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Buenas y malas noticias 12 страница



El unicornio no se movió, ni siquiera abrió los ojos. Pero Christian sabía que había detectado su presencia. Se sentó sobre la hierba, junto a ella, sin pronunciar una sola palabra que rompiera la magia del momento. Y esperó.

Instantes después, la criatura abrió los ojos y lo miró.

Christian sintió que le faltaba el aliento. Volvió la cabeza bruscamente, porque los ojos se le empañaban.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella dulcemente—. ¿No te alegras de verme?

—Sabes que sí, Victoria —respondió él en voz baja.

Sobreponiéndose, alzó la cabeza y la contempló largamente. Su mirada se detuvo más tiempo en el pequeño cuerno que crecía sobre su frente, apenas una punta no más larga que su dedo pulgar. El unicornio lo notó, y bajó la cabeza, claramente avergonzada. Christian se dio cuenta.

—Te está volviendo a crecer el cuerno.

—Es tan poca cosa —suspiró ella—. Tan pequeño, tan ridículo...

—Crecerá —la tranquilizó Christian—. Y no es poca cosa. Es lo más hermoso que he visto nunca.

Victoria inclinó delicadamente la cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Cómo ha pasado?

—No lo sé. Simplemente, ha sucedido. Pero no de golpe. Me parece que ya llevaba tiempo curándome poco a poco. Lo que ocurre es que a mi cuerpo de unicornio le ha costado mucho tiempo generar un nuevo cuerno. Si no fuera porque mi esencia tenía también un cuerpo humano en el que refugiarse, no habría sobrevivido al proceso.

Con un suspiro, apoyó la cabeza en el regazo de Christian. El joven dejó escapar un pequeño jadeo al sentir la dulce corriente de magia que lo recorría por dentro. Cerró los ojos para disfrutar de esa sensación. Tras una breve vacilación, alzó la mano para acariciar las crines del unicornio, que no se movió.

Por fin, Christian volvió a mirarla.

—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó.

—Porque lo deseaba —respondió ella en voz baja.

Christian no dijo nada.

Permanecieron así un rato más, los dos en silencio, Christian sentado sobre la hierba, Victoria apoyando la cabeza en su regazo. Hasta que ella dijo:

—Las leyendas de la Tierra dicen que a los unicornios les gusta reposar la cabeza en el regazo de las muchachas vírgenes e inocentes.

—Me temo que yo no encajo mucho con esa descripción —comentó él.

Victoria sonrió.

—Lo sé. Pero no me importa. Eres Christian, y con eso me basta.

El shek la contempló con expresión indescifrable.

—¿Es por eso? ¿Es ese el secreto de los unicornios? Porque, de lo contrario, no me explico qué he hecho yo para merecer este don... dos veces.

—No sé qué vio en ti el unicornio que te convirtió en un mago. Pero sí sé lo que he visto yo. Y deseaba compartir esto contigo... oh, lo deseaba con toda mi alma.

—¿También con Jack?

—Sí, también con él. Pero no ahora. Mi poder es aún muy débil. Si entregara la magia a un no iniciado, o incluso a un semimago como él... el esfuerzo podría conmigo. Pero tú eres ya un mago.

No necesito concederte un don que ya posees. Sólo puedo renovártelo.

Christian calló. El unicornio alzó la cabeza y lo miró, llena de incertidumbre.

—No te alegras de verme así —afirmó.

—No del todo —reconoció Christian—. Pero tengo una buena razón.

Contempló cómo ella se transformaba de nuevo en humana, entre sus brazos. Cuando lo miró de nuevo, desde el rostro de una muchacha, todavía había rastros de pena en su mirada.

—Tengo una buena razón —repitió él—. Hay alguien que no considera que una chica humana sea una amenaza. Pero sí puede tener mucho en contra del último unicornio, de alguien capaz de conceder la magia.

Le contó, en pocas palabras, lo mismo que le había contado a Jack. Victoria palideció.

—Gerde tiene mi cuerno. Y es una diosa.

Había miedo e ira en sus palabras, Christian lo notó.

—Tengo que sacarte de aquí antes de que ella sepa que te está creciendo el cuerno de nuevo y se entere de que pronto podrás seguir consagrando a más magos. Y solo hay un lugar donde puedo ocultarte de ella.

—Quieres llevarme de vuelta a la Tierra —adivinó Victoria a media voz.

Christian asintió.

—Sé que Idhún es el mundo más apropiado para el unicornio que hay en ti. Pero no con Gerde. Cuando empieces a conceder tu don a más personas...

—Estás hablando igual que Qaydar —cortó Victoria, tensa—. No es tan sencillo entregar el don. Hay que desearlo de corazón. Es algo muy íntimo, y muy especial. Deberías saberlo.

—Lo sé, Victoria.

Ella no dijo nada, y Christian tardó un poco en reanudar la conversación:

—¿Te habría gustado —le preguntó entonces, en voz baja— ser la primera en entregarme la magia?

—Sí —sonrió ella—. Habría sido hermoso. Pero no sufro por ello. En el fondo no tiene tanta importancia llegar en primer lugar, sino simplemente llegar.

—Cierto —asintió él, mirándola intensamente—. Y ya veo que hay alguien que ya ha «llegado a ti» en primer lugar.

Victoria captó la indirecta y enrojeció, turbada. Christian la alzó con cuidado para apoyar la cabeza de ella sobre su hombro.

—¿Fue todo bien? —le preguntó, sereno.

Victoria comprendió que no le estaba pidiendo detalles, sino que respondiera con una sola palabra.

—Sí —dijo en voz baja.

—Me alegro —susurró él en su oído, con una media sonrisa—. De verdad.

Victoria tragó saliva. Le echó los brazos al cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Voy a llevarte lejos de aquí —le prometió Christian—. A un lugar donde no entres en los planes de nadie. Donde nadie sepa quién eres realmente. Donde estés a salvo de verdad.

—¿No vamos a luchar?

—¿Contra Gerde? —Christian negó con la cabeza—. No. Puede quedarse con Idhún, si quiere, pero no contigo. Ni conmigo tampoco.

Algo en su tono de voz alertó a Victoria acerca de lo que podía haber sucedido entre Christian y Gerde.

—¿La viste? ¿Hablaste con ella?

El shek tardó un poco en contestar.

—Sí —dijo solamente.

Victoria abrió la boca para preguntar más, pero finalmente decidió no hacerlo. Alzó la cabeza de pronto, y Christian lo hizo solo una centésima después que ella, un instante antes de que apareciera Jack, abriéndose paso entre los macizos de flores, muy alterado.

—Tengo que hablar con vosotros —fue lo primero que dijo al verlos.

—¿Tú no tenías que estar en una reunión?

—Al diablo con la reunión. Esto es mucho más importante.

Se sentó junto a ellos y procedió a hablarles del contenido de la carta de Shail. El mago le relataba en ella su encuentro con Alexander y todo lo que había averiguado en el Oráculo, a través de Ymur y de Deimar, el Oyente loco. Cuando terminó, Victoria miró a Christian, inquieta. Pero el semblante del shek seguía siendo impenetrable.

—¿Y qué? —dijo solamente.

—¿Cómo que «y qué»? —exclamó Jack—. ¡Entiendo que las noticias sobre Alexander no te interesen lo más mínimo, pero lo que ha averiguado Shail en el Oráculo te afecta a ti directamente! ¡Está diciendo que ese mago que le preguntó a Ymur por el Séptimo dios y que entró en la Sala de los Oyentes hace años podría haber sido Ashran!

—Bien, y yo repito: ¿y qué? Eso no va a cambiar las cosas.

Jack suspiró y movió la cabeza con desaprobación.

—Parece mentira que no lo captes, serpiente. La historia de Ymur tiene muchos puntos interesantes, como ya dedujo Shail. Resulta que Ashran llegó al Oráculo siendo simplemente un joven mago que hacía preguntas indiscretas sobre el Séptimo dios. Entró en la Sala de los Oyentes y algo sucedió allí. Puede que se comunicara con los dioses entonces. Quizá, con el Séptimo. Si averiguamos cómo lo hizo, tal vez logremos hacer nosotros lo mismo. Puede que podamos contactar con los Seis y...

—¿Y entonces, qué?

—Deja de ser tan negativo, ¿quieres? —replicó Jack, molesto—. Me acabas de decir que el Séptimo es ahora Gerde. ¿No sería todo infinitamente más sencillo si los dioses conocieran este detalle?

Christian le dirigió una mirada indescifrable.

—No —dijo—, no lo sería.

Apartó a Victoria de sí, con delicadeza, y se puso en pie.

—Tú haz lo que quieras, dragón. Yo me voy a la Tierra, y me iré antes del primer amanecer. Victoria vendrá conmigo, si ella está de acuerdo.

Jack se quedó sin habla.

—¿Vas a marcharte, sin más? —pudo decir al final, estupefacto—. ¿Vas a salir huyendo?

—No hay nada que me retenga aquí, y no tengo el menor interés en quedarme a presenciar una guerra de dioses.

—¿Y Victoria? ¿Le darías la espalda si decidiese quedarse?

Se volvieron hacia Victoria, los dos a una, esperando a que ella hablara. Victoria titubeó.

—Es una decisión difícil —dijo por fin—. Tendría que pensarlo.

—Si eligiese quedarse en Idhún —repitió Jack—, ¿qué harías tú, Christian? Christian y Victoria cruzaron una mirada larga, intensa. Por fin, el shek sacudió la cabeza y dijo:

—Ya he dicho que me voy a la Tierra. Vosotros podéis elegir..., pero puede que yo no tenga otra opción.

Antes de que ninguno de los dos pudiera preguntarle a qué se refería, Christian se perdió en el jardín, silencioso como una sombra, dejándolos a solas.

Jack y Victoria se quedaron un rato en silencio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él entonces.

Victoria se retorció las manos, indecisa.

—Quieres que vaya a la Tierra, con él, ¿verdad?

—Lo habíamos hablado ya, sí. Los dos coincidimos en que es lo más seguro para ti; y, por otro lado, si Gerde tiene tu cuerno y se entera de que a ti te está creciendo el tuyo otra vez...

No terminó la frase, pero Victoria entendió lo que quería decir.

—Christian ha llegado a la misma conclusión —dijo a media voz.

—Y tú, ¿qué opinas? ¿Quieres regresar a la Tierra con él?

Victoria inclinó la cabeza.

—Creo que debo hacerlo. Pero no quiero dejarte atrás, así que, antes de tomar una decisión, me gustaría saber si estarías dispuesto a acompañarnos.

—¿Por qué crees que debes hacerlo? —inquirió Jack, sin responder a la pregunta.

Victoria guardó silencio un momento antes de decir:

—¿Recuerdas cuando llegamos a Idhún? Christian se fue a Nanhai y tú a Awinor, y yo tuve que decidir a quién acompañaría. Entonces me resultaba difícil elegir, pero Christian me hizo ver que estaba muy claro cuál era la opción correcta. Me dijo que tú me necesitabas más en esos momentos.

Jack alzó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Estabas solo en un mundo que no conocías. Ibas a emprender un viaje muy peligroso en busca de ti mismo. Christian podría arreglárselas muy bien sin mí, pero tú necesitabas apoyo y ayuda por mi parte. Eso fue lo que me hizo decidirme por acompañarte a ti, y no a él.

Jack se recostó contra el tronco del árbol.

—¿Y ahora no es así?

—Creo que no, Jack. Christian no está bien. Tengo miedo por él. Temo que esté en peligro.

—¿A causa de Gerde?

Victoria asintió.

—Ella tiene muchos motivos para querer vengarse de él. Y ya no es como antes, Jack: Gerde es la Séptima diosa, tiene poder sobre él. Puede... puede hacerle daño. Le dejó marchar sin más, y creo que es porque sabe que le tiene en sus manos.

—Entiendo —asintió Jack—. ¿Se te ha ocurrido pensar que, en tal caso, puede que él haya vuelto a cambiar de bando? No digo que lo haga voluntariamente, sino que, tal vez... no le quede otra opción, como ha dicho.

—Haga lo que haga, Jack, sé que yo no corro peligro a su lado. Cuando dice que quiere llevarme con él a la Tierra porque allí estaré más segura, está hablando en serio. Quiere alejarme de Gerde pero, por otro lado, creo que hay algo más que no nos ha contado... ni va a contarnos.

—A mí no, pero puede que a ti sí. Y esa es otra razón por la que tienes que irte con él.

—¿Y tú? Jack, yo siento que debo acompañar a Christian, pero no quiero dejarte atrás.

Jack la miró, indeciso.

—Hasta esta tarde, habría estado dispuesto a ir con vosotros. Pero después de haber recibido la carta de Shail..., no sé qué pensar. No quiero abandonarlos a él y a Alexander a su suerte. Creo que debo ir a Nanhai, con ellos, a tratar de averiguar qué está pasando. No soy estúpido: si Idhún se hunde no pienso hundirme con él. —Se estremeció al recordar el desolado paisaje de Umadhun—. Pero quiero investigar este asunto hasta el fondo. Al menos mientras quede tiempo, y si no hay nada que hacer...: entonces trataría de convencer a Shail y Alexander para que volvieran con nosotros.

Victoria lo miró largamente.

—Si me voy a la Tierra —dijo—, ha de ser con la condición de que tú nos sigas en cuanto puedas. ¿Lo harás, Jack?

—Si me quedo aquí, será con esa condición, lo prometo —la tranquilizó él.

—Y con otra condición —añadió ella—. Si, para cuando me haya crecido el cuerno del todo, no has cruzado la Puerta, yo volveré para buscarte.

Jack se puso repentinamente serio.

—No, Victoria...

—Ha de ser así —cortó ella—. No pienso dejarte atrás si sé que corres algún peligro.

Jack no respondió. Los dos se miraron un momento y se abrazaron, con fuerza.

—Te quiero tanto —suspiró Victoria—. Sé que te voy a echar mucho de menos.

—Te acostumbrarás. También pasas mucho tiempo lejos de Christian y lo soportas bien.

—No es lo mismo. Nosotros estamos unidos a través del anillo. Pero, si me voy, si cruzo la Puerta a otro mundo, perderé todo contacto contigo. Si te pasa algo no tendré manera de saberlo.

Jack sonrió, acariciándole la mejilla con cariño.

—No te preocupes antes de hora. Aún no lo he decidido. Christian dijo que se marcharía con el primer amanecer, ¿no? Creo que tengo tiempo hasta entonces para pensarlo. Sin embargo, opino que tú sí debes ir con él. Me quedaré más tranquilo si sé que estás a salvo en la Tierra. Lejos de Gerde, lejos de Yaren, de los dioses y de todos esos fanáticos que no esperarán a que te crezca el cuerno del todo para obligarte a consagrar a más magos.

Victoria inclinó la cabeza.

—Si me voy, no será por esa razón, y lo sabes. Pero, ¿cómo voy a decirle a Qaydar que me voy... con Christian? Le dará un ataque.

—No se lo digas. No le digas nada porque, si lo haces... no te dejará marchar.

Victoria se mordió el labio inferior, preocupada. Jack se puso en pie de un salto.

—Volvamos a la torre —dijo—. Qaydar debe de estar preguntándose dónde estamos; además, ya es de noche, y se ha levantado viento.

Le tendió la mano a Victoria, y ella se la cogió, con una sonrisa. Sin embargo, Jack dio un respingo y retiró la mano, desconcertado.

—¿Qué pasa? —inquirió Victoria, alarmada.

Jack negó con la cabeza.

—Nada; solo me ha dado un calambre.

Victoria contempló su propia mano, pensativa.

 

Alguien despertó a Zaisei, llamando con urgencia a la puerta de su habitación. La joven se levantó con ligereza, se echó una capa sobre los hombros y corrió a abrir. Fuera la esperaba una chica semifeérica. Zaisei la conocía: se trataba de una de las novicias del cortejo de Gaedalu.

—¿Qué ocurre, Feige? —preguntó la celeste—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

—La Madre te llama, Zaisei. Dice que es urgente.

Preocupada, Zaisei corrió hasta las habitaciones de Gaedalu.

Encontró a la varu vestida y recogiendo sus cosas con precipitación. Su piel de anfibio se había resecado más de lo conveniente, pero ella no parecía haberse dado cuenta.

—¡Madre, qué hacéis! —exclamó la celeste, alarmada—. ¿Cuánto tiempo habéis pasado fuera del agua?

«Déjame, déjame», protestó Gaedalu, cuando Zaisei trató de conducirla hacia la enorme bañera que habían habilitado para ella al fondo de la estancia, y que debía estar siempre llena de agua fresca y limpia. «Esto es más importante. Despierta a todas las novicias y a las sacerdotisas y ocúpate de que hagan el equipaje inmediatamente. Regresamos a Gantadd».

—Pero, Madre —objetó Zaisei, perpleja—. Es muy tarde. ¿No podéis esperar hasta mañana?

«No, no, esto no puede esperar. La luz de las lunas es brillante esta noche; las diosas velarán por nosotras. Vamos, Zaisei, date prisa: cuanto antes partamos, antes llegaremos».

—Madre, no encontraremos transporte para todas a estas horas. Si tenéis un poco de paciencia, mañana enviaré un mensaje a Haai-Sil para que manden pájaros...

«Viajaremos con lo que haya, Zaisei. Los pájaros tardarían mucho tiempo en llegar. Será más rápido si vamos directamente a Haai-Sil y los pedimos allí».

Zaisei suspiró. Gaedalu estaba nerviosa y muy alterada pero, por encima de todo, había algo en sus sentimientos, una mezcla de siniestra esperanza y salvaje alegría que desconcertó a la celeste. Nunca la había visto así. Gaedalu la miró fijamente.

«¿Qué sucede, hija? ¿Por qué no haces lo que te he pedido?»

—Me tenéis preocupada, Madre. No es propio de vos comportaros de esta manera.

Gaedalu sonrió.

«Pues deja de preocuparte, Zaisei, porque tengo un buen motivo para regresar a Gantadd de forma tan precipitada. Lo que he averiguado esta noche en la Biblioteca podría ser vital para mucha gente».

—¿Algo acerca de los dioses?

«¿De los dioses?» Gaedalu hizo sonar su característica risa gutural. «No, hija, algo más importante aún: algo acerca de los sheks. Pero puede que sea sólo una pista falsa, y por eso he de comprobarlo cuanto antes...»

—Pero, Venerable Gaedalu, todavía no hemos recibido noticias de la Torre de Kazlunn —le recordó Zaisei—. Tal vez sería prudente aguardar a que el Archimago nos confirme si es cierto que Lunnaris ha despertado...

«Sus mensajeros pueden alcanzarnos por el camino, y si no llegan a tiempo, ya recibiremos sus nuevas en el Oráculo».

Zaisei la miró, indecisa. Finalmente, suspiró.

—Me encargaré de organizarlo todo para que partamos cuanto antes. Pero no me iré de aquí hasta que vea que tomáis vuestro baño —añadió, severa.

Percibió la contrariedad de Gaedalu, pero no cedió.

«Está bien, tú ganas», dijo por fin la Madre Venerable.

Se situó en el borde de la bañera y se deslizó hasta el interior, con tanta suavidad que apenas produjo una leve ondulación en su superficie. Desapareció bajo las aguas y luego asomó sólo la parte superior de la cabeza. Sus ojos observaron a Zaisei con un cierto aire de reproche.

«¿Mejor así?»

—Mejor así —asintió ella, con una sonrisa—. Regresaré dentro de un rato para ayudaros con vuestro equipaje.

Antes de cerrar la puerta tras de sí, la celeste se dio cuenta de que, sobre la cama de Gaedalu, había un viejo volumen polvoriento. Frunció el ceño y por un instante pensó que debía preguntar a los encargados de la Biblioteca si Gaedalu había pedido permiso para llevárselo, puesto que en los últimos tiempos solía mostrarse muy despistada, y se le olvidaban aquel tipo de detalles. Pero entonces oyó un alboroto en la habitación de las novicias, y la inconfundible risa de Feige, tan cantarina como la de cualquier hada de Awa, y sus pensamientos se apartaron del libro. Recogiéndose la orilla de la túnica, Zaisei acudió con ligereza a poner un poco de orden.

 

Entraron en el salón cuando Qaydar ya salía para buscarlos.

—¿Dónde estabais? —quiso saber—. La reunión ya terminó hace bastante rato. Ahora todos están esperando a ver a Lunnaris con sus propios ojos... bajo su forma humana, quiero decir —añadió, al ver que Jack empezaba a fruncir el ceño.

Los dos chicos cruzaron una mirada, pero no dijeron nada. Siguieron a Qaydar a través de la sala, aún cogidos de la mano, sin prestar atención a los murmullos que se levantaban a su paso. Cuando se situaron frente a lo que quedaba de la Orden Mágica y Qaydar los presentó como Yandrak y Lunnaris, el último dragón y el último unicornio, reinó un silencio sepulcral.

Victoria paseó la mirada por la estancia. Había sólo ocho personas allí, aparte de Qaydar, y todas vestían túnicas que delataban su condición de hechiceros. Victoria vio dos silfos, un varu, dos humanos (hombre y mujer), un gigante, un celeste y una mestiza entre hada y celeste. Ninguno menor de veinte años. Ningún aprendiz. «Lo que queda de la Orden Mágica», pensó ella, entristecida. Sabía que había más magos desperdigados por Idhún; pero sumándolos todos, y después de la batalla de Awa, en la que ambos bandos habían tenido muchas bajas, probablemente no quedarían en el mundo más de una veintena de hechiceros. Como si hubiese adivinado sus pensamientos, Qaydar anunció:

—Como veis, los rumores eran ciertos. La dama Lunnaris se ha sobrepuesto de su grave enfermedad y, aunque no podemos pedirle que se muestre como unicornio ante todos nosotros, por razones de intimidad, sí puedo aseguraros que es capaz de...

—No puede entregar magia —cortó entonces Jack.

Qaydar se volvió hacia él con rapidez.

—¿Cómo has dicho?

—Lunnaris está muy débil aún, y no puede pedírsele que entregue la magia a nadie, todavía. Eso la mataría. El hecho de que pueda transformarse es una buena noticia, pero hay que tener en cuenta que sus heridas fueron muy graves, y que aún no podemos estar seguros de que se recupere por completo.

Victoria trató de disimular su sorpresa ante las palabras de Jack. No era propio de él mostrarse tan cauto. Al mirarlo con atención lo vio extraordinariamente serio, con los ojos fijos en los magos que se habían reunido allí aquel día. Y comprendió que, tras las alarmantes noticias que les había traído Christian, Jack no se fiaba ya de nadie. Cualquiera de aquellos magos podía estar al servicio de Gerde, podía haber traicionado a la Orden, como lo había hecho la propia Gerde en tiempos de Ashran... como Elrion, el asesino de sus padres.

La muchacha inclinó la cabeza y dijo:

—Sé que la Orden atraviesa tiempos difíciles. Pero os pido paciencia y comprensión. Lo que Ashran me hizo habría matado a cualquier unicornio. Necesitaré tiempo para recobrarme, si es que lo hago algún día por completo.

Casi lo sintió por Qaydar. El Archimago los había convocado para darles una buena noticia, y ellos la desmentían o, al menos, enfriaban la esperanza que había nacido en los corazones de aquellas personas.

Cuando se disolvió la reunión, Qaydar se los llevó aparte para pedirles explicaciones.

—Tenemos que ser prudentes, Archimago —dijo Jack—. Victoria tiene muchos enemigos, y no nos conviene que se sepa todavía lo que es capaz de hacer.

—¿Enemigos? —repitió el Archimago—. ¿Te refieres al mago que trató de matarla el otro día?

El rostro de Victoria se ensombreció al recordar a Yaren.

—Y ese es solo el menos peligroso —asintió Jack.

Qaydar se acarició la barbilla, pensativo.

—Ya veo —dijo—. No obstante, Jack, considero que buscas enemigos donde no los hay y, por el contrario, te niegas a aceptar que el peligro puede estar mucho más cerca de lo que crees.

Jack tardó un poco en comprender a qué se refería, pero Victoria lo captó al instante.

—Kirtash no es un enemigo —dijo con firmeza—. Es uno de los nuestros.

Qaydar sostuvo su mirada.

—¿Tan segura estás?

Jack titubeó, recordando que Christian había vuelto a encontrarse con Gerde, y preguntándose hasta qué punto el shek podía escapar a su naturaleza. Pero la voz de Victoria no tembló ni un ápice, ni hubo ningún rastro de duda en sus ojos, cuando dijo:

—Sí.

—Los motivos de Kirtash pueden parecer oscuros a veces —intervino Jack—, pero él luchará por Victoria hasta la muerte, si es necesario. Y todo el que proteja a Victoria está velando, indirectamente, por los intereses de la Orden Mágica. ¿Es así?

—Tal vez —dijo Qaydar—. Sin embargo, el último unicornio es más valioso vivo que muerto. Si Kirtash se llevase a Victoria para que ella sirviese a las serpientes, no me cabe duda de que seguiría defendiéndola con gran interés... pero eso no favorece a la Orden Mágica, ni creo que sea bueno para ti, muchacha —añadió, mirando a Victoria.

—El nunca haría algo así —replicó ella—. Me respeta. Jamás me obligaría a hacer nada que yo no quisiera, y eso es mucho más de lo que puede decirse de las intenciones de algunos miembros de la Orden Mágica.

Qaydar entornó los ojos, sintiéndose aludido. Jack, en cambio, estaba cada vez más inquieto. Recordaba muy bien que Christian había obligado a Victoria a hacer algo en contra de su voluntad, cuando la había dejado dormida en la Torre de Kazlunn, la noche del Triple Plenilunio. La había forzado a permanecer allí, alejándola de la batalla, para protegerla de Ashran. ¿Sería capaz de secuestrarla ahora y entregarla a Gerde, si con ello asegurase su supervivencia? ¿Si Gerde, la Séptima diosa, pudiese garantizarle a Christian que protegería a Victoria de los otros Seis dioses, como nadie más en Idhún era capaz de hacer? Era cierto que Gerde podía otorgar el don de la magia pero, como Qaydar había dicho, un unicornio era más útil vivo, y, con Victoria entre sus filas, podrían consagrar el doble de magos.

 




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