que había echado de menos la Ciudad Celeste, llena de luminosas plazas y amplias calles, bordeadas de edificios de paredes blancas y tejados de cúpulas azules, salpicada de las altas torres-mirador que se elevaban hacia el claro cielo de Celestia y que tanto gustaban a los celestes, porque subiendo a su cúspide se sentían más cerca de su elemento. Había echado de menos la sensación de estar rodeada de su gente, la paz que ello suponía, sin mentiras, sin engaños, sin malos deseos. Convivir con otras razas, especialmente con humanos, resultaba agotador para cualquier celeste, y Zaisei, pese a haber pasado casi toda su vida lejos de Celestia, no era una excepción.

Sin embargo, aquel día deseaba con toda su alma estar en otra parte.

Llegó casi sin aliento a la Biblioteca, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, con un cuerpo central cubierto por tres cúpulas, una sobre otra, y dos amplios cuerpos laterales que se extendían como las alas de una mariposa. Zaisei había admirado a menudo la delicada y equilibrada belleza de aquel lugar, pero en aquella ocasión no se detuvo a contemplar las enormes paredes acristaladas ni las altas columnas blancas. Subió por las escaleras a toda prisa y recorrió las estancias, en busca de la Venerable Gaedalu.

Tenía una idea bastante aproximada de dónde encontrarla. La Madre y su cortejo habían llegado allí varias semanas atrás, y se habían alojado en una de las grandes casas de Rhyrr, que el alcalde de la ciudad les había cedido con mucho gusto cuando Gaedalu había expresado su deseo de pasar un tiempo allí, consultando los archivos de la biblioteca. La varu solía pasar los días, y a veces también las noches, encerrada en una de las salas más restringidas, aquella en la que se guardaban los documentos más antiguos. Zaisei no sabía qué estaba buscando Gaedalu con tanto afán, pero sí estaba al tanto de que la mayor parte de los textos que examinaba trataban sobre mitología, historia y religión. Aquello, en principio, no tenía nada de particular. Los Oráculos estaban sumidos en el caos, el último unicornio se debatía entre la vida y la muerte y el último dragón había anunciado que se avecinaba una guerra de dioses, una guerra que podría arrasar el continente. Si Gaedalu buscaba respuestas en los textos antiguos, la Biblioteca de Rhyrr era el lugar más indicado. No obstante, había dos cosas que preocupaban a Zaisei. La primera era que ella y Gaedalu llevaban ya mucho tiempo allí, y que las sacerdotisas del Oráculo necesitaban a la Madre en Gantadd. Y la segunda, y más inquietante aún, tenía que ver con los sentimientos de Gaedalu.

Zaisei sacudió la cabeza y trató de no pensar en ello. Además, las noticias que había recibido aquella misma mañana lo cambiaban todo y daban un nuevo giro a las pesquisas de la varu.

Al llegar a la estancia halló a la Madre Venerable inclinada, como siempre, ante un enorme volumen que había sacado de una de las estanterías del fondo. Estaba tan concentrada en su estudio que no se había dado cuenta de que su piel empezaba a resecarse.

Zaisei frunció el ceño, inquieta, pero no por el estado de la piel de la Madre. En los últimos tiempos no resultaba agradable acercarse a ella. Cuando lo hacía, Zaisei experimentaba en su interior ecos de un sentimiento sombrío y violento, un rastro de dolor, odio y deseo de venganza que la turbaban y le revolvían el estómago. Aquella sensación era más intensa cuando se reunía con Gaedalu en la biblioteca. Lo que estaba buscando en aquellos documentos antiguos alimentaba aquel odio en el corazón de la varu, eso parecía claro; pero Zaisei no podía deducir nada más, y tampoco se atrevía a preguntar.

Se quedó en el umbral, por tanto, y carraspeó con delicadeza para hacerse notar. Gaedalu alzó la cabeza. Inmediatamente, la sensación desagradable disminuyó, y Zaisei detectó, como de costumbre, el cariño y el orgullo que teñían los sentimientos de la Madre cada vez que la miraba. Zaisei se sentía abrumada y agradecida ante aquel cariño: sabía que Gaedalu la trataba más como a una hija que como a una pupila, porque había sido buena amiga de su madre, y porque al protegerla a ella, de alguna manera, recordaba a Deeva, la hija que había perdido tiempo atrás. Zaisei no había llegado a conocer a Deeva. Ella era una niña de poco más de cinco años en la época de la conjunción astral, cuando Deeva, por aquel entonces una poderosa hechicera, había partido al exilio para no volver.

Zaisei, en cambio, se sentía demasiado intimidada por Gaedalu como para poder tratarla con la misma confianza que a una madre, aunque la admiraba y hacía lo posible por no decepcionarla.

«Zaisei», sonrió Gaedalu. «¿Qué pasa? ¿A qué vienen tantas prisas?»

La joven trató de olvidar el rastro de odio que había percibido en la Madre Venerable. Los celestes nunca ocultaban sus sentimientos entre ellos, porque no podían hacerlo, pero eran muy conscientes de que otras razas no poseían esa capacidad de leer en los corazones de los demás y que por eso escondían o disimulaban sus emociones, temerosos de que otros pudieran descubrirlas. Por una cuestión de respeto, los celestes habían aprendido a ser discretos en ese aspecto, y por norma general se guardaban para sí lo que sabían sobre los sentimientos ajenos.

—Ha llegado un mensaje desde Nanhai, Madre Venerable —anunció, y sonrió sin poder evitarlo—. Es de Shail, el hechicero.

Cualquier celeste habría notado sin ninguna dificultad que el corazón de Zaisei se henchía de emoción cada vez que pronunciaba su nombre. Pero Gaedalu no necesitaba ser celeste para saber muy bien, a aquellas alturas, cuál era la relación existente entre los dos jóvenes. Le dirigió una mirada severa.

«No me gusta ese muchacho, Zaisei», decretó. «Dice cosas extrañas y ha estado aliado con el hijo de Ashran».

Cuando Gaedalu mencionó a Kirtash, Zaisei volvió a percibir aquella huella de ira y odio en su alma. Retrocedió un paso, intranquila, pero se obligó a centrarse en el tema que estaban tratando.

—Existe un lazo, Madre Venerable —le recordó con tacto.

«Lazos», repitió Gaedalu. «Los celestes concedéis demasiada importancia a los lazos».

Zaisei sonrió. Había mantenido aquella discusión con muchas personas no celestes.

—Al final resulta —dijo— que los lazos son siempre lo único que importa.

«Lo único que puede hacer cambiar el curso de la historia, o incluso malograr una profecía; la diferencia entre la victoria o la derrota de un dios», se dijo, con un ligero estremecimiento, al recordar la extraña relación entre Jack, Christian y Victoria.

«Bien, existe un lazo entre Shail y tú», suspiró Gaedalu. «De acuerdo. Supongo que ya eres mayorcita para saber lo que estás haciendo».

Zaisei inclinó la cabeza.

—Gracias, Madre Venerable. Pero no os he molestado para hablar de lazos, ni de mi relación con Shail. La carta contiene información importante, que debéis conocer de inmediato.

Una parte del mensaje de Shail también era personal. El mago no había podido resistir la tentación de decirle en la carta lo mucho que la quería y cuánto la echaba de menos. Zaisei sonrió para sus adentros. A Shail le había costado mucho sincerarse con ella en su día, pero, una vez lo había hecho, solía reiterar sus sentimientos muy a menudo, sin tener en cuenta que Zaisei ya los conocía. «Supongo que es difícil para él, para todos los humanos en general», pensaba la joven a veces, «puesto que no son capaces de ver los lazos que existen entre las personas y van a ciegas en cualquier relación».

Se saltó aquellos párrafos y leyó en voz alta la parte referente a los descubrimientos de Shail en Nanhai. Como la primera vez que sus ojos habían paseado sobre aquellas líneas, Zaisei no pudo evitar que se le encogiera el corazón de angustia al imaginar la cordillera sacudida por una fuerza destructora que Shail asociaba con el dios Karevan.

«¿Cómo se atreve a insinuar semejante cosa?», dijo Gaedalu, perpleja, y hasta Zaisei llegó una pequeña oleada de disgusto.

—El sacerdote Ymur parecía estar de acuerdo con esta teoría, Madre Venerable.

«Pasemos eso por alto. Sigue leyendo, por favor».

—«Lo que más me preocupa es que, si este extraño fenómeno se debe a la acción del dios Karevan, puede que algo semejante suceda en otros lugares de Idhún. Y, si los otros dioses son tan destructivos como este, tendremos que encontrar la manera de detenerlos o de evacuar a los habitantes de los lugares donde se manifiesten, si es que se manifiestan todos de forma similar. Ymur ya ha escrito al Venerable Ha-Din para contarle todo lo que estamos viendo estos días en Nanhai. Yo voy a quedarme un poco más para ver si averiguo más cosas, pero no veo la hora de regresar y...» —Zaisei se saltó lo que seguía, ligeramente ruborizada—. «Los magos también estarán sobre aviso. Parece ser que Victoria ha despertado de su trance, aunque esto no he podido comprobarlo por mí mismo, y por tanto te agradecería que averiguaras si es verdad. Lo he sabido a través de Kirtash, que en estos momentos viaja hacia Kazlunn...»

«¿Kirtash?», estalló Gaedalu. La palabra sonó con tanta fuerza en la mente de Zaisei que la muchacha dejó escapar un grito y se llevó las manos a las sienes. «¿Insinúas que tu mago ha estado con ese monstruo todo este tiempo? ¿Cómo te atreves a venir a contarme esas historias de dioses destructores, sabiendo que han salido de la lengua envenenada de un shek?».

Zaisei retrocedió un par de pasos, asustada por la violencia de los sentimientos que percibía en Gaedalu. Se irguió, no obstante, para responder con firmeza:

—Lo que se cuenta en esta carta lo vio Shail con sus propios ojos, y varios gigantes corroboran sus palabras, entre ellos el sacerdote Ymur, del Gran Oráculo.

«Es evidente que ese shek los ha engañado a todos», gruñó Gaedalu. «Vete con tu carta, hija, y reza a Irial para que ilumine tu entendimiento y te haga ver que todas estas mentiras no son sino otra artimaña de las serpientes para hacernos dudar de nuestros dioses».

—Entonces, ¿por qué los Oráculos nos hablan a gritos, Madre?

Gaedalu dejó escapar una suave risa gutural.

«Puede que se hayan dado cuenta de que últimamente nos hemos vuelto un poco sordos. Vete en paz, hija, y no dejes que te confundan con esas historias».

Zaisei no discutió. Salió de la habitación, aún con la carta de Shail entre las manos, y después abandonó la biblioteca, pensativa y muy preocupada. No dudaba de las palabras del mago, pero estaba de acuerdo con Gaedalu en que Kirtash era un ser retorcido e imprevisible, con una inteligencia perversa. Sin embargo, otras personas, entre ellas Jack, habían corroborado la historia de la próxima llegada de los dioses. A Gaedalu la cegaba el odio hacia Kirtash, y tal vez eso podía impedirle ver la verdad.

La tranquilizaba saber que al menos Ha-Din estaba sobre aviso. Tal vez él sí se tomara en serio la alerta que llegaba desde Nanhai; tal vez lograra convencer a Gaedalu...

Pero, entretanto, ¿qué podía hacer ella? ¿Qué debía hacer? ¿Acudir a Kazlunn para comprobar cuál era el estado de Victoria? ¿Regresar al Oráculo? ¿Ir al encuentro de Ha-Din? ¿O permanecer con Gaedalu? Estaba empezando a pensar que había algo extraño en todo aquello, en el modo en que la Madre Venerable bebía de aquellos antiguos libros, con ansia, como si estuviera buscando algo que fuera más allá de una información teórica o un conocimiento olvidado.

Reprimió un estremecimiento. Comprendía que Gaedalu odiase a Kirtash, porque el shek se había ganado muchos enemigos y era difícil sentir aprecio hacia él, después de todo lo que había hecho.

«Pero al final», se recordó a sí misma, oprimiendo con fuerza la carta de Shail entre los dedos, «son los lazos los que cuentan, los que hacen cambiar las cosas. Al final, los lazos son lo único que queda».

 

Lenta, muy lentamente, Victoria fue recuperando fuerzas.

Al principio resultaba frustrante para Jack, que era quien seguía pasando la mayor parte del tiempo con ella. Victoria no tenía fuerzas para moverse, y no era capaz de pronunciar más de dos o tres frases cada día. Jack cuidaba de ella, con paciencia y con cariño, pero empezaba a darse cuenta de que algo no marchaba del todo bien.

Entendió de qué se trataba un día que le estaba dando de cenar, incorporándola con sumo cuidado y tratando de hacerle tragar más de dos cucharadas de sopa.

—No... voy a ponerme bien... ¿verdad? —preguntó ella con esfuerzo.

—Claro que sí —repuso él—. Y antes de lo que crees, ya lo verás.

Ella negó con la cabeza.

—No lo piensas... de verdad... —dijo—. Lo dices... sólo... para que me sienta... mejor.

Jack la miró un momento y entendió que no iba a poder animarla con palabras vacías. Dejó a un lado la bandeja y la abrazó con cariño.

—Ten paciencia —le dijo al oído—. Esto llevará un poco de tiempo, pero recuperarás tus fuerzas. Volverás a moverte, y a hablar como solías. Eres muy fuerte, Victoria, has luchado contra serpientes y nigromantes; saldrás de esta, como has salido de todos los retos que se te han puesto por delante. Te he visto hacer cosas increíbles... y sigues haciéndolas: la última de ellas fue abrir los ojos el otro día.

Ella había abierto la boca, como si fuera hablar, pero, o bien no encontró palabras, o bien ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlas. Lo había mirado entonces, con aquellos ojos que le producían tanta tristeza. Porque no solo habían perdido la luz, sino que tampoco irradiaban oscuridad. Eran los ojos de una muchacha humana... como otra cualquiera.

Después giró la cabeza y cerró los ojos, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Y ya no hizo ni dijo nada más en todo el día.

Jack no supo qué decirle. La dejó sola un rato, para que descansara, pero también porque necesitaba pensar. Subió a la terraza y se asomó al mirador, con las sienes ardiéndole.

Victoria no parecía ella misma. No se trataba tan sólo de que la luz de sus ojos se hubiese extinguido. Era que aquella criatura débil y temblorosa no recordaba a la mujer fuerte y valiente que él amaba. Cuando la miraba, tan frágil, tan... humana, Jack se sorprendía a sí mismo sintiendo lástima, tal vez ternura, pero no el amor y la pasión que ella le había inspirado. «Pero yo la quiero», pensó. «La quiero». Cerró los ojos y enterró el rostro entre las manos, cansado. La llama se estaba apagando en su interior con cada día que pasaba, y lo peor era que Victoria se estaba dando cuenta. «Es una fase», pensó Jack. «Es solo que no estoy acostumbrado a verla así». Victoria lo había pasado mal en otras ocasiones, había estado enferma, o en peligro, pero siempre había brillado en ella aquella luz interior, aquella fuerza que hacía pensar a Jack que valía la pena luchar y morir por ella. En cambio, aquella nueva Victoria parecía tan poca cosa, tan perdida y asustada... e incluso parecía temerle a él.

«¿Por qué me tiene miedo?», se preguntó. «¿Precisamente a mí?». Siempre había sentido cierto temor hacia Christian; teniendo en cuenta que él había sido su enemigo, y que su misión había sido matarla, no era de extrañar. Sin embargo, Victoria se había enfrentado a aquel miedo para defender contra viento y marea su relación con el shek. Nunca se había sentido intimidada por Jack, sin embargo. Nunca había tenido motivos. Era su mejor amigo... entre otras cosas.

Eso le llevó a plantearse algo importante. A lo largo de aquellos días, Victoria había preguntado por todo el mundo. Había preguntado por Shail, por Allegra, —y Jack le había hablado del sacrificio del hada, había tenido que explicarle que había muerto en la batalla de Awa—, por Alexander, incluso por Kimara. Pero no había preguntado por Christian. «No es posible que lo haya olvidado», pensó Jack. ¿Y el shek? ¿Sabía que Victoria había despertado ya? La joven todavía llevaba puesto su anillo. ¿Podía la joya transmitirle aquel cambio en su estado? «¿Y qué dirás cuando la veas, Christian? ¿Dónde buscarás ahora la luz que hallabas en ella?».

Victoria se había vuelto muy humana. Demasiado humana para él. «Y yo me he vuelto demasiado dragón para ella», comprendió de pronto. Era eso lo que a Victoria la amedrentaba de él. Lo había mirado de la misma forma en que lo miraban otras personas: como a alguien demasiado grande, poderoso o importante como para osar dirigirse a él. Como si no supieran si era mejor trabar relación con él o apartarse de su camino. «Tan humanos», solía pensar Jack. El tiempo pasado con Christian y con Victoria, y también con Sheziss, lo había apartado de las personas normales y corrientes. Lo había notado al volver a reunirse con lo que quedaba de la Resistencia. El era diferente. Y eso al principio lo había preocupado. Pero al fin había llegado a pensar que, teniendo a Victoria, y a Christian, de alguna manera, no necesitaba a nadie más. Porque ningún humano, ni feérico, ni celeste, ningún semiyan como Kimara, podía llegar a conocerle y a comprenderle bien. Solo su amada y su enemigo. Su compañera y su némesis. Su contrario y su complementario.

Y ahora, Victoria se había vuelto una de ellos. Tan humana...

Con un suspiro, se separó de la balaustrada y volvió a entrar en la torre. Podía soportar el hecho de que su némesis se volviera más humano y abandonara la tríada. Pero perder a Victoria suponía que ya solo le quedaría su enemigo, y esa no era una perspectiva muy halagüeña.

 

Un día, Jack la sorprendió tratando de levantarse de la cama. La recogió justo antes de que cayera al suelo.

—¿Qué haces? —le reprochó—. Todavía no tienes fuerzas para esto.

—Ya lo sé... Pero es que no soporto... estar tan débil...

—Ya te lo he explicado, cariño. Eres una fusión de dos esencias, de dos criaturas. Una de ellas está moribunda, por lo que la otra tiene que mantener con vida esas dos esencias a la vez. Es como si trataras de hacer funcionar dos aparatos de radio con una sola pila, ¿entiendes? Demasiado estás haciendo ya.

Lo reconfortó ver que su comparación la había hecho sonreír. En Idhún, las personas capaces de comprender aquellas referencias podían contarse con los dedos de una mano. Y Victoria era una de ellas. «Qué diferentes eran las cosas cuando vivíamos en la Tierra».

—Pero... no es suficiente —suspiró ella. Alzó la cabeza hacia él y lo miró con aquellos ojos tan expresivos, tan humanos—. No es suficiente..., ¿verdad?

Jack no supo qué decir. «Lo sabe, lo sabe todo», pensó. «Se ha dado cuenta de lo que ha cambiado entre los dos, de mis dudas, de que lo nuestro se ha enfriado. Y sabe por que». Podía haber perdido la luz y el poder del unicornio, pero, por lo visto, seguía conservando su intuición. Ella sentía que él ya no la quería como antes, y eso la hacía sufrir. De pronto, no lo consideró justo. La joven había dado su vida por él, y Jack era lo bastante canalla como para dudar de su amor por ella.

—Victoria, Victoria, con todo lo que hemos pasado juntos —murmuró, conmovido—. Y que a estas alturas todavía nos pasen estas cosas...

—Pero tú...

—Pero yo te quiero —completó Jack, y se dio cuenta de que era verdad.

Acercó su rostro al de ella y la besó, primero de forma delicada, luego con pasión. Era la primera vez que lo hacía desde la noche del Triple Plenilunio. Victoria gimió suavemente, pero se dejó llevar. Cuando se separaron, ella bajó la cabeza, ruborizada.

—¿Qué? —le preguntó él en voz baja.

—Ha sido tan... —suspiró ella—, tan intenso... que me ha dado hasta miedo.

Jack sonrió.

—Sí, me temo que eso puede ser un problema. Pero no es culpa tuya. Soy yo, ya sabes: el fuego del dragón y todo eso. Puede que con Christian te pase al contrario —bromeó—. El hombre de hielo que da besos de hielo.

Se calló al ver que ella se había puesto seria.

—¿Qué te pasa? ¿No quieres que mencione a Christian? ¿No... no lo echas de menos?

Victoria meditó la respuesta.

—No estoy... segura —dijo en voz baja—. Tengo recuerdos... recuerdos de los dos. Recuerdos hermosos... y recuerdos horribles. —Hizo una pausa para descansar; Jack aguardó pacientemente a que recuperara el aliento—. Me acuerdo... de sus ojos. De su mirada. Hubo un tiempo.... en que me gustaban esos ojos... la forma en que me miraba. Pero ahora, a veces... sueño con ellos... y me producen pesadillas.

«Demasiado humana», se dijo Jack.

—El nunca te haría daño, Victoria.

«No es verdad», pensó enseguida. «Le ha hecho daño muchas veces, pero ella siempre ha estado dispuesta a correr el riesgo. Ahora ya no tiene fuerzas, ya no sabe si vale la pena».

Ella respiró hondo y cerró los ojos un momento, y Jack vio que estaba cansada.

—Ya has tenido demasiadas emociones por hoy, señorita. Ha llegado la hora de descansar hasta mañana. ¿Ves? Ya ha pasado el segundo atardecer. Las niñas buenas se van a dormir cuando cae el primer sol.

La alzó en brazos y la llevó de nuevo hasta la cama. Victoria se dejó arropar y le dedicó una cálida sonrisa.

—Gracias, Jack.

El le sonrió a su vez.

—De nada. Me gusta cuidar de mi chica.

Ella cerró los párpados, exhausta. Menos de dos minutos después ya dormía profundamente.

 

Era ya de noche, pero en el campamento reinaba una gran actividad. Siempre había cosas que hacer, planes que trazar, gente a la que entrenar. Gerde paseaba por entre las chozas de los szish, sonriendo para sí. Se detuvo para observar de lejos a un grupo que atendía a las indicaciones de uno de los iniciados. Eran los jóvenes que había pedido, seleccionados entre todos los clanes; habían superado las primeras pruebas, pero aún les quedaban algunas más, que tendrían lugar en los próximos días. De allí saldría el elegido. Aquel que ocuparía un lugar muy importante en los planes futuros de Gerde.

Descubrió en el grupo a un szish muy jovencito, casi un niño. Frunció el ceño. Era extraño que alguien así hubiera llegado hasta allí, teniendo en cuenta lo dura que debía de ser la competencia. Gerde percibió que el muchacho szish se había percatado de su presencia y la miraba a su vez, haciendo caso omiso de la charla del iniciado, y arriesgándose, por tanto, a recibir una reprimenda. No parecía importarle, sin embargo. Su rostro de serpiente permanecía inalterable y, no obstante, Gerde detectó en sus ojos un brillo de adoración, sincero y profundo. Le sonrió al chico alentadoramente.

Una sombra se deslizó entonces hasta ella.

—Señora —susurró; le costaba hablar, como si cada palabra le provocara un dolor agónico—. Han llegado unos rumores preocupantes desde Kazlunn.

—¿Sí? —sonrió ella, desinteresada en apariencia.

—Acerca del unicornio —dijo la sombra, y su voz sonó extraña, anhelante y a la vez llena de odio—. Dicen que ha despertado.

Gerde se volvió hacia su acompañante. Su rostro quedaba oculto por la capucha de su capa. Era humano y, como tal, no era bien recibido en el campamento szish. Gerde podía haberle dicho que, por mucho que se tapara, los hombres-serpiente seguirían reconociéndolo. Podían detectar el calor que emitía su cuerpo de sangrecaliente.

—He oído los rumores —asintió Gerde—. No harás nada al respecto.

—Pero...

—He dicho que no harás nada al respecto. ¿Queda claro?

La sombra calló un momento; después asintió, lentamente. Hizo ante ella una profunda reverencia, tomó su mano y la besó con devoción. Gerde sonrió.

—Todo llega —le dijo con cierta dulzura—. Ten paciencia.

El encapuchado volvió a inclinarse y, momentos después, se perdió entre las sombras. Gerde detectó que, desde el grupo de los jóvenes, el chico szish seguía mirándola. Sabía que había estado observando con atención a su acompañante, devorado por los celos. Sonrió para sí.

 

III

El unicornio herido

 

EL viaje hasta el Oráculo duró todavía varios días más. Al atardecer del octavo día, divisaron sus ruinas a lo lejos, su enorme cúpula partida en dos, las columnas que ya no sostenían ningún techo. Shail se detuvo un momento para contemplarlo.

—Es parecido al de Gantadd —murmuró—. Pero mucho más grande. O, al menos, da la sensación de haber sido mucho más grande.

 




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