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Buenas y malas noticias 16 страница



Inmediatamente apareció en la mansión de Allegra. Victoria la recorrió entera, habitación por habitación. Allegra había dejado puertas y ventanas concienzudamente cerradas, pero, por lo demás, todo estaba exactamente igual que cuando se marcharon, debajo de la capa de polvo y del silencio que reinaba en los pasillos.

Entonces, algo cálido y suave se restregó contra sus piernas, haciéndole dar un respingo. Al mirar hacia abajo, Victoria vio una gata de color crema que ronroneaba, feliz de volver a verla.

—¡Eres tú! —murmuró la muchacha—. Dama —añadió, al recordar de pronto su nombre.

Se inclinó para acariciarla. El animal estaba lustroso y bien cuidado, y Victoria lo cogió en brazos, todavía confusa.

—Me había olvidado de ti —le confesó—. Te escapaste de casa hace tanto tiempo... ¿Dónde has estado? ¿Y qué haces aquí? ¿Quién te cuida?

Todavía con la gata en brazos, Victoria recorrió el resto de la casa, soñando, por un momento, que todo podía ser como antes, como siempre, que podría llevar una vida normal. Pero cuando entró en su antiguo cuarto, aquella ilusión se desvaneció.

Allí estaban todas sus cosas: sus libros, sus cuadernos, sus discos, su ropa, incluyendo el uniforme del colegio, que seguía sobre la silla. Sus zapatillas de estar por casa, tan cómodas y calientes. Parecía mentira, pero había echado de menos algo tan simple como aquellas zapatillas.

Y todo era suyo, pero, de alguna manera, ya no lo era.

Victoria contempló su cuarto, sintiéndose extraña, preguntándose qué había sido de la niña que había vivido allí, a dónde había ido, y cuánto quedaba de ella en su interior, si es que quedaba algo.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó de pronto, en voz alta.

Tenía la sensación de estar invadiendo la habitación de una desconocida. Se miró en el espejo, y no le sorprendió ver que era ella, pero no era igual.

Se oyó un silbido desde el jardín, y la Dama se revolvió entre sus brazos. Victoria la dejó en el suelo, con el corazón latiéndole con fuerza. La gata corrió elegantemente por el pasillo, y luego escaleras abajo.

Victoria la siguió en silencio, pegándose a la pared. La vio salir al jardín por la gatera de la puerta de atrás, y se acercó a la ventana, procurando que no se la viera desde el exterior.

—¡Hola, hola! —saludó una voz masculina, una voz que Victoria conocía, pero que no terminaba de ubicar—. ¿Dónde estabas, preciosa?

Victoria espió desde detrás de las cortinas, y vio a un hombre en su jardín, haciéndole carantoñas a la gata, que ronroneaba mientras se enredaba en sus piernas. Le costó un poco reconocerlo, aunque casi se había criado con él.

Era Héctor, el jardinero.

Sonrió para sí misma, conmovida. En la casa de su abuela hacía mucho tiempo que ya no vivía nadie, pero el jardín seguía igual de bien cuidado que siempre. La joven supuso que su abuela había dejado instrucciones a Héctor y a Nati, la doncella, para que siguieran manteniendo la casa. «Por si volvíamos», pensó. «Aunque en el fondo, seguramente ella ya sabía que no íbamos a volver nunca más».

¿Cuánto tiempo habría pasado? Por la capa de polvo que cubría los muebles, estaba claro que Nati había dejado de acudir allí hacía tiempo. En cambio, Héctor seguía cuidando el jardín.

Desde su escondite, detrás de las cortinas, Victoria vio cómo el jardinero llenaba un cuenco de comida para Dama. Seguramente, el animal habría regresado a casa tiempo atrás. Estaría en unas condiciones lamentables, después de haber andado perdida tanto tiempo, pero Héctor debía de haberla recogido y cuidado desde entonces.

Pensó en aquella casa, tan vacía; en su habitación, la habitación de la adolescente que ya no era; y comprendió que no podía quedarse allí.

Que ya no pertenecía a aquel lugar.

Cerró los ojos y, en silencio, llamó al Alma para que la llevara de nuevo a Limbhad.

 

Recogió el báculo, que había quedado abandonado sobre la cama, y lo sacó de la funda, sujetándolo firmemente con la mano derecha.

Hubo una breve sacudida, pero luego se estabilizó. El extremo del báculo relució un instante en la penumbra, con un destello cegador, y después mostró un brillo suave y uniforme, listo para ser utilizado.

Victoria lo dejó a un lado, temblando.

No necesitaba más pruebas. Ella era un unicornio, seguía siéndolo, siempre lo sería. Su vida en la Tierra no había sido más que una fachada, un disfraz, una mentira. No sólo porque su abuela no hubiera resultado ser su abuela de verdad, cosa que ella siempre había sabido, sino porque ni siquiera era humana. Probablemente, la mansión de Allegra era ahora suya. Pero sentía que no podía ni debía regresar.

Y, dado que no podía volver a Idhún, al menos no mientras estuviese débil y fuera más una carga que una verdadera ayuda, solo había un sitio para ella, un refugio en la frontera entre dos mundos.

El báculo le permitió renovar la magia de Limbhad. Pronto volvieron a funcionar todas las luces, el agua corriente, la calidez que emanaba de sus muros. Pero bajo aquella luz artificial, la soledad y el abandono de Limbhad eran todavía más evidentes.

Victoria pasó un buen rato adecentando las habitaciones que sabía que iba a volver a usar, y reorganizando un poco las cosas que se había dejado allí antes de partir hacia Idhún. En la noche eterna de Limbhad, las horas se hacían todavía más largas, y el tiempo parecía detenerse. Cuando terminó, estaba cansada y hambrienta, pero no había nada en la despensa. Sin embargo, se le cerraban los ojos, por lo que se echó sobre la cama y, casi enseguida, se durmió.

Cuando despertó, muchas horas después, seguía siendo de noche, y Christian aún no había vuelto. Victoria suspiró, preocupada, y se llevó el anillo a los labios.

Volvió a la mansión de su abuela por última vez, para recoger algunas cosas. Encontró algunas latas en la cocina, y luego subió a su habitación y saqueó su armario en busca de ropa que aún le sirviera. Llenó una mochila con lo que encontró y con otras cosas que necesitaba. Después, regresó a Limbhad.

 

Christian reapareció horas más tarde. Victoria no sabía cuánto tiempo había estado fuera, pero no se lo preguntó.

El shek la halló en la biblioteca, leyendo uno de los antiguos volúmenes que se guardaban allí, y entendió enseguida qué estaba buscando.

—¿Algo nuevo? —le preguntó, sentándose junto a ella.

La joven negó con la cabeza.

—Limbhad fue un hogar de magos. No parece que les interesaran los dioses.

—Sin embargo, puede que sí encuentres ahí algo de información sobre el origen y la esencia de los unicornios —observó él. Algo que te sirva a ti.

Ella sonrió.

—Hace tiempo que revisé los libros con esa intención. Cuando buscaba a Lunnaris, ¿te acuerdas?

—Pero ahora es distinto. Ahora entenderías las cosas de otro modo. Porque ahora sabes que Lunnaris eres tú.

Victoria no dijo nada. Christian dejó caer algo sobre la mesa, frente a ella.

—Ahí lo tienes —dijo—. Es de hoy.

Era un ejemplar del New York Times. Victoria titubeó antes de mirar la fecha, pero finalmente lo hizo.

—Tengo casi diecisiete años —dijo, perpleja—. Cuando me fui de aquí, acababa de cumplir los quince.

Christian no respondió. Victoria miró el periódico, pensativa.

—¿Has ido a Nueva York?

El shek asintió.

—Yo también he vuelto a casa —sonrió—. Y, como ha estado vacía desde que me marché, necesitaba un poco de tiempo para volver a hacerla habitable.

Ella alzó la cabeza, interesada.

—No sabía que tuvieses una casa. En Nueva York, o en cualquier otra parte.

—Tengo un pequeño refugio, sí.

—¿Algo parecido a un castillo? —sonrió Victoria, recordando aquella fortaleza en Alemania.

—No, algo mucho más discreto —respondió Christian, devolviéndole la sonrisa—. Un castillo sólo resulta útil si tienes un ejército que debas esconder en alguna parte. Pero hace ya tiempo que prefiero actuar solo.

—¿Y cómo te las arreglaste para tener ahí escondido a un ejército de hombres-serpiente sin que nadie se diera cuenta? —inquirió Victoria con curiosidad.

Christian le dirigió una larga mirada.

—¿De verdad quieres rememorar el pasado? —le preguntó con suavidad.

Victoria entendió por qué lo decía. El regreso a Limbhad, y a casa de su abuela, le estaba trayendo muchos recuerdos de la etapa en que luchaba junto a la Resistencia... y no todo eran recuerdos agradables, en especial los que se referían a Christian.

Aquel castillo en Alemania, en concreto, había sido el escenario de momentos muy dramáticos en la vida de Victoria.

—No —coincidió—. No es agradable recordar el pasado. Es duro saber que los comienzos de nuestra historia juntos han estado teñidos de sangre y de dolor.

Christian se encogió de hombros.

—Tal y como estaban las cosas, no podía haber sido de otra manera.

—Lo sé. Pero te uniste a nuestra causa, aunque nunca fue la tuya —recordó—. Para no tener que seguir luchando contra mí. Para no tener que matarme.

—Entonces me pareció una buena razón —sonrió Christian.

—Has peleado por mí en un bando que no era el tuyo —alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, muy seria—. Creo que yo tengo derecho a hacer lo mismo por ti, ¿no crees?

Christian entornó los ojos, sorprendido.

—No vas a apartarme de esto —prosiguió ella—. No, después de todo lo que has arriesgado por mí. Si tienes una misión que cumplir, yo voy a ayudarte, siempre y cuando sus consecuencias no dañen a mis seres queridos. Y, como me has dicho que no tiene nada que ver conmigo, doy por sentado que no es el caso. No me importa para quién trabajes; no me importa que sigas órdenes de Gerde, o del Séptimo, o que actúes por tu cuenta. Sólo sé que, si no haces lo que has de hacer, van a hacerte daño. Y por eso no voy a permitirte que me mantengas al margen. He abandonado a Jack a su suerte para venir a velar por ti, así que lo menos que puedes hacer es decirme qué está pasando. Porque ya sabes que tengo derecho a decidir por mí misma, y aquella noche, hace casi cuatro años, cogí la mano que tú me tendías.

Christian sonrió y sacudió la cabeza, y Victoria sintió un cálido gozo por dentro. Por una vez, lo había dejado sin palabras.

—De acuerdo —dijo él por fin—. Intentaré explicártelo. Pero antes, observemos la Tierra... tal y como es ahora.

Victoria pidió al Alma que atendiera al deseo de Christian. La esfera apareció de nuevo sobre la mesa, y les mostró imágenes del mundo al que acababan de llegar. Victoria las contempló, sobrecogida. Las cosas no habían cambiado mucho en su ausencia. La Tierra seguía siendo enorme, llena de gente, llena de cosas, de humo, de ruido. Tal y como Christian la había descrito tiempo atrás, en la letra de una de sus canciones.

—Todo se mueve tan rápido —murmuró la muchacha, sobrecogida—. Es algo que nunca me ha gustado de este mundo.

—En cambio, a mí es lo que más me gusta de él —repuso Christian.

—Creo que me he acostumbrado al ritmo vital de Idhún, porque tengo la sensación de que las cosas suceden demasiado deprisa aquí. Ya lo había olvidado.

Christian asintió.

—Como ves, el mundo sigue igual. Tal vez algún país haya cambiado de régimen, puede que haya comenzado o finalizado alguna guerra, quizá haya muerto alguien importante. Pero, en conjunto, todo sigue como siempre. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Debería haber algo nuevo? —adivinó Victoria.

—Hay algo nuevo, distinto. Algo que puede modificar el rumbo de este planeta, darle un completo giro a la existencia de todas las especies que habitan en él. Pero, como todos los cambios importantes, es lento, y la mayoría de la gente no lo notará hasta que ya esté hecho. —Se volvió para mirar a Victoria—. Veo que Jack no te ha contado lo que vio en la noche del Triple Plenilunio.

—No estoy segura de saber a qué te refieres.

—Conoces las normas de la Puerta interdimensional. Hubo una época, dicen, en que nuestros dos mundos estaban mucho más comunicados de lo que lo están ahora. Hubo una época en que cualquiera podría atravesar la Puerta interdimensional. Pero esos días acabaron.

—Lo sé —asintió Victoria—. Nosotros, unicornios, sheks y dragones, no podemos atravesar la Puerta. Sólo nuestros espíritus pueden hacerlo. Por eso, cuando a Yandrak y a Lunnaris los enviaron a través de ella, sus cuerpos se desintegraron, y sus espíritus buscaron cuerpos humanos para reencarnarse. Por eso te crearon a ti, un shek con parte humana, para que pudieses seguirnos hasta la Tierra.

—Sellaron la Puerta para que los sheks y los dragones no escapásemos de Idhún, para que no huyésemos de nuestro destino. Así, además, los unicornios no podrían llevarse la magia a otra parte... y, con ello, condenaron a la Tierra a convertirse en un mundo sin magia. Pero eso no les importaba porque, al fin y al cabo, la Tierra no era su mundo, y los unicornios no eran criaturas terrestres. Tampoco les importaba que la Puerta pudiera ser abierta por hechiceros sangrecaliente, ni que ellos tuvieran la posibilidad de atravesarla. Después de todo, ellos no eran importantes. En cambio, a nosotros nos prohibieron cruzar de un lado a otro; el castigo por incumplir esa norma era la reencarnación, pero tus magos no estaban al corriente de esto, y Yandrak y Lunnaris tampoco, porque eran demasiado pequeños. Pero ningún dragón, ningún unicornio, ningún shek... se habría reencarnado en un humano voluntariamente. Ellos lo sabían.

—¿Ellos? ¿Te refieres a los dioses?

—¿Quiénes, si no? Los dioses nos cerraron la Puerta interdimensional a las especies superiores.

—Entonces, solo los dioses podrían abrirla de nuevo.

—Cierto. Pero no lo harán, porque no les interesa. Solo uno de ellos deseaba hacerlo, comunicar ambos mundos... y, sin embargo, mientras estuviera encarnado en un cuerpo mortal, no podría.

—El Séptimo —adivinó Victoria.

—Lo que Jack vio la noche del Triple Plenilunio fue a un grupo de sheks atravesando la Puerta interdimensional. Los guiaba Ziessel, nuestra nueva soberana.

—¡Fueron a la Tierra! —comprendió Victoria—. Pero, ¿cómo es posible?

Christian la miró, muy serio.

—Cuando matamos a Ashran —explicó— liberamos la esencia del Séptimo, y pasaron muchas cosas. Quizá no lo notaste, porque habías perdido el conocimiento, pero la Torre de Drackwen se derrumbó, así, de pronto. Como hemos podido comprobar en el caso de Yohavir, pocas cosas pueden resistir el paso de un dios.

Victoria desvió la mirada, inquieta.

—Así es como pudo abrir la Puerta a los sheks —dijo.

—Sí. Y ahora mismo hay un grupo de sheks ocultos en algún lugar de la Tierra. No sabemos dónde están, ni cuántos son, ni quiénes son, puesto que también perdimos a muchos durante la batalla de Awa. Tampoco sabemos si Ziessel sobrevivió al viaje, puesto que fue la primera en cruzar, la que tuvo que «empujar», por así decirlo. Mi misión consiste en averiguar todo esto, puesto que soy el que mejor conoce este mundo, y puedo moverme por él con mayor discreción que cualquier shek.

Victoria llevaba un rato imaginándose a las elegantes y letales serpientes aladas sobrevolando los cielos terráqueos, y comprendió por qué Christian le había preguntado si había visto algo diferente en su mundo natal.

—Pero, ¿cuánto tiempo llevan en la Tierra? ¿Cómo es posible que nadie los haya visto, que todo siga igual?

—Nadie los ha visto, eso puedo asegurártelo. Se habrán ocultado en un lugar seguro, donde nadie pueda encontrarlos. Pero no soportarán quedarse al margen en un mundo poblado por humanos; por unos humanos, además, especialmente destructivos, que están echándolo todo a perder, devastando su propio mundo como si fueran una plaga.

—¿Insinúas que intentarán hacerse con el control del planeta?

—Indudablemente. No obstante, como ya te he dicho, los grandes cambios son lentos. Desde que llegaron, los sheks están observando este mundo, estudiándolo, aprendiendo... y moviendo hilos. Cuando llegue la hora, dentro de unos años, o dentro de unas décadas, los sheks dominarán el mundo, y a nadie le parecerá tan extraño, ni tan terrible. Además, por muy despiadadas que puedan parecer algunas de sus decisiones, acabarán por salvar el planeta de la destrucción humana.

—Pareces muy convencido de ello —murmuró Victoria, con un estremecimiento.

Christian movió la cabeza.

—No has visto tu mundo, Victoria. No lo has visto con los ojos de un idhunita, con los ojos de un shek. Los humanos están acabando con toda la belleza que existe en la Tierra, están matando el planeta poco a poco. Pero son demasiado insensibles y estúpidos como para darse cuenta y, si lo hacen, desde luego no les parece importante.

Victoria calló durante un momento, reflexionando. Luego dijo:

—Y tú, ¿vas a colaborar con todo esto? ¿Es eso lo que Gerde te ha pedido que hagas?

Christian se encogió de hombros.

—Lo único que he de hacer es localizar al grupo de Ziessel y ponerlo de nuevo en contacto con Idhún. Eso no me supone ningún problema. De todas formas ya tenía planeado volver a la Tierra contigo, y tampoco tengo nada mejor que hacer.

—Pero te gusta tomar tus propias decisiones —señaló Victoria—. Y odias la idea de tener que obedecer a Gerde.

—Lo mío con Gerde ya es algo personal —repuso Christian—. He de obedecer a mi dios, igual que tú deberías obedecer a los tuyos, y eso no me crea ningún conflicto, salvo cuando lo que me ordena va en contra de mis propios intereses... o salvo que mi dios tenga la personalidad de Gerde.

Victoria sonrió.

—¿Y tú? —le preguntó Christian entonces—. ¿Todavía quieres ayudarme... o preferirías mantenerte al margen?

—Tú luchaste a mi lado —dijo Victoria—. Y eso supuso la muerte de tu padre, la derrota de los tuyos, el exterminio de cientos de sheks. Sé que finges que no te importa, pero sí te importa. Te sientes culpable por ello.

»Se dice que los unicornios somos neutrales, pero eso no es del todo cierto. Lo que pasa, simplemente, es que no tomamos partido por razas, ni por bandos, sino por personas. Por eso me enamoré de ti aunque fueses un shek, por eso hay magos entre los szish. Y por eso voy a acompañarte.

El shek sonrió levemente.

 

Las calles de Tokio eran una orgía de luces y sonidos, una explosión de colorido, de contrastes, de sensaciones. Pero Christian avanzaba entre la multitud sereno y seguro de sí mismo, como si hubiese nacido allí. Victoria caminaba a su lado, intimidada, y procuraba no perderle de vista.

—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido del tráfico.

—El mar del Japón tiene más de tres mil islas —respondió Christian—. He detectado un nudo de la red telepática de los sheks en algunas de ellas, las más frías, las que se agrupan en torno a Hokkaido. Hay miles de sitios más seguros y más discretos en el mundo para esconderse, pero ellos están aquí, en Japón. Y lo más curioso de todo es que la red se extiende hasta Tokio.

—¡Pero estamos hablando de la ciudad más poblada del planeta! —exclamó Victoria—. ¿Cómo es posible que haya sheks aquí y que nadie los haya visto?

—Eso es lo que he de averiguar.

Victoria suspiró. Atravesaban el distrito de Shibuya, su inmenso centro comercial, y la calle estaba llena de jóvenes que acudían allí a pasar la tarde. La muchacha miró a Christian, inquieta, preguntándose cómo se las arreglaba para no llamar la atención en un lugar como aquél, cuando era tan evidente que no era japonés, y que ni mucho menos había ido a Shibuya a divertirse. Sin embargo, nadie se fijaba en él. El shek se deslizaba por las calles de Tokio como una sombra, como un fantasma.

—Dices que has detectado la red de los sheks —recordó Victoria—. Si es así, ¿por qué no te pones en contacto con ellos por telepatía?

Christian no respondió, y Victoria no lo consideró una buena señal. Lo detuvo y lo obligó a mirarla a los ojos.

—Sé por qué —le dijo—. Para ellos eres un traidor, y no te recibirán con los brazos abiertos. No es verdad que no te suponga ningún problema cumplir las órdenes de Gerde, estás corriendo un gran riesgo... y ella lo sabía. Pero ahora estás aquí, en la Tierra, donde ella no puede alcanzarte. Así que, dime... ¿por qué lo haces?

Christian sonrió.

—Normalmente no hacemos las cosas por una sola razón —fue su única respuesta.

 

Acorralaron a un transeúnte en un callejón oscuro. Victoria contempló, preocupada, cómo Christian lo miraba a los ojos, largamente, buceando en sus conocimientos, en sus recuerdos. Cuando el hombre cayó al suelo, temblando de puro terror, Christian dio media vuelta y se alejó sin una palabra.

—Christian, ¿qué has hecho?

—Aprender su idioma —respondió el shek con indiferencia—. Sólo a nivel superficial, claro. Pero creo que servirá.

Pasaron el resto del día dando vueltas, de un lado para otro, hasta que a Victoria le dolieron los pies. Tenía la sensación de que Christian buscaba algo en concreto, pero no sabía dónde buscarlo.

—¿Estás cansada? —preguntó él, cuando el sol ya se ponía sobre los tejados de Tokio.

Victoria se obligó a sí misma a apartar la mirada de un grupo de colegialas que caminaban frente a ella, hablando y riendo. No hacía mucho, ella también había llevado uniforme. Pero nunca había sido como ellas. En aquel momento las envidió con toda su alma.

—Un poco —respondió—, pero puedo aguantar un rato más.

—Puede que necesitemos varios días para encontrar alguna señal. Varios días de dar vueltas sin rumbo por la ciudad, quiero decir. Sé que puede resultar frustrante y agotador, pero es la única manera.

Victoria alzó la mirada hacia él.

—¿De qué tipo de señal estás hablando? Si me dijeras qué estás buscando exactamente, tal vez podría ayudarte.

Christian negó con la cabeza.

—Has visto cómo actúa el instinto, ¿no? Has pasado mucho tiempo con Jack: habrás visto que él detecta un shek cuando lo tiene cerca. Bien, pues a nosotros nos pasa algo parecido cuando nos aproximamos a alguien de nuestra especie. Es lo que estoy tratando de encontrar. Sé que hay algo por aquí cerca, una pista importante, porque los sheks de Hokkaido se comunican con algo o alguien que hay aquí, en algún lugar del centro de Tokio. Esperaba que el instinto me ayudase a localizarlo fácilmente, pero me está fallando, y eso es muy extraño. Porque, si hubiese un shek por aquí, a estas alturas yo ya lo habría encontrado.

—¿Quieres decir que puede que estemos buscando otra cosa?

Christian sacudió la cabeza y clavó en ella la mirada de sus ojos azules, una mirada inusualmente franca, para tratarse de él.

—Quiero decir, Victoria, que no sé qué diablos estamos buscando.

 

Los días siguientes transcurrieron de una forma semejante. Christian y Victoria pasaban el día recorriendo Tokio, en busca de algo, una señal, un indicio, que los guiase hasta los sheks. Y, aunque aquella inmensa ciudad asustaba y fascinaba al mismo tiempo a Victoria, no hubo tiempo para hacer turismo. La joven tenía la sensación de que se dejaban arrastrar por la marea humana que inundaba las principales arterias de la urbe en horas punta, pero lo cierto era que Christian jamás se dejaba arrastrar. Aunque caminara sin rumbo fijo, todos sus pasos tenían una precisión metódica, y todos sus movimientos, un propósito definido. Cuando se detenían en algún restaurante para comer, sashimi, teppanyaki, soba o cualquiera de los platos típicos de la ciudad, para Victoria, que no había probado nunca aquel tipo de comida, era una experiencia nueva y diferente; pero Christian se limitaba a terminar su parte y a levantarse, casi enseguida. Para él, parar a comer consistía exactamente en eso: parar a comer, cumplir con una necesidad vital, y punto. Después, se echaba de nuevo a las calles, con la firmeza de un soldado, con la eficiencia de un robot.

Victoria no podía evitar mirarlo y preguntarse si había sido siempre así, cuando buscaba a los idhunitas exiliados por todo el globo. En tal caso, no era de extrañar que siempre llegase hasta su objetivo antes que la Resistencia. Y en aquellos momentos, cuando lo veía clavar sus ojos de hielo en la multitud, buscando algo que probablemente solo él podría ver, Victoria lo recordaba como entonces, como a Kirtash, el despiadado asesino a quien ella había odiado y temido, y se daba cuenta de que él no había cambiado, y de que la única diferencia entre el pasado y el momento presente era que ahora el shek luchaba a su lado, y no contra ella. Nada más.

Una tarde, sin embargo, las cosas cambiaron.

Deambulaban por el elegante barrio de Ginza, recorriendo las mismas calles arriba y abajo, por alguna razón que a Victoria se le escapaba. Aunque no se paraban a mirar los escaparates de los lujosos establecimientos que los contemplaban desde ambos lados de la calle, Victoria no sentía deseos de hacerlo. Llevaba todo el día caminando, y estaba cansada y sedienta, y sentía que desentonaba tremendamente en aquel lugar.

Entonces, Christian se detuvo en seco, y Victoria casi chocó contra él.

 




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