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Buenas y malas noticias 13 страница



—Vosotros sabréis lo que hacéis —dijo el Archimago con frialdad—. Pero me han informado de que ese shek ha vuelto a la torre. Si no se ha marchado al amanecer, tomaremos medidas. No quiero tenerlo aquí.

—Estás hablando de uno de los héroes de la profecía, de alguien que puso en juego su vida para enfrentarse a Ashran —replicó Victoria, y sus ojos relampaguearon con un destello de ira—. No consentiré que nadie le ponga la mano encima.

Qaydar frunció el ceño.

—Basta ya —terció Jack—. No es necesario todo esto. Kirtash se marchará antes del primer amanecer, y no creo que volvamos a verlo en mucho tiempo, así que no será preciso «tomar medidas» de ninguna clase.

 

A altas horas de la madrugada los despertó el furioso silbido del viento, que chocaba contra la torre con tanta violencia que hacía crujir sus cimientos, y el brutal estruendo de las olas golpeando la escollera. Victoria se incorporó, sobresaltada, con el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Qué pasa? —preguntó Jack, adormilado—. ¿Ya es la hora?

Victoria no contestó. Se levantó de un salto y corrió a asomarse a la ventana; pero retrocedió, con una exclamación de sorpresa, cuando una ola se estrelló contra la pared y la salpicó de agua salada.

—¿Qué es eso? —dijo Jack, despejándose del todo.

—¡La marea! —respondió ella, atónita—. ¡El viento sopla tan fuerte que las olas llegan hasta aquí arriba!

—Eso no es posible. ¡Estamos en la parte alta!

Se reunió con ella en la ventana, pero le costó acercarse, porque el viento que entraba a través de ella lo empujaba hacia atrás. Victoria se había aferrado firmemente al alféizar, pero el aire golpeaba su rostro y revolvía su pelo con violencia. Juntos, se atrevieron a asomarse al exterior...

Los recibió un paisaje aterrador. Se había levantado un furioso vendaval que agitaba la superficie del mar, generando olas altísimas que se estrellaban contra la torre. El agua había inundado el jardín, derribando parte del muro.

Pero lo peor era el cielo, de un intenso color cárdeno, insólito, que hacía palidecer a las tres lunas y las teñía con una fina neblina fantasmal. En el horizonte, los vientos habían formado un aterrador remolino que giraba sobre sí mismo lenta e inexorablemente. Su cono se estiraba hasta rozar la superficie del mar y, cuando lo hacía, se encogía de nuevo, para volver a estirarse un poco más tarde, rizándose y ondulando como si siguiera un ritmo propio, con una especie de despreocupada alegría... lo cual no dejaba de ser desconcertante, pues la mera proximidad de aquel tornado colosal había transformado el aire en un despiadado huracán que ahora se abatía sobre las costas de Kazlunn.

—¿Qué... qué es eso? —fue lo único que pudo decir Victoria, horrorizada.

—No lo sé, pero viene hacia aquí... ¡cuidado!

Se apartaron bruscamente de la ventana, justo antes de que una nueva ola chocase contra la torre.

—Va a inundar la habitación —murmuró Jack—. Vámonos de aquí.

Cogió a Victoria por la cintura, pero la soltó de nuevo, con un grito, y sacudió la mano. La chica lo miró, con los ojos muy abiertos, y alzó las manos. Cuando acercó los dedos, brotaron chispas de ellos.

—¿Qué me está pasando? —susurró.

Jack se atrevió a tocarla con la yema del dedo, pero apartó la mano enseguida.

—Victoria, estás cargada de electricidad... como una pila —murmuró, perplejo—. ¿Cómo es posible?

Victoria negó con la cabeza y se precipitó hacia la puerta. Antes de seguirla, Jack recogió a Domivat y el Báculo de Ayshel, aunque no dejó de preguntarse de qué le serviría una espada contra un tifón.

Se encontraron en el pasillo con uno de los magos, el gigante, que bajaba pesadamente las escaleras, agachando la cabeza para no darse contra los arcos que sostenían el techo.

—¡Yber! —lo llamó Jack—. ¿Qué sucede?

—No tenemos ni idea, Jack —respondió él—. El Archimago ha hecho un llamamiento a todos los hechiceros de la torre. Están cerrando todas las aberturas y reforzando el edificio con magia para que resista cuando el tornado nos alcance. Es lo único que podemos hacer.

Yber siguió bajando las escaleras, y Victoria se dispuso a seguirlo; pero Jack la llamó y le indicó por señas que lo siguiera... escaleras arriba. La joven entendió al instante, y ambos subieron corriendo hacia la parta alta de la torre.

Allí, en la cúspide, había una enorme sala hexagonal, que los hechiceros solían utilizar para realizar los conjuros más complejos. Jack y Victoria la habían reconocido al instante la primera vez que habían entrado en ella, tiempo atrás. Allí, sobre aquellas baldosas que representaban el hexágono perfecto formado por los tres soles y las tres lunas de Idhún, un unicornio y un dragón habían cruzado sus miradas, hacía casi dos décadas.

Y ahora, en el centro mismo del hexágono, en pie, sereno e impasible, como si el huracán que azotaba la torre no pudiera afectarlo, estaba Christian.

El viento había roto los cristales de los seis ventanales que daban luz a la sala. Jack se protegió el rostro con un brazo y alargó la otra mano hacia Victoria; cuando ella se la cogió, sintió una violenta descarga eléctrica, pero apretó los dientes y avanzó hasta el centro de la sala, arrastrando a la muchacha tras de sí.

—¿Qué está pasando? —le gritó a Christian, cuando llegaron junto a él—. ¡Esto no es normal!

—¡No, no lo es! —respondió el shek, alzando la voz también para hacerse oír—. ¡Y será peor cuando llegue a la costa!

—¡Está afectando a Victoria, mira!

Ella alzó las manos y acercó las palmas, como había hecho antes, para mostrárselo a Christian. El shek entornó los ojos al ver las chispas que saltaban de sus dedos.

—Tenemos que sacarla de aquí —dijo solamente.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¿Ves eso? —Christian señaló el tornado que se deslizaba sobre el mar—. ¿Sabes lo que es?

«Algo extraño, algo inexplicable», pensó Jack de pronto, recordando las palabras que le había dirigido a Kimara antes de su partida, «algo muy grande pero que parece que no está ahí... algo que te asombra y te asusta mucho, que no sabes qué es y contra lo que no sabes cómo luchar...»

—¡Es un dios! —dijo, y Victoria dejó escapar una exclamación consternada—. ¿Pero qué clase de dios haría algo parecido?

Christian contempló el remolino, que seguía retorciéndose y ensortijándose, expandiéndose y contrayéndose, como si los vientos de los cuatro puntos cardinales se hubiesen puesto de acuerdo para crear una titánica obra de arte, inestable y turbulenta, pero de una belleza sobrecogedora e inquietante. Por un momento, pareció que el shek no iba a responder a la pregunta, pero finalmente dijo:

—Es Yohavir.

Jack se esforzó por recordar sus conocimientos de mitología idhunita.

—¿El dios de los celestes? —se aseguró.

—¡Ese mismo!

Jack sacudió la cabeza y señaló el torbellino.

—¿Me estás diciendo que ese tornado es Yohavir?

—¡No! —respondió Christian—. ¡Ese tornado lo provoca Yohavir! Su sola presencia hace que se alteren los vientos, ¿comprendes? ¡Como en Nanhai! Karevan estaba ahí, pero no podíamos verle... sólo apreciábamos los efectos devastadores que produce a su paso... cuando se mueve por su elemento. Con Yohavir está pasando igual.

—¿Y por qué su presencia afecta tanto a Victoria?

—¡Porque ella es un unicornio, una canalizadora de energía! Y un dios es pura energía. Por eso tenemos que sacarla de aquí —añadió, volviéndose para mirarlos fijamente—. Cuando Yohavir llegue, si Victoria no tiene forma de descargar toda esa energía que está atrayendo... no sé lo que puede pasarle.

Jack asintió, haciéndose cargo de la situación.

—Bien; abre la Puerta, pues. Nos vamos a la Tierra.

Victoria se volvió hacia él, sorprendida, pero Jack no la miró. Por el contrario, sostuvo la mirada de Christian, que lo observaba con un brillo de comprensión en sus ojos de hielo.

El shek asintió brevemente y se apartó de ellos. Fue sencillo para él abrir la brecha que separaba ambos mundos, una fisura entre dimensiones que, en medio del caos provocado por la proximidad del dios celeste, parecía lo único estable, lo único seguro, el único lugar posible donde refugiarse. Victoria se quedó contemplándolo, sobrecogida.

—Toma —le dijo entonces Jack—. Sujeta tú esto.

Le tendía el Báculo de Ayshel. Victoria lo miró, dudosa.

—Cógelo —insistió Jack—. Estoy seguro de que ya puedes usarlo. Te has recuperado lo bastante como para que el báculo sea capaz de detectar el unicornio que hay en ti.

La muchacha sonrió, y aferró el báculo. No se atrevió a sacarlo de la funda, sin embargo. Se lo ajustó a la espalda y dijo:

—Estoy lista.

—Yo también —asintió Jack, y la besó.

Victoria se quedó sorprendida, pero después lo miró y le sonrió con cierta timidez.

—¡Daos prisa! —los apremió el shek.

Victoria asintió y se acercó a Christian, que aguardaba junto a la Puerta interdimensional, sin percatarse de que Jack se quedaba un poco retrasado. El shek y el dragón cruzaron una mirada.

«¿Estás seguro de lo que haces?», le preguntó él telepáticamente.

«Sí, lo estoy», repuso Jack. «Aunque no sé muy bien a qué juegas. ¿Crees que no me he dado cuenta? Hace tiempo tenías el poder de abrir la Puerta interdimensional, pero te fue arrebatado cuando regresaste a Idhún con la Resistencia. Lo has recuperado, y solo la misma persona que te lo quitó podría habértelo devuelto. O tal vez otra persona con el mismo poder».

Christian inclinó la cabeza.

«Puede ser», dijo, «pero eso no tiene nada que ver con Victoria».

«Más te vale, serpiente. Más te vale».

Victoria se había quedado mirándolos, sin comprender del todo qué se escondía detrás de aquel largo intercambio de miradas. De pronto, se dio cuenta de que ella y Christian estaban junto a la Puerta, y de que Jack se había quedado rezagado. Y lo comprendió.

—¡No! —gritó, y el aullido del viento coreó aquel grito.

Christian reaccionó rápido. La sujetó por la cintura cuando ella ya salía corriendo.

—¡No, Jack, no! —chilló Victoria, pataleando furiosamente.

—Hasta pronto, Victoria —se despidió él.

Y entonces dio media vuelta y le dio la espalda para encaminarse a la puerta, sereno y seguro de sí mismo, con Domivat sujeta a su espalda, mientras Victoria se debatía, desesperada, y lo llamaba por su nombre, y Christian la arrastraba hacia la Puerta interdimensional, de regreso a casa, envueltos los dos en las chispas que despedía el cuerpo de la muchacha, henchido de energía. Y, cuando la brecha se cerró, llevándose con ella al unicornio y al shek, Jack se quedó a solas en la habitación, mientras, en la lejanía, los vientos anunciaban, con un silbido ensordecedor, la llegada de un dios.

 

Victoria seguía gritando el nombre de Jack cuando Christian la soltó. La joven se volvió hacia todos lados, angustiada, pero ya era tarde. Un millar de mundos la separaban de Jack. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, temblando violentamente.

—No puede ser —susurró—. No puede ser.

Christian no dijo nada. Solo se quedó de pie, junto a ella, esperando... Hasta que Victoria alzó la cabeza para mirarlo.

—Llévame de vuelta —le pidió.

La respuesta de él fue breve y directa:

—No.

—¡Tienes que llevarme de vuelta! ¡No puedo dejarlo ahí, en medio de un tifón...!

—Eso te matará, Victoria. No puedo dejarte volver.

Victoria se puso en pie de un salto y lo cogió por los brazos, apremiante.

—¡Regresaremos sólo a buscarlo! ¡Sólo a buscarlo, y después nos iremos!

El la miró con cierta ternura.

—Victoria, la decisión de quedarse ha sido suya. Si volvemos y lo traemos a la fuerza, no te lo perdonará jamás, y lo sabes.

Victoria dejó caer los brazos, desolada.

—Pero... ¿por qué?

—Creo que tomó su decisión en el mismo instante en que vio los efectos de Yohavir. Se sintió en la obligación de hacer algo al respecto, supongo.

—¿Y por qué no me lo dijo? ¿Por qué me engañó?

—Porque, si hubieses sabido lo que le pasaba por la cabeza, te habrías quedado con él. Y no debías hacerlo, Victoria. Porque tú ya habías tomado tu decisión. Y él la respeta, del mismo modo que tú has de respetar la suya.

Victoria desvió la mirada.

—¿Y si resulta que mi decisión no es correcta?

—Eso carece de importancia. Es tu decisión, y eso es lo que cuenta. Tú sentías que tenías que regresar conmigo, igual que Jack sentía que debía quedarse. El porqué, no me lo preguntes. Yo soy un shek, y por tanto, siempre me inclino por la opción más sensata. El, en cambio, es un dragón, de modo que de vez en cuando ha de hacer algo sumamente noble y estúpido. Está en su naturaleza; no se lo tengas en cuenta.

 

VI

El Señor de los Vientos

 

Jack bajó deprisa por la escalera de caracol, intentando desterrar de su mente la imagen de Christian y Victoria desapareciendo por la Puerta interdimensional. Regresaban a la Tierra... a casa. Su corazón se estremeció de añoranza, y por un instante deseó dar media vuelta y marcharse con ellos. Pero se sentía en deuda con algunas personas: con Alexander y con Shail, para empezar; con Qaydar, que los había acogido en su torre; con Kimara, que le había salvado la vida en una ocasión. Y, aunque ellos no le importaban tanto como Victoria y, en cierto sentido, el shek que se la había llevado, se sentía responsable.

Además, no quería darse por vencido tan pronto. Había estado en Umadhun, Sheziss le había relatado la historia de aquel lugar, y algo en su interior se rebelaba ante la idea de que Idhún, tierra de bellezas y de horrores, de leyenda y de misterio, se viera reducida a un mundo vacío, «espantosamente feo y aburrido», como había dicho la shek. Tenía que haber alguna forma de detener aquello. Tenía que haberla.

Encontró los niveles inferiores inundados de agua, pero a partir del quinto piso de la torre el suelo estaba apenas encharcado, y las ventanas aparecían selladas por una sustancia que parecía cristal, pero que no lo era. Jack recordó las ventanas de Limbhad, que tanto le habían llamado la atención el día de su llegada. Estaban cerradas con un material cristalino que, sin embargo, era tan elástico que no podía romperse. Ahora, las ventanas de la torre estaban selladas con el mismo sistema. El viento y las olas las golpeaban con furia y solo lograban abombarlas notablemente, pero no conseguían quebrarlas ni penetrar en el interior.

En una de las habitaciones del cuarto piso, la más grande, y la que estaba más seca, Jack encontró al personal de servicio, todos los no iniciados de la torre, que se acurrucaban unos junto a otros, muertos de miedo.

—¡¿Dónde están los hechiceros?! —preguntó el chico a gritos, para hacerse oír por encima del vendaval.

Todos se volvieron para mirarlo, y sus rostros reflejaron al verlo un gran alivio y una fe ciega. «Creen que les voy a sacar de ésta», comprendió Jack, incómodo. «Sólo por ser un dragón». Pero, ¿cómo explicarles que ni siquiera los dragones eran capaces de obrar milagros?

Repitió la pregunta en voz más alta todavía, arrepintiéndose ya de haberse quedado. Alguien reaccionó por fin y le contestó que habían ido al sótano a asegurar los cimientos de la torre.

«Los cimientos», repitió Jack para sus adentros, asaltado por una horrible sospecha.

Corrió hasta la parte más baja de la torre y se precipitó hacia las termas. Recordaba perfectamente que allí había una piscina de agua natural que se llenaba cuando subía la marea. Pero con aquel temporal, la alberca no era más que un agujero por el que podía colarse mucha más agua de la que aquel lugar podía soportar.

Sin embargo, cuando llegó allí descubrió que los magos ya habían sellado la puerta a las termas con un muro de piedra asegurado con magia. Jack se imaginó lo que debía de haberles costado abrirse paso a través del sótano inundado, y se preguntó cómo habrían conseguido levantar aquel muro y achicar el agua. Sacudió la cabeza y siguió caminando pasillo abajo, hasta que llegó a una pequeña escalera que descendía. Bajó por ella.

Desembocó en un sótano formado por una serie de galerías de pesados muros de piedra.

Y allí estaban los magos. Chapoteando en un barro que les llegaba por las rodillas, trabajaban con ahínco, reforzando sillares, aplicando hechizos anti-agua y renovando la magia que corría por entre las grietas de la torre. Yber se encargaba del techo, al que llegaba con solo alzar sus poderosos brazos. Desde el pie de la escalera, Jack paseó la mirada por la estancia, buscando algo que hacer.

Qaydar lo vio primero.

—¡Jack! ¿Dónde estabas? ¿Y Victoria?

—¡A salvo! —respondió él—. ¿Puedo ayudar?

—¡Aquí, no! En el cuarto piso están los no iniciados. ¡Ve con ellos y asegúrate de que no les pasa nada!

Jack apretó los dientes, frustrado. «No, ni hablar», se dijo. «No he dejado pasar la oportunidad de regresar a casa para que ahora me digan que no puedo hacer nada».

—¡El tornado, Qaydar! —insistió—. ¿No hay ninguna manera de pararlo?

—¡Lo intentamos con un conjuro atmosférico, pero no funcionó! Probablemente se debió a que necesitábamos a más gente.

«O probablemente se debió a que ni cien Archimagos juntos lograrían detener a un dios», pensó Jack, pero no lo dijo.

—¿Y no podemos tratar de desviarlo?

—¿Desviarlo? ¿Cómo? —repitió Qaydar, estupefacto.

—Tengo razones para pensar que no es un simple tornado. Creo que tiene conciencia, y que si nos va a pasar por encima es, simplemente, porque no nos ve. Si lográramos llamar su atención, hacerle ver que estamos aquí...

—No tenemos tiempo para hacer experimentos, Jack —cortó Qaydar, exasperado—. Por favor, sube con los no iniciados. Aquí no hay nada que puedas hacer.

Herido en su orgullo, Jack dio media vuelta y subió de nuevo las escaleras. Pero no se quedó en el cuarto piso, sino que regresó a la sala de la cúspide de la torre, donde Christian y Victoria habían desaparecido apenas unos momentos antes. Nada quedaba ya de ellos, y la estancia estaba a punto de correr la misma suerte: el tejado cónico de la torre había sido arrancado de cuajo por el vendaval, y una fina lluvia se colaba por el hueco abierto al cielo tempestuoso.

«No he dejado marchar a Victoria simplemente para ver cómo me pasa por encima un dios», se dijo. Contempló el tornado, que se había acercado ya tanto que se mostraba mucho más grande y aterrador. «Podrás pasar por alto a un par de docenas de sangrecaliente», le dijo, en silencio. «Pero no puedes ignorar a un dragón».

Respiró hondo, cerró los ojos un momento y después se transformó en dragón. Cuando lo hubo hecho, alzó la cabeza hacia el cielo turbulento. Era consciente de que los vientos lo empujarían y lo zarandearían hasta hacerle perder el control, pero esperaba que eso sirviera para llamar la atención del dios. Se impulsó sobre sus poderosas patas y alzó el vuelo, abriendo al máximo sus grandes alas.

Fue peor de lo que había imaginado. Nada más abandonar el refugio de las paredes de la torre, una violenta ráfaga de aire lo empujó hacia atrás, con un golpe tan fuerte que le hizo quedarse sin respiración y lo dejó aturdido un momento. Batió las alas, con todas sus fuerzas, y logró mantenerse estable. Entonces, lentamente, intentó avanzar hacia el formidable huracán que se desplazaba hacia él. Luchó contra el viento, que trataba de derribarlo; luchó hasta el agotamiento y, cuando el tornado estaba ya casi encima de él, se dio cuenta de que él seguía justo sobre la torre: no había logrado moverse del sitio. Tras un breve instante de pánico, se dijo a sí mismo que, si lo que pretendía era alejar a Yohavir de la costa, desde luego no lo estaba consiguiendo. Pero aún quedaba la posibilidad de que el dios se detuviera o, por lo menos, no siguiera avanzando.

Con las escasas fuerzas que le restaban, Jack inspiró hondo, echó la cabeza atrás y vomitó una furiosa llamarada a las nubes. Cuando se quedó sin aliento, volvió a inspirar y a escupir su fuego contra el viento, rogando por que el dios percibiera aquella señal. Y siguió haciéndolo hasta que su poderosa llama no fue más que una chispa en medio del ciclón. Entonces, comprendió, agotado, que no había nada más que hacer. Ya ni siquiera tenía fuerzas para mantenerse en el aire, por lo que la siguiente ráfaga de viento lo levantó y lo arrastró como si fuese un muñeco de paja. Aturdido, Jack perdió la noción del tiempo y el espacio, empujado a un lado y a otro, apenas un juguete en manos de los elementos; hasta que, sin saber muy bien cómo, todo a su alrededor se detuvo.

Jack abrió los ojos con esfuerzo y se encontró, para su sorpresa, flotando en el aire, girando lentamente sobre sí mismo. Trató de moverse, pero eso por poco le hizo perder el equilibrio, por lo que comprendió que era mejor quedarse quieto.

No obstante, no era nada sencillo permanecer inmóvil en aquella situación. Parecía que los vientos giraban a su alrededor y que él estaba en el centro del huracán, estable de momento, pero en precario equilibrio. Y, sin embargo, lo peor de todo no era aquello.

Lo peor era aquella sensación indescriptible, que no se parecía a nada de lo que antes hubiese experimentado. Era un cosquilleo en todas sus escamas, como una especie de electricidad estática, que lo aturdía, lo maravillaba y lo aterrorizaba al mismo tiempo. Era la impresión, totalmente irracional, de ser un insecto minúsculo en la palma de la mano de un gigante, obligado a quedarse quieto mientras un inmenso ojo lo observaba con interés.

Pero allí no había palma, ni había ojo. No había nada que pudiese ser visto o tocado. Y, sin embargo, había algo. La presencia del dios llenaba toda su percepción, aunque su esencia estuviera más allá de sus sentidos. En medio del indecible terror que llenaba el corazón del dragón que había osado cruzarse en el camino de un titán, Jack sólo pudo pensar: «Me ha visto».

El aire pareció cargarse todavía más de aquella extraña electricidad estática que recorría su piel como un millón de hormigas diminutas. La tensión comenzó a subir de pronto y Jack entendió, horrorizado: «¡Se está acercando a mí!». ¿Para qué? ¿Para «verlo» mejor? ¿Para comunicarse con él? En cualquier caso, Jack supo, de pronto, que de ningún modo quería que Yohavir se aproximase más. Y el terror inundó cada fibra de su ser, el terror a algo que era tan inconmensurable y poderoso que no quería mirarlo a la cara. Instintivamente, se revolvió, tratando de escapar, como un animalillo acosado... y los vientos no pudieron ya sostenerlo. Con un rugido de pánico, Jack cayó al vacío, pataleando desesperadamente. Tuvo la sensación de que algunas ráfagas de viento trataban de levantarlo de nuevo, sin éxito, y lo siguiente que sintió fue el golpe brutal que produjo su cuerpo al caer al mar.

Perdió el sentido casi al instante.

 

—¡Rápido, que venga alguien! ¡El dragón tiene problemas!

Los magos se volvieron hacia la escalera. Allí, muy alterado, se hallaba un joven que vestía las ropas de la Iglesia de los Tres Soles. La mayor parte de ellos se preguntó qué hacía un novicio de los Tres Soles en la Torre de Kazlunn, pero alguno lo reconoció como el mensajero que había llegado desde Nanhai aquella misma tarde, para entregar un mensaje a Jack.

Qaydar era de los que no estaban al tanto de la presencia del mensajero en Kazlunn, pero no perdió tiempo en averiguaciones acerca de su identidad.

—¿Qué pasa con Jack? —exigió saber.

—¡Salió volando hacia el ojo del huracán, señor Archimago! —respondió el chico, nervioso—. ¡Lo hemos visto todo desde la ventana! ¡Acabamos de verlo precipitarse hacia el mar!

Reinó un silencio de piedra, solo roto por el rugido de la tempestad. Todos sabían lo que implicaban las palabras del mensajero. Ya era un suicidio lanzarse al agua un día sereno, puesto que las poderosas mareas que regían los océanos idhunitas arrojaban contra los acantilados a cualquiera que se bañase en ellas, con una violencia brutal. Aquella noche, ni siquiera un dragón lograría vencer la fuerza de las aguas.

—¡Haced algo, por todos los dioses! —insistió el mensajero—. ¿No se supone que sois hechiceros?

—Voy contigo —dijo Qaydar—. No sé cómo diablos voy a sacar al chico de ahí, pero lo voy a intentar.

Sin embargo, una mano húmeda lo detuvo antes de que pudiera dar un paso. Qaydar se volvió.

—Dablu —murmuró el mago, al reconocer al único hechicero varu que habitaba en la torre—. ¿Qué pasa?

«Quedaos aquí, Archimago», dijo el varu. «Y salvaguardad la torre. Si alguien puede rescatar al dragón, ese soy yo».

—Ni hablar, Dablu. Esta noche el mar es un peligro, incluso para un varu.

 




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