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Buenas y malas noticias 6 страница



Al filo del tercer crepúsculo se detuvieron ante lo que había sido el pórtico del Oráculo. Solo quedaban tres columnas en pie. Las otras tres se habían derrumbado, y una de ellas bloqueaba la entrada. Pero Ydeon pasó sin problemas por encima de ella. Shail tuvo que trepar tras él, y agradeció para sus adentros el tener de nuevo dos piernas. Con el bastón le habría sido imposible pasar.

Se reunió con Ydeon en los restos del enorme atrio con forma hexagonal que había recibido a los visitantes en tiempos pasados. El gigante estaba echando una mirada en derredor, en busca de señales de vida, pero aquellos restos permanecían silenciosos, vacíos... muertos.

Shail se preguntó dónde andaría Ymur. Después de ver con sus propios ojos cómo había quedado el Gran Oráculo tras el ataque de los sheks, le resultaba extraño que alguien deseara seguir viviendo allí. Sin embargo, Ymur seguía habitando aquellas ruinas muchos años después de que su hogar fuera destruido.

Al fin y al cabo, se dijo Shail, Ymur era un gigante. No tenía nada de particular que alguien como él viviese solo y rodeado de piedras.

—¿No sabía que veníamos? —le preguntó a Ydeon.

—Lo sabía —respondió el fabricante de espadas.

—Tal vez... —empezó Shail, pero algo lo interrumpió: una carcajada histérica que resonó por las ruinas, oscura e inquietante.

Ydeon se enderezó y dejó escapar un gruñido ahogado. Shail se puso en guardia y preparó mentalmente un hechizo de ataque.

Los dos se volvieron hacia todas partes, pero no lograron localizar el origen de aquel sonido.

La extraña risa esquizofrénica volvió a oírse, esta vez más cerca, y su eco los persiguió durante unos angustiosos segundos en los que a Shail se le erizó la piel de la nuca.

—¿Quién anda ahí? —retumbó Ydeon.

Solo obtuvo una nueva carcajada por respuesta.

—¡Allí! —dijo entonces Shail.

Los dos vieron una figura andrajosa que saltaba de piedra en piedra con alocada temeridad. Una figura humana.

—¡Buscamos a Ymur, el sacerdote! —gritó Ydeon.

—¡Basura! —chilló el desconocido, con voz aguda—. ¡Nada más que un pedazo de escoria! ¡Eso es lo que eres!

Shail parpadeó, confuso. Ydeon, sin embargo, no parecía ofendido.

—¿Conoces a Ymur? —insistió.

El otro se rió como un loco y trepó a lo alto de una columna, donde se sentó y se puso a rascarse un pie.

—¡Cómo has osado dejarte ver! —le espetó—. ¡Vuelve al lugar del que procedes, sobras, restos, desperdicios!

Shail no sabía si enfadarse o echarse a reír.

—Está completamente chiflado —murmuró.

—¡No deberías estar aquí! —seguía berreando el humano—. ¡Profanando esta tierra con tu sucia presencia! ¡Fuera de aquí! ¡Vete! ¡Largo!

Se puso en pie y lanzó un agudo chillido. Después, empezó a tirarse del pelo y a arrancárselo a mechones, mientras lloraba desconsoladamente.

—¡Bastaaaaaa! —aulló—. ¡Callaos ya, malditos! ¡Malditos! ¡Canallas! ¿Por qué me hacéis esto?

Empezó a dar saltos sobre la columna.

—¡Se va a matar! —dijo Shail, alarmado.

Para cuando el hombre se arrojó al vacío desde lo alto de la pilastra, el mago ya tenía preparado un hechizo de levitación. El último grito agónico del loco suicida finalizó en un quejoso llanto apagado mientras su cuerpo flotaba suavemente hasta el suelo. Shail se apresuró a acercarse al lugar donde había quedado tendido, hecho un guiñapo. En dos zancadas, Ydeon lo alcanzó.

El hombre seguía llorando, encogido sobre sí mismo, y no podían verle el rostro, oculto tras una maraña de greñas de color gris.

—Ojalá supiéramos quién es —murmuró Shail— y cómo ha llegado a este estado.

—Se llama Deimar —dijo una voz a sus espaldas—. En cuanto a la segunda cuestión, me temo que aún no tengo una respuesta.

Ydeon y Shail se volvieron. Tras ellos estaba Ymur, el sacerdote, observándolos con gravedad. Cargaba sobre sus poderosos hombros un enorme bulto peludo.

—¿Habéis cenado ya? —preguntó—. Porque yo me muero de hambre.

 

—Me costó reconocerlo cuando lo vi —dijo Ymur un rato después, cuando estaban los tres sentados en torno a la hoguera, y el loco dormitaba en un rincón, bajo los efectos de un conjuro sedante—. Deimar era un hombre cuerdo cuando abandonó Nanhai hace diecisiete años. Me pidió que me marchara con él a Awa, pero no quise dejar este lugar, ni siquiera después de que fuera destruido.

—¿Os conocíais bien?

Ymur suspiró.

—No —admitió—. Habitábamos los dos en el Oráculo, pero apenas teníamos relación... hasta que llegó la conjunción astral, y poco después, el ataque de los sheks. Lo último que recuerdo fue que el techo se derrumbaba sobre mi cabeza, y que hacía mucho frío... Cuando recuperé el sentido no podía creer que siguiera vivo. Todos los hermanos y hermanas del Oráculo habían muerto: el abad Yskar, los sacerdotes y sacerdotisas... Nunca llegué a conocerlos bien, pero en ese momento los eché de menos. Pensé que era el único superviviente, hasta que encontré a Deimar entre los escombros.

Hizo una pausa y contempló el fuego durante unos instantes, pensativo.

—Cuando se recuperó de sus heridas —prosiguió— se despidió de mí y se fue. Tenía entonces otro aspecto muy distinto. Y su mente estaba sana.

»Hace varios meses volvió a aparecer por aquí, los dioses saben cómo, en el estado lamentable en el que está. Llevo desde entonces cuidando de él, esperando que me diga algo coherente que pueda darme una pista acerca del mal que lo aqueja. Lo he dejado solo otras veces, como cuando fui a ver qué era esa extraña fuerza que sacudía las montañas. Nunca antes había intentado suicidarse.

—Quizá hicimos o dijimos algo que lo asustó —aventuró Shail.

Ymur negó con la cabeza.

—Últimamente se estaba poniendo peor, de eso estoy seguro Sobre todo por las noches, así que estos días he procurado no alejarme demasiado, o regresar antes del último atardecer. Hoy me he retrasado un poco. —Hizo una pausa—. Otros asuntos requerían mi atención... lejos de aquí.

Shail se enderezó.

—Todavía hay movimientos sísmicos en la cordillera. Hemos oído el sonido de los aludes cuando veníamos hacia aquí. ¿Te refieres a eso?

—Ese es uno de los asuntos que me preocupan, sí. Pero no es el único. Por lo visto, Nanhai se está llenando de extraños visitantes en los últimos tiempos. Una criatura salvaje vaga por las cuevas del este. Dejó malherido a un gigante, y no hay muchas bestias capaces de hacer eso.

—¿Por qué te avisaron a ti? —quiso saber Ydeon.

—Porque no sabían muy bien qué era, si un humano o un animal. Si era un animal, tratarían de darle caza; si se trataba de un ser humano, intentarían capturarlo sin hacerle daño. Pensé que podría ser alguien como Deimar, un humano que hubiese perdido el juicio. Pero después de verlo... ya no sé qué pensar.

»Por fortuna, parece que el ataque de locura asesina ya se le ha pasado, porque ahora rehúye los lugares poblados y se ha escondido en una caverna más apartada. De momento sigue ahí. Los habitantes de la zona lo vigilan discretamente a distancia, tratando de averiguar qué es exactamente.

Shail desvió la mirada, turbado. Ymur lo notó.

—¿Sabes acaso de qué estoy hablando?

—Me parece que sí —repuso el mago—. Sin embargo, no estoy muy seguro de poder resolver vuestro dilema. Porque creo que puedo deciros quién es esa criatura... pero no qué es.

Los dos gigantes lo miraron con cierta sorpresa.

—Y si es quien creo que es —prosiguió Shail—, tengo que ver en qué se ha convertido. Si es quien creo que es...

Su voz se apagó, pero sus pensamientos seguían dando vueltas. «Si es quien creo que es, una vez fue mi amigo. Antes de la noche del Triple Plenilunio».

—Pareces saber muchas cosas, mago —comentó Ymur—. Muchas, para ser tan joven. Yo llevo dos siglos estudiando los misterios del mundo, y sin embargo hay cosas para las que todavía no tengo explicación. Como la presencia de ese hombre-bestia en Nanhai. O esa cosa invisible que está destrozando la cordillera.

—De la presencia del hombre-bestia tengo mucho que decir —asintió Shail—, pero no sin haber comprobado antes si estoy en lo cierto. En cuanto a esa... manifestación invisible que sacude las rocas de Nanhai, no tengo certezas. Sólo suposiciones.

—¿Te refieres a la teoría de que se trata de un dios que ha descendido al mundo? —Ymur negó con la cabeza—. Si esa es la respuesta al misterio, entonces habría preferido no formular ninguna pregunta.

Shail no respondió.

 

—Ya ha llegado mi nuevo dragón —dijo Kimara, sonriendo sin poder evitarlo—. Es de color rojo, como Fagnor, el dragón que tenía Kestra. Te he hablado de Kestra, ¿verdad? —Victoria asintió con una sonrisa—. Es maravilloso, o debería decir que es maravillosa, porque parece una hembra. Es un poco más pequeña que los otros dragones, pero de líneas más suaves y rasgos más dulces. Tanawe está empezando a fabricar dragonas también, ¿no es increíble?

—Sí que lo es —asintió Victoria.

Paseaban las dos por el mirador, bajo la luz del primer atardecer. Victoria ya caminaba, aunque todavía tenía que apoyarse en alguien; y, aunque Kimara tendía inconscientemente a acelerar el paso, Victoria se esforzaba por seguirla.

—Me muero de ganas de probarla. Parece mucho más fuerte y rápida que el dragón que piloté en Awa. Y ya no quiero otro dragón dorado. Se lo he dicho a Tanawe. Las dos estamos de acuerdo en que Yandrak debe ser el único dragón dorado de Idhún. Además... de esta forma, tanto los sheks como los pilotos de dragones lo reconocerán desde lejos cuando lidere a nuestras escuadras en la batalla.

Victoria se detuvo en seco y la miró.

—¿Jack se va con vosotros a Kash-Tar?

Kimara cambió el peso de una pierna a otra, incómoda.

—Bueno... no exactamente. Nosotros nos vamos mañana y él no va a abandonarte ahora, en tu estado... Pero estaba hablando de futuras batallas. A todos nos gustaría que un verdadero dragón nos guiara en la lucha contra los sheks... aunque a ti no te gusta que luche contra los sheks, ¿verdad?

—No mucho. Incluso con los dragones de Tanawe cubriéndole las espaldas, no deja de ser peligroso. Los sheks son criaturas poderosas.

Kimara dejó escapar un suspiro de impaciencia.

—¿Cómo pueden gustarte esos monstruos, Victoria? Jack los aborrece, y el único motivo por el que ya no quiere matarlos es que a ti te disgusta eso. ¡No puedes pedirle que renuncie a su instinto de dragón!

—Se lo pido porque quiero que siga con vida, Kimara. Los sheks me parecen hermosos, pero no he olvidado que son letales, y que odian a Jack con todas sus fuerzas. ¿Está mal que quiera protegerlo?

Kimara la miró de reojo.

—A pesar de eso, sientes algo por uno de ellos.

Victoria bajó la cabeza.

—O él siente algo por ti —prosiguió la semiyan.

—Eso era antes. Hace tiempo que no sé nada de él. Yo he cambiado mucho y... quién sabe, puede que él haya cambiado también.

—Por mucho que haya cambiado, dudo que nada pueda extirpar el instinto asesino de su negro corazón —respondió Kimara con rencor.

Victoria no respondió. En otro tiempo habría defendido a Christian, pero en aquellos momentos no encontró nada que decir. Quizá porque, cuando recordaba al shek, el frío y el miedo se adueñaban de su alma. «Pero yo le quería», pensaba a menudo. Y, sin embargo, ya no era capaz de recordarlo con cariño. Se llevó la mano al anillo de Christian, que todavía llevaba puesto. Ya no la reconfortaba. Le transmitía frío y oscuridad, y la siniestra mirada de aquella piedra de cristal le daba escalofríos. Con todo, no se lo había quitado ni una sola vez. Porque, aunque aún no sabía si de verdad deseaba seguir ligada a Christian, tampoco quería traicionarle. Aquel anillo era uno de los símbolos de su poder, le había dicho en una ocasión: un poder oscuro y letal, pero que era también parte de su alma helada. Victoria se sentía responsable por ello. Sentía que él le había entregado algo muy valioso, y que debía cuidarlo con todo el cariño del que fuera capaz. Porque él confiaba en ella. «O confiaba en Lunnaris, el unicornio», pensaba Victoria a menudo, con amargura. A veces soñaba que él regresaba, la miraba a los ojos y ponía esa extraña cara de decepción que se le escapaba a Jack al perderse en su mirada. Soñaba que él le pedía que le devolviera el anillo. «Ya no eres digna de llevarlo», le decía. «Solo eres una pobre chiquilla asustada». Y entonces ella, a pesar del miedo que sentía, a pesar de que una garra de hielo oprimía su corazón ante su mera presencia, lloraba la pérdida de Christian, lloraba su ausencia, lloraba cuando él daba media vuelta y se alejaba de ella sin mirar atrás. Las lágrimas se congelaban sobre sus mejillas, como el rocío en la madrugada, pero Victoria seguía echando de menos al shek, y corría tras él... y cada paso que daba la congelaba un poquito más.

Solía despertarse, temblando de miedo y de frío, en los brazos de Jack. El la consolaba con su cálido abrazo, y Victoria se sentía mejor, pero era solo un momento... hasta que el fuego de Jack la abrasaba por dentro.

«Ya no soy capaz de resistir a ninguno de los dos», pensó.

Tiempo atrás, su abuela le había hablado del aura. Le había dicho que todas las personas irradian un suave halo de energía, que las hadas ven con facilidad, pero que pocos humanos pueden detectar. Le había dicho que el aura de Jack y de Christian —y en aquel entonces también la de la propia Victoria— era brillante y poderosa, mucho más que la de cualquier otra persona. La más poderosa de las tres era la de Christian, una aureola blanco-azulada tan fría como el hielo. Pero eso era antes de que Jack aprendiera a transformarse en dragón, antes de que Victoria asumiera del todo su esencia de unicornio. Después se habían separado. Victoria había vuelto a encontrarse con Allegra en Nurgon, después de la supuesta muerte de Jack. Entonces ella ya era un unicornio del todo, pero su aura, tan poderosa como debía ser, estaba, sin embargo, preñada de tinieblas. Y Allegra la había mirado con miedo, con el mismo miedo con el que Victoria miraba a Christian en sus sueños.

Y luego se había marchado de Nurgon en busca de Christian, en busca de venganza. No había vuelto a ver a su abuela. Y ya no la vería nunca más.

Había llorado su muerte amargamente, la muerte de quien había sido como una madre para ella. Allegra no había llegado a ver al unicornio en todo su esplendor, ni tampoco el aura de la criatura, valiente, serena y rebosante de luz, que se había enfrentado a Ashran, como habían predicho los Oráculos. Y ahora ya no quedaba nada de todo eso. De haber estado allí, Allegra no habría percibido nada extraordinario en ella.

La echaba de menos. A Allegra, y también a Shail.

Y ahora, el aura de Jack la quemaba, la devoraba. Y seguía queriéndolo, pero se sentía pequeña e insignificante a su lado... preguntándose cuánto tiempo más podría soportarlo.

—Es por eso por lo que Jack defiende a ese shek, ¿no? —preguntó entonces Kimara—. Es por ti.

Victoria le dirigió una mirada cansada.

—Supongo que sí. Pero ya no vale la pena el esfuerzo, ¿verdad? No por mí. Quizá por la que fui un día, pero no por lo que soy ahora.

—Yo no he dicho eso... —protestó Kimara.

—Y cuando se den cuenta de ello —prosiguió ella— pensarán que ya no tienen motivos para controlar su odio. Y se matarán el uno al otro.

Se apoyó sobre la balaustrada, agotada; pero no era sólo un cansancio físico. Kimara le pasó una mano por los hombros.

—No te atormentes. Has sufrido mucho. Ese bastardo de Ashran te hizo mucho daño. Tardarás un tiempo en recuperarte, pero entonces volverás a ser la de siempre. Jack te esperará. Sabes que lo hará.

Victoria la miró, llena de incertidumbre. Kimara le sonrió, y la joven terminó por sonreír también.

Alguien salió al mirador, y las dos se volvieron para ver quién era.

—¡Jack! —saludó Kimara—. ¿Has visto mi nuevo dragón?

—No he tenido el gusto —respondió él, cauto. Los dragones artificiales le inspiraban sentimientos contradictorios. Por un lado, lo reconfortaba verlos volar. Le hacían sentirse como en casa, en un hogar que no había conocido pero que, a pesar de todo, añoraba. Por otro lado, sabía perfectamente que no eran dragones de verdad, porque no había ningún otro dragón en el mundo, aparte de él, y eso lo llenaba de frustración, de dolor y de ira.

Se reunió con Victoria y la cogió por la cintura con delicadeza. Aunque ella ya podía sostenerse en pie sola, se había acostumbrado a tenerla siempre sujeta, por si se caía.

—Siento lo de esta mañana —le dijo en voz baja.

—No tiene importancia —respondió ella—. No fue culpa tuya.

—Sí, sí que lo fue. Es mi responsabilidad mantener esta parcela de la torre aislada para que nadie te moleste. No sé cómo pudo entrar aquí.

A pesar de todas sus precauciones, se había corrido la voz de que el unicornio había recuperado la conciencia, y todos los días había alguien que trataba de subir a verla. Por los alrededores de la torre pululaban siempre curiosos, cantores de noticias y enfermos diversos, que aspiraban a que Victoria utilizase su poder para curarlos y de paso, por qué no, transformarlos en magos. Aquella mañana habían tenido que echar a un silfo que había conseguido colarse hasta casi la misma habitación de Victoria.

En otro tiempo, nadie habría podido entrar en la torre sin el consentimiento de los magos. Pero la Orden Mágica pasaba por el peor momento de toda su historia, y los hechiceros que vivían en la torre mantenían su magia protectora a duras penas. Por este motivo, Jack contribuía personalmente a mantener alejada a la gente.

Sin embargo, cada vez se sentía más agobiado en su encierro y, por esta razón, se ausentaba con mayor frecuencia. Le sentaba bien transformarse en dragón y dar una vuelta, y a veces tardaba demasiado en regresar. Luego se sentía culpable por haber dejado sola a Victoria tanto rato... pero, por otro lado, tenía la impresión de que ya nada lo retenía allí. Y eso lo asustaba.

Victoria ya había hablado con él acerca de eso. Le había dicho que no quería atarlo a ella, que si tenía que marcharse, que lo hiciera. Jack sabía que ella no quería ser una carga, y que, por mucho que le doliera, aceptaría cualquier decisión que él tomase al respecto. Pero el joven aún no tenía claro qué era lo que quería.

Aquella mañana, en concreto, no había aguantado más y se había dirigido a las montañas. Sabía que no debía hacerlo, pero el instinto había sido más fuerte. Y el instinto lo había llevado directamente a una quebrada donde se ocultaba un shek.

Era joven, y tenía un ala herida. Probablemente se había refugiado allí, hostigado por los Nuevos Dragones o por las patrullas de aldeanos que, asistidos de vez en cuando por algún guerrero bárbaro con ganas de gresca, perseguían y exterminaban serpientes en los escondrijos de las montañas.

Jack se había arrojado sobre aquel shek con garras, dientes y fuego. Se había desahogado con él, ensañándose más de lo necesario. Había disfrutado con la matanza.

«Soy un dragón», le recordaba su instinto. «He nacido para esto. Me crearon para esto».

Después había aterrizado en la orilla del río y se había lavado bien, despojándose de los restos de sangre, aquella sangre fría y oscura, de corazón de serpiente. Cuando emprendió el vuelo de regreso a la torre ya sabía que no se lo iba a contar a nadie. Ni siquiera a Victoria.

—Me marcho mañana —les recordó Kimara a los dos—. He de reunirme con el resto de la escuadra en Thalis, y me llevará un par de jornadas llegar hasta allí.

—Que tengas buen viaje —le deseó Victoria—. Y ten cuidado, ¿vale? Quiero volver a verte sana y salva.

—Descuida; ya sabes que el desierto es mi territorio; nada puede dañarme allí.

Jack cambiaba el peso de una pierna a otra. Victoria lo notó.

—¿Querrías ir con ellos?

«Claro que sí», pensó él.

—No. Quiero quedarme aquí, contigo.

Victoria le dirigió una mirada de reproche.

«Sabe que no soy sincero», comprendió Jack.

Kimara los miró alternativamente a uno y a otro.

—Voy a probar mi nuevo dragón —anunció, para aliviar un poco la tensión—. ¿Te vienes, Jack?

—Anda, ve —lo animó Victoria—. Vete a estirar las alas un rato. Estaré bien, en serio.

Jack pareció dudar un poco, pero finalmente siguió a Kimara en dirección a la planta baja, al cobertizo donde había guardado su dragón artificial.

Momentos después, Victoria los vio volar a los dos: Yandrak, el dragón dorado, y la dragona roja de Kimara, un armazón de madera sostenido por la magia y por el piloto humano que era su corazón, y su alma. Los vio hacer piruetas bajo la luz de los tres soles en declive. «Tal para cual», pensó, sonriendo con tristeza.

Entonces un escalofrío recorrió su cuerpo, y se llevó la mano al anillo, de forma inconsciente. Comprendió lo que significaba aquella señal: Christian estaba cerca.

 

Jack no estaba tan a gusto como Victoria pensaba.

Y la culpa la tenía aquel dragón.

Porque no se trataba de un dragón artificial cualquiera: era una dragona. Apestaba a hembra por todos los poros de su piel, y Jack se dio cuenta de pronto, horrorizado, de que se sentía extrañamente atraído por ella.

«¡Por favor, si es una máquina!». El hecho de que Tanawe le hubiese dado aspecto de hembra no la convertía automáticamente en una hembra.

Jack había tenido la oportunidad de conocer a Tanawe en persona un par de meses atrás, cuando ella se había presentado en la torre para tratar de convencerlo de que se uniera a ellos. Entonces le había mostrado cómo funcionaban sus dragones. Cierto, olían a dragón; Tanawe le explicó que los untaban con una especie de pasta que incluía polvo de escamas de dragón. Era eso lo que hacía que los dragones artificiales tuvieran algo de la esencia de los dragones de verdad. Eso volvía locos de odio a los sheks.

«¿Tanawe sabía que las escarnas que ha usado para ese dragón pertenecían a una hembra?», se preguntó Jack. Tenía que ser así; era demasiada casualidad que aquella máquina, que tenía aspecto de dragona, oliese como una dragona.

«Domínate, estúpido», se reprendió a sí mismo. «Es una máquina, no es de verdad». Pero aquella incómoda sensación no se le iba. La dragona era hermosa, y Jack suspiró para sus adentros. «Despierta, atontado. No es real. No hay ninguna más, ninguna como ella. Estás solo».

Solo. Completamente solo.

Rugió con fiereza, en un intento por conjurar el dolor que le causaba el hecho de ser el último dragón del mundo. Antes, esto no era tan terrible, porque estaba Victoria, el último unicornio del mundo. Ella no era una dragona, ni lo parecía. Y, sin embargo, latía en su interior un espíritu grande y brillante, como el suyo propio. Y, por fortuna, ambos tenían también un cuerpo humano que les permitía estar juntos, amarse. Por eso, no importaba que él no fuera un unicornio, ni que ella no fuera una dragona.

Pero ahora... ahora, Jack la miraba y solo veía a una humana. Y aquella tarde, al contemplar juntas a Victoria y a Kimara, se había sorprendido a sí mismo fijándose antes en Kimara que en Victoria. Kimara era solo una chispa en un mundo donde Jack era una poderosa hoguera, pero ambos estaban hechos de lo mismo. En cambio ahora... ¿qué era lo que lo unía a Victoria? Tenían un pasado juntos, y por ese pasado, Jack estaba dispuesto a seguir esperando, a dar una oportunidad a aquel sentimiento que los había unido. Pero... ¿tenían acaso un futuro?

Fue consciente entonces, de pronto, de que estaba volando en círculos en torno al dragón de Kimara. Por instinto sabía que aquello era un ritual de cortejo. Sintiéndose avergonzado, se separó un poco y se obligó a volar en línea recta. Por suerte, dudaba mucho que Kimara supiera lo que significaba esa maniobra. Se detuvo en el aire y dejó que la dragona roja se alejara un poco.

No, no iba a caer otra vez en lo mismo. Ya se había sentido atraído por Kimara con anterioridad, para darse cuenta, casi enseguida, de que era a Victoria a quien amaba. No pensaba volver a caer en ello otra vez, volver a hacer daño a Kimara y a Victoria por culpa de un capricho.

De pronto, un sonido escalofriante vino a turbar sus pensamientos: el chillido de un shek lanzándose al ataque... y el rugido de un dragón respondiéndole. Se le congeló la sangre en las venas al ver que una serpiente alada se abalanzaba sobre la dragona roja, también atraída por su olor, pero por razones bien distintas. La ira y el odio se adueñaron de su razón y de sus sentidos y, con un gruñido, se arrojó contra el shek, para defender a la hembra roja.

 

Christian no daba crédito a sus ojos.

Un dragón. Una hembra roja, para ser exactos. Volaba hacia él desde poniente, de modo que no podía verla bien a contraluz, pero olía a dragón, a hembra de dragón, y eso era imposible, porque todos los dragones habían muerto años atrás. Todos... menos uno, pero ese uno era un macho y, además, sus escamas eran de color dorado. Lo sabía muy bien, porque había luchado contra él en varias ocasiones.

 




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