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Buenas y malas noticias 4 страница



«Ha vuelto a olvidarse de que estoy aquí», comprendió Kimara.

—De acuerdo —accedió Qaydar—. Vayamos a verla. Seguiremos luego con la lección —le dijo a su discípula.

Eso no era cierto, y ella lo sabía. Todos estarían demasiado pendientes de Victoria como para acordarse de una aprendiza de hechicera. Cuando los dos hubieron abandonado la estancia, Kimara suspiró y volvió a asomarse a la ventana. Vio entonces que el dragón anaranjado ya había aterrizado en el mirador, y corrió a reunirse con él.

Lo había reconocido, incluso desde la distancia. Era el dragón de Tanawe.

 

—Muchacha —dijo Qaydar con dulzura—. ¿Me recuerdas?

Victoria movió la cabeza con dificultad y le devolvió una mirada cansada. Se fijó en el rostro lampiño del hechicero, en su largo cabello, de tonalidades verdes, recogido en una trenza, en aquellos rasgos que hacían parecer a su propietario mucho más joven de lo que era en realidad.

—Qay... dar —dijo ella con esfuerzo.

—Eso es —asintió el Archimago, satisfecho—. Estás en la Torre de Kazlunn, Victoria. A salvo. Ahora descansa, ¿de acuerdo?

Victoria asintió. Intentó alzar la mano, buscando la de Jack, pero solo tuvo fuerzas para levantar un dedo tembloroso. El muchacho detectó el gesto, la tomó de la mano y se la estrechó con fuerza.

—Mira su frente, Qaydar —dijo Jack—. ¿Lo ves?

El Archimago examinó el rostro de Victoria, que había dejado caer los párpados, agotada. En la frente de la muchacha, entre los ojos, había un extraño agujero oscuro que señalaba el lugar donde se había erguido el cuerno de Lunnaris. Había estado así desde la lucha contra Ashran, pero Jack habría asegurado que aquel círculo de sombras se había hecho un poco más pequeño.

—Se está cerrando, Qaydar.

—¿Estás seguro? Yo no aprecio ningún cambio. ¿No será que es eso lo que deseas, muchacho?

—Sé muy bien qué aspecto tiene —dijo Jack con sequedad—. Se ha reducido. Muy poco, es verdad, pero... es un comienzo. Puede que su herida acabe por sanar por completo.

—No podemos saberlo sin ver al unicornio, Jack.

Jack inspiró hondo. Aquel agujero de oscuridad representaba una lesión, eso era cierto; pero esa lesión se había producido en el cuerpo de unicornio de Victoria y, por tanto, mientras ella presentara forma humana los médicos no podían curarla. El problema era que Victoria no podía transformarse estando inconsciente; ahora que había despertado, parecía estar demasiado débil como para intentarlo siquiera. Y, por otro lado, probablemente metamorfosearse en un unicornio sin cuerno la mataría al instante. Su esencia herida se había refugiado en aquel cuerpo humano, sano e intacto por el momento, y era esa la razón por la que todavía seguía con vida.

—Dale tiempo —dijo Jack—. Y dame tiempo para recuperarla. Que no corra la voz de que se ha despertado. Todavía no está preparada para enfrentarse al mundo.

Qaydar se lo quedó mirando, intuyendo que le ocultaba algo. Pero no tuvo ocasión de averiguar más, porque en aquel momento vinieron a buscarlo para anunciarle la llegada de la maga Tanawe, la Hacedora de Dragones.

—Quédate con ella —le dijo a Jack—. Volveré en cuanto me sea posible.

El joven asintió.

No tardaron en quedarse solos de nuevo, él y Victoria. Jack la miró intensamente.

—No le he dicho lo de la luz —le confió.

Ella no reaccionó, pero Jack sabía que estaba escuchando. Simplemente, ya no tenía fuerzas para abrir los ojos siquiera.

—No puede saberlo —prosiguió Jack—. No puede ver la luz de los ojos de un unicornio porque, aunque tenga antepasados feéricos, es humano sobre todo. Por eso no se ha dado cuenta... pero pronto lo sabrán, Victoria. Tarde o temprano vendrá algún feérico y lo detectará. Y Christian lo descubrirá inmediatamente. No sé qué sucederá entonces, pero... por si acaso, es mejor no decirles nada.

Victoria abrió los ojos entonces y lo miró, triste y cansada. Jack tragó saliva. Sus ojos seguían siendo tan bonitos como los recordaba, pero habían perdido aquel brillo que los hacía especiales. Desde el pálido rostro de Victoria, aquellos ojos le dirigían una mirada profundamente humana.

 

Qaydar encontró a Tanawe conversando animadamente con Kimara en la terraza, junto al enorme dragón artificial que reposaba sobre las baldosas de mármol, enroscado sobre sí mismo.

—¿Intentando robarme hechiceras para tu causa, Tanawe? —la saludó Qaydar con una sonrisa.

Sus relaciones con la Hacedora de Dragones se habían deteriorado mucho en los últimos tiempos, pero el haber visto a Victoria consciente había mejorado mucho su humor, y estaba dispuesto a hacer las paces. Por otro lado, los dos hechiceros habían luchado juntos en Nurgon y en la batalla de Awa, codo con codo y, en el fondo, a Qaydar le apenaba que se hubieran distanciado.

—Las hechiceras deberían ser libres para ir a donde les pareciera, Qaydar —replicó la maga con frialdad—. Al fin y al cabo, la Orden Mágica ya no es lo que era; no se puede permitir el lujo de seguir manteniendo las mismas normas que hace veinte años.

El Archimago miró a Kimara, que adoptó un aire inocente. No pudo engañarlo. Sabía que Tanawe quería a Kimara en sus filas, como piloto o como maga de apoyo, puesto que los dragones artificiales precisaban de la magia para funcionar y, desde la extinción de los unicornios, los magos habían empezado a convertirse en una rareza en Idhún. También sabía que la lucha de Tanawe contra los sheks había pasado a ser algo personal después de la batalla de Awa. En ella había fallecido Rown, su compañero, el padre de su hijo Rawel. Y Denyal, su hermano, había perdido un brazo, salvajemente mutilado por la bestia que un día había sido el príncipe Alsan de Vanissar.

Rown y Tanawe habían desarrollado juntos la idea de los dragones artificiales. Denyal los había capitaneado contra los sheks. Juntos, los tres, eran el alma de los Nuevos Dragones. Ellos y media docena de pilotos valientes, como Garin, como Kestra, como Kimara.

Todos ellos estaban muertos, a excepción de Kimara. Habían vencido en la batalla, pero habían tenido que pagar un precio muy alto por aquella victoria. Y Tanawe, rota de dolor, había decidido que los Nuevos Dragones no morirían allí.

La hechicera había sido una persona alegre y jovial, para quien la construcción de dragones era, a la vez, un reto y algo tan hermoso como hacer que aquellas poderosas criaturas volvieran a surcar los cielos idhunitas. Antes, Tanawe había liderado a los Nuevos Dragones por vocación. Ahora lo hacía por venganza. Tanawe se había convertido en una mujer dura y resentida que pocas veces sonreía. Compartía, además, tres cosas con Kimara: la admiración por los dragones, el odio hacia los sheks y el deseo de seguir luchando.

—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era si los hechiceros nos dispersamos en lugar de volver a unirnos, Tanawe —replicó Qaydar.

—La Orden Mágica nunca volverá a ser lo que era, y punto —cortó Tanawe—. No sin unicornios que consagren a más magos. Cuando muera el último de nosotros...

—... entonces tus dragones dejarán de funcionar. Es por eso por lo que debemos unirnos para hallar la manera de seguir transmitiendo nuestra magia, con o sin unicornios...

—Los hechiceros más poderosos llevan siglos tratando de emular los poderes de los unicornios. No deberíamos perder el tiempo buscando lo imposible. Puede que mis dragones dejen de funcionar, pero para entonces habremos exterminado hasta la última serpiente de nuestro mundo. Como ves, tenemos una larga tarea por delante, así que te agradecería que dejaras de retener a hechiceros que pueden ser mucho más útiles en nuestros talleres de Thalis.

Qaydar suspiró para sus adentros. Ya lo habían hablado muchas veces, y nunca se ponían de acuerdo. Ninguno de los dos daría su brazo a torcer.

—Has venido a llevarte a Kimara, ¿no es cierto? Deja que te recuerde que su educación aún no ha concluido. Todavía es una aprendiza.

—Yo me encargaré de su educación, Archimago. Además, Kimara es también una guerrera, no puedes obligarla a pasar su vida encerrada en una torre.

—Es una maga —repuso Qaydar con sequedad—. Y eso no lo he decidido yo... sino un unicornio. —Se volvió hacia Kimara—. Te hicieron entrega de un don maravilloso, un don por el que muchos matarían. El unicornio que te dio ese poder te necesita, nos necesita a todos ahora mismo. Tú decidirás qué vas a hacer con lo que te entregó en su día. Si vas a devolverle el favor, aprendiendo los misterios de la magia, y ayudándonos a restaurarle la salud... o si vas a malgastar tus dones dejando que te maten en una guerra que no es la tuya.

—Es mi guerra... —empezó Kimara.

—No, no lo es. Los magos no tenemos patria, no tenemos tierra. Todo Idhún es nuestro hogar, el mundo entero es nuestra patria. Y no importa cuántas veces salves Kash-Tar, no importa a cuántas serpientes extermines, porque si no salvamos al último unicornio, no habremos salvado nada.

Ninguna de las dos respondió. Qaydar suspiró, cansado.

—¿Cuándo partís para Kash-Tar, Tanawe?

—Calculo que estaremos listos en unos quince días, aproximadamente.

Qaydar se volvió hacia Kimara.

—Tienes quince días para pensártelo. Sé que deseas marcharte ahora, pero ¿sabes?... no es un buen momento. Las cosas están cambiando, para bien o para mal. ¿Entiendes?

La semiyan asintió.

—Entiendo.

—Está anocheciendo, Tanawe. Pediré que te preparen una habitación. Después podremos cenar juntos, si lo deseas, pero ahora... hay otros asuntos que requieren mi atención. Buenas tardes, señoras.

Con una breve inclinación, Qaydar se despidió de ellas y volvió a entrar en la torre.

—¿Las cosas están cambiando? —repitió Tanawe—. ¿A qué se refiere?

Kimara recordó la petición de Jack.

—A nada en particular —mintió—. Ya sabes cómo es... ve conspiraciones y profecías en todas partes. —Alzó la mirada hacia ella—. Quince días, Tanawe. Sigo queriendo ir con vosotros, pero no me necesitáis, al menos no de momento; y, después de todo, Qaydar sigue siendo mi maestro.

—Me habría gustado contar contigo para poner a punto a los dragones, pero entiendo tu postura, y la respeto.

«No es por Qaydar», se dijo Kimara. «Es por ti, Victoria. Qaydar tiene razón: estoy en deuda contigo, y puede que estos días necesites a una amiga cerca».

 

Shail observó con aprensión la reluciente pierna metálica que Ydeon le mostraba.

—No puedes estar hablando en serio —dijo. Era la enésima vez que repetía aquellas palabras.

El gigante sacudió la cabeza.

—Ha estado toda la noche dentro del hexágono de poder que tú mismo creaste, empapándose de energía mágica. Ha costado mucho trabajo, pero ya está lista, estoy seguro de que has notado los cambios. ¿Vas a echarte atrás ahora?

El mago contempló la pierna artificial. Era cierto que, si se quedaba mirándola fijamente, podía apreciar una leve palpitación en su superficie, pulida y brillante. Suspiró.

—¿Y cómo esperas acoplar eso a mi muñón? Por muy viva que parezca estar, no es una parte de mí.

—Y, sin embargo, desea ser una parte de ti, porque es tu magia la que le ha otorgado la vida, y porque es una pierna que cree ser de carne y hueso. Necesita un cuerpo en el que acoplarse. Pero tú ya deberías saber de estas cosas. ¿Acaso no eres un mago?

Shail dudó. Sí, era cierto, un mago mantenía su mente abierta a todas las posibilidades de la magia; un mago creía en lo increíble. Particularmente él, que había visto en la Tierra cómo la energía podía mover cosas artificiales; que había asistido allí mismo, en Idhún, al despegue de los fabulosos dragones de Tanawe, máquinas que cobraban vida gracias a la magia. «Pero no eran dragones de verdad», se dijo. «Aunque lo parecieran».

No obstante, habían sido reales para mucha gente, personas que habían luchado por la libertad de Idhún bajo la sombra de sus grandes alas. Eran máquinas, pero habían sustituido a los verdaderos con gran eficacia. Igual que las máquinas de la Tierra sustituían a muchas otras cosas.

«Para llenar un vacío», pensó de pronto. «Para eso sirven estos objetos».

Tras una breve vacilación, se subió lentamente el bajo de la túnica y se remangó el pantalón hasta dejar al descubierto el muñón de la pierna derecha, que las hadas le habían amputado tiempo atrás, en el bosque de Awa, para impedir que el veneno de un shek se extendiese al resto de su cuerpo.

Ydeon hizo ademán de acercarle la pierna artificial, pero Shail lo detuvo con un gesto.

—No. Lo haré yo mismo.

Tomó el miembro de metal con ambas manos. Le sorprendió sentirlo cálido entre sus dedos. También le pareció que palpitaba. Respiró hondo y lo acercó al muñón, como quien intenta calzarse una bota. Titubeó un momento, antes de colocarlo en el lugar donde había estado la pierna perdida.

Fue instantáneo. El metal fluyó a través de su piel, de su carne, buscando fundirse con ella. Shail lanzó un grito y soltó la pierna artificial, pero esta ya había lanzado sus tentáculos de metal líquido y los trenzaba en torno al muslo del mago.

—¡Quítame esa cosa! —jadeó Shail, aterrorizado—. ¡Arráncamela!

Ydeon se limitó a contemplar la escena, cruzado de brazos, con impasibilidad pétrea. Cuando, por fin, Shail se dejó caer sobre el suelo, convulso, la pierna de metal se había solidificado, uniéndose por completo a su cuerpo de carne, y era una fusión perfecta.

—¿Lo ves? —dijo el gigante—. No ha sido para tanto.

Shail se atrevió a echar un vistazo. Su nueva pierna reverberaba con un suave reflejo metálico que sugería la magia que latía en ella. Recorrió con un dedo su superficie lisa y perfecta, sus formas suaves y equilibradas.

—Es hermosa —dijo en voz baja; alzó la cabeza para mirar a Ydeon—. ¿Podré caminar con ella?

—Inténtalo.

Shail dudó. Por si acaso, alcanzó su bastón y se puso en pie, apoyándose en él, y en la pierna izquierda. Dobló la rodilla derecha.

—Pero es de metal —dijo.

—Inténtalo —repitió Ydeon.

Shail se mordió los labios, pero trató de mover el tobillo derecho... un tobillo artificial.

Para su sorpresa, el pie de metal ejecutó la orden, y trazó un semicírculo, tal y como Shail deseaba. Agitó entonces los dedos de metal, y contempló, estupefacto, cómo se movían. Dobló la rodilla. Parecía imposible que aquella articulación metálica pudiera moverse... y, no obstante, lo hizo, sin un solo ruido.

Tragó saliva y apoyó la planta del pie en el suelo, con cuidado. Vaciló antes de dejar caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.

Esta se mantuvo tan firme como la izquierda. Shail dejó escapar unabreve carcajada incrédula. Intentó dar un paso, todavía sin soltar el bastón. La pierna de metal obedeció sus deseos y sostuvo su cuerpo mientras el pie izquierdo avanzaba un poco. Pesaba más que su pierna de carne, pero podía moverla aplicando solo un poco más de esfuerzo.

Maravillado, Shail siguió dando pasos, uno detrás de otro, lentamente, hasta que se sintió lo bastante seguro como para dejar de lado el bastón. Después de dar varias vueltas por la sala, y una vez se hubo convencido de que, en efecto, su pierna de metal funcionaba a la perfección, alzó la cabeza hacia Ydeon, radiante.

—Puedo caminar —dijo; le temblaba la voz—. ¡Puedo caminar de nuevo! Había llegado a creer que nunca volvería a hacerlo. —Se puso serio de pronto—. Gracias, Ydeon. Estoy en deuda contigo. ¿Cómo puedo pagártelo?

El gigante sonrió.

—Desearía volver a ver algún día a Domivat, la espada de fuego, y conocer a su portador.

Shail calló un momento. Después asintió, con energía.

—Te prometo que los traeré a ambos en cuanto me sea posible.

Pensó en Jack. Mientras Victoria estuviese enferma no se separaría de ella, y menos para ir al fin del mundo. Pero Kirtash había dicho que ella había despertado.

Respiró hondo. Hacía ya varios días que el shek había abandonado Nanhai, y Shail se había visto tentado de seguirlo y regresar a Kazlunn, con Jack y con Victoria. Pero, aunque le doliera admitirlo, Kirtash tenía razón: la joven ya no era responsabilidad suya. De todas formas, no había resistido la tentación de escribir un mensaje a Zaisei contándole todo lo que había sucedido. Había invocado a un pájaro de las nieves para que llevara el mensaje hasta Rhyrr, donde se encontraba la joven sacerdotisa.

—¿Vas a marcharte, pues? —preguntó entonces Ydeon.

Shail llevaba tiempo considerándolo, y si había demorado su partida se había debido a que la pierna de metal todavía no estaba lista. Días atrás le había prometido a Ydeon que esperaría, que se arriesgaría a probarla. Le echó un vistazo crítico. Sí, parecía extraña, pero funcionaba. Y sospechaba que si se sentía algo incómodo con ella no era debido a que fuera un miembro artificial, sino al hecho de que llevaba tanto tiempo arreglándoselas con una sola pierna que le costaba hacerse a la idea de que volvía a tener dos.

Pero todavía no estaba seguro de haber concluido su misión en Nanhai. Había obtenido información muy valiosa, y quería hablar con Ha-Din y con Gaedalu acerca de la llegada de Karevan a Idhún. Sin embargo, aún no tenía noticias de Alexander y, por otra parte, Ymur le había dicho que lo aguardaba en el Gran Oráculo.

Karevan, si es que era realmente él, seguía haciendo temblar las montañas. Pero los gigantes parecían haberse acostumbrado ya al fenómeno, porque habían dejado de prestarle atención. Ynaf se había instalado en otra cueva, más al sur, y estaba ocupada tratando de hacerla habitable. Había corrido la voz, a través de la piedra, de que aquella zona era peligrosa, y algunos gigantes habían optado por trasladarse, como había hecho ella, lejos de allí. Por lo demás, todo seguía como siempre.

Ymur había regresado a las ruinas del Gran Oráculo. Según les había contado, esperaba visita. Ha-Din había enviado a un grupo de sacerdotes, constructores y albañiles para iniciar las obras de reconstrucción del edificio, que había sido destruido por los sheks muchos años atrás. Tras la caída de Ashran, nada parecía impedir que los Oráculos fuesen levantados de nuevo. Los sheks tenían cosas más importantes en qué pensar.

—Voy a marcharme —decidió Shail entonces—, pero no hacia el sur, sino en dirección al norte. Al Gran Oráculo. Les contaré a los enviados de Ha-Din lo que hemos visto en las montañas. Tal vez ellos quieran echar un vistazo por sí mismos. Y si regresan al Oráculo de Awa..., entonces me iré con ellos.

«Y desde allí partiré hacia Rhyrr», se dijo, «para ver a Zaisei».

El Anillo de Hielo había estado a punto de acabar con él cuando había intentado atravesarlo, tiempo atrás. Tal vez no fuera buena idea partir solo; y, de todas formas, desde el Gran Oráculo podía tomar la ruta de la costa que bordeaba Nanhai hasta llegar a Nanetten, y que era el camino por el que llegaría, y se marcharía, el grupo enviado por HaDin.

Ydeon se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo—. Que tengas buen viaje. Yo estaré aquí cuando regreses, con o sin el portador de Domivat.

Y dio media vuelta y se metió en su taller. Shail se quedó con la boca abierta. Lo siguió, y mientras caminaba no pudo dejar de advertir que su nueva pierna seguía adaptándose a sus movimientos a la perfección.

—¡Un momento! ¿No quieres acompañarme?

Ydeon se volvió hacia él.

—¿Para qué? No tengo nada que hacer allí y... ah, comprendo. Quieres que te acompañe. Necesitas que te acompañe.

Shail enrojeció levemente. Un humano habría considerado enseguida la idea de que tal vez al mago no le apeteciera viajar solo por una tierra extraña. Al gigante ni se le había ocurrido.

—Los humanos necesitáis compañía. Siempre se me olvida ese detalle.

«Kirtash no necesita compañía», pensó Shail de pronto. «Por eso Ydeon y él se llevan tan bien. Pero es que... Kirtash no es del todo humano, de todas formas».

—Déjalo. Tengo mi magia y una nueva pierna; me las arreglaré bien.

Ydeon asintió.

—Muy bien. Que tengas buen viaje, mago.

«Un humano habría insistido», pensó Shail.

—Gracias —dijo sin embargo.

 

Aquella noche la pierna de metal le dio problemas. De pronto, sin ninguna razón aparente, la zona donde la carne se fusionaba con el metal empezó a dolerle terriblemente, como si se estuviese abrasando. El intenso dolor lo despertó de un sueño ligero e inquieto, y tuvo que contenerse para no gritar. Apartó las mantas y se arrastró hasta la burbujeante caldera de lava que calentaba la estancia y la iluminaba tenuemente. Bajo la luz rojiza examinó su nueva pierna, apretando los dientes para resistir el dolor. Le pareció que tenía el muslo hinchado.

Respirando entrecortadamente, se aplicó a sí mismo un hechizo para calmar el dolor y reducir la hinchazón. Cuando las molestias remitieron, se incorporó como pudo y fue a buscar a Ydeon.

Para cuando el gigante estuvo lo bastante despejado como para echarle un vistazo a su pierna, el dolor se había calmado casi por completo. Shail lo atribuyó a su hechizo, aunque no dejó de sorprenderse de que hubiera funcionado tan bien.

—Parece que vuelve a soldarse —comentó Ydeon.

—¿Que vuelve a qué?

—A soldarse.

—Sí, ya lo había oído. ¿Quieres decir que la pierna se estaba... desprendiendo?

Ydeon lo miró a los ojos.

—Cuando duermes —dijo—, los latidos de tu corazón se ralentizan y tu respiración se hace más pausada. Lo mismo sucede con tu magia. Se adormece, por así decirlo. Tu magia es lo que mantiene la pierna en su sitio, lo que la convierte en un objeto... vivo. Si te duermes, o pierdes el conocimiento, la magia se debilita.

Shail calló un momento, confuso.

—¿Quieres decir que tengo que estar consciente para que la pierna siga en su sitio? ¿Y que si me duermo... se caerá? Pero... ¿y el dolor? ¿Es esa falta de magia lo que ha hecho que mi cuerpo reaccionara contra el metal de esa manera?

—Me temo que sí.

Shail apretó los dientes.

—Sabía que no era buena idea.

—¿Quieres que intente quitártela?

—¿Puedes hacerlo?

—Entre los dos podemos, sí. Pero solo mientras la magia fluya entre tu cuerpo y el miembro artificial. Entonces se puede desprender de la misma manera que se unió a ti. Pero si intento quitártela cuando esa unión no sea limpia y perfecta... será una carnicería.

A Shail se le puso la piel de gallina.

—Hay otra opción, sin embargo —añadió Ydeon—. Dos, en realidad. Una de ellas consiste en evitar que la magia se debilite. En mantener activo tu poder incluso cuando estás dormido.

—Puede hacerse —asintió Shail—. Hay amuletos especiales para eso. Pero a veces fallan. ¿Y la otra opción?

—La otra opción es transferir al metal un poder superior al que tú, como mago, posees. Me refiero al poder de un dragón, de un unicornio o de un shek.

El mago calló, pensativo.

—¿Pero eso no tendría efectos secundarios? Piensa en Domivat. Está forjada con fuego de dragón y ningún humano puede blandiría sin abrasarse.

Ydeon rió, con una risa que retumbó como una avalancha de rocas.

—Está pensada para eso: para que ningún humano pueda empuñarla. Pero hay niveles y niveles. Tal vez a tu pierna solo le haga falta un poco de fuego de dragón, o de escarcha de shek, o un leve roce del cuerno de un unicornio.

Shail movió la cabeza.

—No puedo evitar pensar que me estás utilizando para un extraño experimento, Ydeon. Me niego a creer que hayas probado esto antes con otras personas.

—No lo he hecho —admitió el gigante—. Pero no voy a obligarte a seguir con esa pierna, si no quieres. La decisión es tuya.

Shail volvió a contemplar su nueva pierna artificial. De nuevo aparecía sólidamente unida a su cuerpo. El dolor y la hinchazón habían desaparecido por completo. Flexionó la rodilla y observó cómo la luz del arroyo de lava arrancaba reflejos rojizos de su superficie metálica. Recordó lo bien que se había sentido al volver a caminar. Vaciló. Era una pierna tan hermosa... tan perfecta...

—No quieres desprenderte de ella tan pronto —adivinó Ydeon.

—No —reconoció Shail en voz baja—. Creo que seguiré con ella un poco más. Sé cómo hacer un amuleto de mantenimiento. Probaré a ver qué tal funciona con eso y... —se interrumpió de pronto, recordando que tenía un viaje planeado. Pero si la pierna le daba problemas... no sería buena idea que esos problemas lo sorprendieran lejos de la caverna del forjador de espadas.

Ydeon le dirigió una larga mirada pensativa.

—Creo que, después de todo —dijo finalmente—, va a ser mejor que te acompañe al Oráculo. Por si acaso.

 

Partieron dos días después, cuando los primeros rayos de Evanor se abrieron paso entre las nieblas de Nanhai y rozaron las blancas cumbres de las montañas. Shail no había pegado ojo en toda la noche, ni tampoco la anterior: temía rendirse al sueño y encontrarse, al despertar, con que su maravillosa pierna artificial no era más que una enorme astilla de metal atravesando su carne, carne llagada, sangrante... destrozada. Ydeon le había conseguido una gema de piedra minea, un mineral de color violáceo con el que los hechiceros elaboraban muchos de sus amuletos, porque era muy receptivo a la energía mágica. Con ella le había forjado un colgante para que pudiera llevar el talismán prendido del cuello. Shail se había encargado de realizar el ritual para convertir la gema de piedra minea en un amuleto de mantenimiento.

 




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