Помощничек
Главная | Обратная связь


Археология
Архитектура
Астрономия
Аудит
Биология
Ботаника
Бухгалтерский учёт
Войное дело
Генетика
География
Геология
Дизайн
Искусство
История
Кино
Кулинария
Культура
Литература
Математика
Медицина
Металлургия
Мифология
Музыка
Психология
Религия
Спорт
Строительство
Техника
Транспорт
Туризм
Усадьба
Физика
Фотография
Химия
Экология
Электричество
Электроника
Энергетика

Buenas y malas noticias 14 страница



«Pero es lo único que podemos hacer; tal vez vos podáis sacarlo del mar con vuestra magia, pero tardaréis demasiado tiempo en encontrarlo, y para entonces será tarde. Jack es el último dragón de Idhún: su vida vale más que la mía».

Qaydar abrió la boca para responder, pero no tuvo tiempo, porque una nueva embestida del viento hizo crujir, otra vez, los cimientos de la torre. Los magos lanzaron exclamaciones de advertencia; alguien dijo que su magia le estaba fallando, y el Archimago respiró hondo y asintió, comprendiendo que su gente lo necesitaba allí abajo.

—Bien; ten cuidado, Dablu.

El varu no respondió. Siguió al joven mensajero escaleras arriba. Cuando ambos abandonaron el sótano, los hechiceros volvieron a centrarse en su tarea, aunque sus pensamientos acompañaban al dragón que había caído al mar embravecido, y al varu que se iba a jugar la vida para rescatarlo.

 

El mago y el novicio subieron hasta el sexto piso, donde las ventanas no habían sido selladas por los magos, y los suelos estaban inundados. Dablu movió la cabeza mientras se deslizaba con rapidez sobre el suelo mojado.

«Baja otra vez y diles que necesitamos que alguien cierre las ventanas de los pisos superiores», le indicó al muchacho. «Las olas golpean cada vez más alto».

—Pero, si sellan todas las ventanas, ¿cómo vas a regresar?

«No te preocupes por eso. Anda, ve, y regresa luego con los otros no iniciados. Soy un varu, estaré bien en el agua».

Tras una breve vacilación, el novicio asintió y dio media vuelta, dejándolo a solas.

Dablu se acercó a la ventana, pegado a la pared para que el viento no le hiciera perder el equilibrio. Cuando alcanzó la abertura más próxima, se despojó de su túnica de mago, que estaba ya empapada, y rebuscó en sus saquillos hasta encontrar las correas que todos los varu utilizaban cuando se desplazaban por el agua. Como necesitaban brazos y piernas para nadar, cualquier cosa que quisieran transportar con ellos debía ir sujeta a su espalda, y por ello, las correas eran tan necesarias para ellos como los zapatos para los humanos que caminaban sobre el suelo. Dablu se las ajustó al cuerpo, sonriendo interiormente, como cada vez que lo hacía. Estaba muy orgulloso de ser un mago y vivía en la torre, sirviendo a la Orden Mágica, voluntariamente; pero todos los varu, incluso aquellos que llevaban muchos años habitando entre las razas terrestres, echaban de menos el mar.

Una vez estuvo listo, se encaramó al alféizar de la ventana, sujetándose con fuerza para no ser arrastrado por el furioso vendaval, y miró hacia abajo.

La vista era sobrecogedora. A la altura de la torre había que añadir un impresionante acantilado, a los pies del cual las olas batían con furia contra unas rocas que desde allí parecían minúsculas pero que, Dablu lo sabía muy bien, en realidad eran inmensas. Un poco más allá, en el horizonte, una gigantesca ola se preparaba para estrellarse contra la costa. Dablu calculó que sería lo bastante alta y, aún bien sujeto al alféizar, aguardó.

Cuando la ola chocó contra el acantilado, su cresta alcanzó casi el séptimo piso de la torre. Dablu no se arredró ante la violenta muralla de agua que ocupó su campo de visión por unos instantes. Se sujetó con fuerza y se pegó a la pared, resistiendo la embestida; y, cuando las aguas se retiraron de nuevo, se soltó, y se dejó arrastrar por ellas.

Momentos más tarde luchaba contra las poderosas corrientes de agua que sacudían el fondo marino. Como todos los varu, podía respirar en el elemento líquido, por lo que no tenía miedo de ahogarse; sin embargo, las olas podían llevarlo a estrellarse contra la escollera, si no era capaz de resistirse a ellas.

Sabía que, más abajo, el mar debía de estar en calma, porque lo que lo movía era el viento, y no algún movimiento sísmico procedente del lecho marino. Por tanto, lo primero que hizo fue descender todo lo que pudo, hasta aguas más tranquilas.

Y, una vez allí, lanzó una señal.

Como muchas criaturas marinas, los varu tenían la capacidad de emitir señales de ultrasonidos que los orientaban en el agua. Dablu sabía que la tempestad nublaría sus sentidos subacuáticos, pero esperaba que el cuerpo de un dragón, lo bastante grande como para ser detectado con relativa facilidad, no le pasara desapercibido.

Cuando la señal regresó, creando en su mente un mapa de la zona, Dablu frunció el ceño, preocupado. No había ni rastro del dragón. No obstante, sí había un cuerpo a la deriva: un cuerpo que, por su forma y tamaño, debía de ser humano o similar. También era posible que se tratara del tronco de un árbol arrancado por el vendaval, pero el varu no podía arriesgarse a ignorarlo. Se impulsó con todas sus fuerzas en aquella dirección.

Nadando siempre por la parte más profunda, Dablu llegó por fin al lugar donde estaba el cuerpo. Una nueva oleada de ultrasonidos le permitió localizarlo con mayor precisión e identificarlo, sin lugar a dudas, como un cuerpo humano. Se impulsó hacia arriba y lo vio un poco más allá, arrastrado por las corrientes submarinas.

Lo alcanzó en un par de brazadas y, al sujetarlo entre sus largos brazos, los reconoció al instante: era Jack.

Dablu no perdió tiempo. Posó sus labios sobre los de él y empezó a insuflarle aire ininterrumpidamente, filtrado por las agallas que todos los varu poseían a ambos lados de la cabeza. Por fin, el joven tosió bajo el agua y abrió la boca para respirar, pero Dablu no se lo permitió. Todavía haciéndole la respiración artificial, lo sostuvo quieto bajo el agua hasta que él recuperó la conciencia y lo miró, asustado y desorientado.

«Aguanta la respiración, muchacho», le dijo el varu. «Voy a sacarte de aquí».

Jack asintió débilmente. Dablu se lo cargó a la espalda y lo ató a su cuerpo con las correas. Jack no pudo hacer otra cosa que dejar caer la cabeza sobre la espalda del varu y dejarse llevar.

 

Había sido Yber el encargado de subir a sellar las ventanas de los pisos superiores, por la sencilla razón de que, como era el más pesado, el viento no podía arrastrarlo. Pero era difícil hacerlo cuando el agua no cesaba de golpearlo. Esforzándose por no perder la concentración, el gigante fue cerrando, una por una, las ventanas de las habitaciones exteriores. Sin embargo, cuando iba a aplicar el hechizo de cierre a la última de las ventanas del sexto piso, sintió una débil llamada en su mente.

Frunció el ceño y sacudió la cabeza. De todas las razas de Idhún, probablemente los gigantes fueran los menos sensibles a los estímulos telepáticos, y por eso lo que para un varu, un shek o, incluso, un szish, habría sido un potentísimo grito de socorro, para él no fue más que un tenue susurro en un rincón de su conciencia.

Pero la llamada se repitió, e Yber la percibió en esta ocasión con más claridad. Intrigado, asomó su pétrea cabeza por la ventana y miró a su alrededor.

Y vio a Dablu, el varu, pegado a la húmeda pared de la torre, junto a la ventana, a siete pisos de altura, con Jack aferrado a su espalda, ambos colgando precariamente sobre el impresionante acantilado.

Cuando Jack despertó, estaba empapado y temblaba de frío. A su alrededor, la gente hablaba en susurros respetuosos, a excepción de una voz que daba órdenes sin parar:

—¡Encended un fuego y traed una manta! ¡Llamad a un curandero y, por todos los dioses, dejadlos en paz!

Tiritando, Jack abrió los ojos y miró a su alrededor, desorientado. Se encontraba en el vestíbulo principal de la Torre de Kazlunn, tendido en el suelo, sobre un charco de agua. A su lado, también empapado, y visiblemente agotado, se hallaba el hechicero varu. Y el resto, magos y no iniciados, se habían congregado en un círculo en torno a ellos. Qaydar intentaba alejarlos para que Jack y el varu tuvieran un poco más de espacio.

—¿Qué ha pasado? —pudo decir Jack, en un susurro.

Alguien le echó una manta sobre los hombros. Qaydar se inclinó junto a él y lo miró a los ojos.

—Estás loco, Jack.

Y Jack recordó todo de golpe. Abrió los ojos al máximo y trató de incorporarse, aunque estaba tan exhausto que no lo consiguió.

—¡Yohavir! —exclamó, con una nota de terror en su voz—. ¿Dónde está? ¿A dónde ha ido?

El Archimago dejó caer una mano sobre su hombro, y Jack se sintió inmediatamente más calmado, como si lo hubiesen sedado. Aún pudo decir, antes de caer dormido otra vez:

—Tan grande...

 

 

—... por un increíble golpe de suerte, el ciclón no llegó a pasar por encima de la torre. Se detuvo en el mar y luego siguió hacia el sur. Si no se ha desviado, probablemente habrá tocado tierra a la altura del monte Lunn.

—Con todos mis respetos, señor, no creo que fuera un golpe de suerte. Nosotros vimos cómo Yandrak alzaba el vuelo y se hundía en el mismo corazón del tornado para enfrentarse a él. Inmediatamente, el tornado se detuvo y luego cambió de dirección.

Hubo murmullos teñidos de un temor reverencial. Jack abrió los ojos, poco a poco.

Se encontraba en una butaca junto al fuego, envuelto en una cálida manta, en un rincón de una de las salas de reuniones de la torre. Miró a su alrededor, desorientado, y vio que Qaydar y los demás también se encontraban por allí. Parecían agotados, pero también bastante más relajados que la última vez que los había visto, por lo que dedujo que el peligro había pasado ya. Sacudió la cabeza para despejarse un poco más, y entonces un rostro azulado apareció ante el suyo: un rostro de piel de anfibio y enormes ojos acuáticos.

«Hola», sonrió el varu. «¿Te sientes mejor?».

—Me has salvado la vida —recordó Jack, aún un poco aturdido—. Muchas gracias...

Se detuvo y lo miró, azorado, al darse cuenta de que, aunque lo conocía de vista, no sabía su nombre.

«Dablu», lo ayudó él.

—Dablu —repitió Jack—. No voy a olvidarlo —le prometió.

El se encogió de hombros.

«No tiene importancia. No tiene nada de particular que un varu saque un pielseca del agua. Lo hacemos constantemente».

—¿Pielseca? —repitió Jack, casi riéndose.

«Así llamamos a los que vivís en tierra firme».

—Jack —lo llamó la voz de Qaydar.

El joven se volvió. Por lo visto, el Archimago los había enviado a todos a colaborar en el arreglo de los desperfectos, porque se habían quedado solos los tres en la habitación.

—Veo que ya estás consciente. Tal vez puedas explicarme ahora qué hacías ahí fuera, volando hacia el huracán.

Jack meditó un momento la respuesta.

—Te dije que no era un simple tornado —recordó—. Lo único que hice fue plantarme ante él y hacerle señales. Supongo que se dio cuenta de que estaba ahí y...

Se interrumpió, y su rostro se cubrió con una sombra de temor. Qaydar lo miró, preocupado.

—Me pregunto —dijo con suavidad— qué puede haber en este mundo que pueda intimidar a un dragón.

Jack dejó escapar una risa sarcástica.

—«Intimidar» no es la palabra que yo usaría, Qaydar, no seas tan delicado. Estoy muerto de miedo. Y tú también lo estarías, si hubieses visto de cerca lo que ha estado a punto de aplastarnos hoy.

—¿Qué aspecto tiene... de cerca?

—No tiene aspecto. No es algo que uno pueda apreciar con los sentidos, pero da igual... sabes que está ahí y que puede destrozarte sin darse cuenta. Y eso que probablemente no tenía intención de herir a nadie.

Qaydar guardó silencio durante un largo rato.

—Antes, cuando Dablu te trajo, pronunciaste el nombre de Yohavir. ¿Te referías al dios?

—¿A qué otro si no? Hace unos meses, cuando regresamos de luchar contra Ashran en la Torre de Drackwen, os hablé de lo que era él, y de lo que había supuesto su derrota... a nivel cósmico. Os anuncié que llegarían los dioses para destruir al Séptimo, y nadie me creyó. Y, si alguien lo hizo, desde luego no pensó que los Seis supusieran ninguna amenaza. Bien, no sabemos qué aspecto tiene un dios. Los imaginamos semejantes a nosotros, pero... ¿realmente lo son? ¿Podría el Archimago más poderoso crear o construir un mundo entero?

Qaydar negó con la cabeza.

—Que yo sepa, ninguno de los textos sagrados dice que Yohavir sea un gigantesco ciclón.

—Porque no lo es. El ciclón es un efecto de su presencia allí. ¿Conoces la leyenda del origen de Kash-Tar? Nos la contó Kimara cuando estuvimos allí. Se dice que el dios Aldun descendió al mundo en el principio de los tiempos, para contemplar de cerca la creación. El fuego que generó su simple presencia bastó para hacer arder todo Awinor. La tierra de los dragones se recuperó, pero Kash-Tar es un desierto desde entonces.

Qaydar inclinó la cabeza.

—Conozco la leyenda; los feéricos la relatan a menudo para no olvidar nunca el poder destructor del fuego, y que sólo la madre Wina es capaz de hacer crecer la vida donde no hay nada. Como en el caso de Awinor, supongo.

Jack asintió.

—Todos los dioses son energía, magia si lo prefieres: una acumulación de energía tal que altera de forma brutal el elemento por el que se mueve, y que cada uno de ellos considera como propio. La misma Victoria se dio cuenta de ello.

—Esa era otra de las cosas que quería preguntarte. ¿Dónde está Victoria? La hemos buscado por toda la torre.

—Está en un lugar seguro, Qaydar. Le pasó algo extraño cuando se acercó Yohavir. Fue como si se cargara de energía, como si succionara más magia de la que era capaz de soportar. Tuvimos miedo de que eso la hiciera estallar y...

¿Tuvimos? ¿Tú y quién más?

Jack sostuvo su mirada, sereno y resuelto.

— Yo y Kirtash.

—¿Has permitido que ella se fuera con esa serpiente? —casi gritó Qaydar.

—La he obligado aque se fuera con él. De haberse quedado, ahora estaría muerta. Lo que casi nos pasa por encima era el dios Yohavir, pero te recuerdo que aún faltan otros cinco dioses más por manifestarse; cuatro, si mis fuentes no se equivocan y es cierto que Karevan se ha dejado caer por Nanhai. No puedo arriesgarme a que Victoria se tope con otro dios y su cuerpo no sea capaz de resistirlo.

—Mientras no se transforme en unicornio ni use el báculo, ella no tiene por qué...

—¡Pero lo estaba haciendo, Qaydar, es lo que trato de decirte! Su esencia de unicornio absorbía la energía incluso bajo forma humana. Imagina la inmensa cantidad de magia que debía de haber en el ambiente. Imagina algo capaz de afectar de esa manera a Victoria, y luego dime que no es un dios.

Qaydar se dejó caer en la butaca, junto a él.

—No puedo creerlo —musitó.

—Yo, sí. Sobre todo ahora que lo he experimentado en mi propia piel.

—¿Qué podemos hacer al respecto?

«Dar media vuelta y salir corriendo», pensó Jack, pero no lo dijo en voz alta.

—Por el momento, he enviado a Victoria a la Tierra. Allí estará a salvo. Por otro lado, creo que lo que debemos hacer es intentar comunicarnos con ellos, con los dioses. No sé si sacaremos algo en limpio, pero al menos puede que logremos que se den cuenta de que estamos aquí. Puede que se retiren a un lugar no habitado para hacer... lo que quiera que hayan venido a hacer. Todavía no sé muy bien cómo, ni por qué, pero creo que en el Gran Oráculo hay algo que puede darme una pista sobre todo este asunto, así que, en cuanto recupere las fuerzas y me asegure de que todo está en orden aquí, partiré hacia Nanhai.

«¿Y qué pasa con Yohavir?», preguntó entonces Dablu, que había estado callado durante toda la conversación, escuchando.

Jack movió la cabeza.

—Que yo sepa, no hay nada que podamos hacer, salvo avisar a todo el mundo para que estén al tanto y evacuen las zonas habitadas.

—Pero, ¿cómo vamos a hacerlo? No sabemos hacia dónde se dirige.

Jack se acarició la barbilla, pensativo.

—Ahí está la cuestión —murmuró—. Se dirige a algún lugar en concreto.

«Si yo fuera un dios creador», intervino Dablu, «y regresara al mundo después de muchos milenios de ausencia, me acercaría a visitar a mis criaturas..., no sé, para ver cómo les va».

—¿Y arrasar su tierra bajo un ciclón devastador? —dijo Qaydar, perplejo—. ¿Qué clase de dios creador haría eso?

—Uno que no fuera consciente de que su presencia no puede ser tolerada por los mortales —replicó Jack, con un estremecimiento—. Cuando estuve allí arriba no me pareció que Yohavir fuese malvado o tuviese mala intención. Simplemente... él estaba allí, y yo también. Es como cuando damos un paseo por el campo, sin ser conscientes de los cientos de pequeñísimas criaturas que aplastamos bajo nuestros pies.

—¿Y cómo no se dan cuenta de eso?

—No se dan cuenta, y punto. O puede que sí se den cuenta, pero en el fondo no les importe, o no les parezca tan grave, no lo sé. Lo que está claro es que Yohavir se mueve, y puede que Dablu tenga razón y quiera echar un vistazo a sus criaturas antes de enfrentarse al Séptimo. En ese caso...

Los tres cruzaron una mirada.

—Celestia —dijo Qaydar.

Jack se levantó de un salto.

—¡Celestia! Hemos de avisarles. Tenemos que... —se interrumpió de pronto—. Zaisei está allí —dijo, recordando que hacía apenas un par de días había enviado un mensaje a Rhyrr, confirmando a las sacerdotisas que Victoria había despertado—. Y también la Venerable Gaedalu —añadió, esperando que eso hiciera reaccionar a Qaydar.

Funcionó. El Archimago se incorporó.

—Hay un globo de comunicación en Rhyrr —dijo—. Si el mago que se encargaba de su mantenimiento no ha descuidado su trabajo, podremos ponernos en contacto con ellos antes del segundo amanecer.

 

El poder estaba ahí, en su interior. Assher sólo tenía que sentirlo, palpitando en algún rincón de su ser, y concentrarse para sacarlo fuera.

Eso era fácil, en apariencia. Pero a la hora de la verdad resultaba difícil controlarlo. A menudo utilizaba más energía de la que necesitaba, y terminaba agotado. Otras veces, en cambio, se reprimía tanto que la magia que salía de él era débil y endeble.

El hecho de que Isskez no tuviera demasiada paciencia no facilitaba las cosas.

Aquella tarde era una de esas tardes. Assher se hallaba en la cabaña de Isskez, su maestro, realizando los ejercicios que él le proponía. Ahora se trataba de congelar el agua contenida en una vasija. Assher lo había intentado ya dos veces, pero en la primera ocasión apenas sí había logrado enfriarla un poco, y después había utilizado tanta magia que incluso había congelado el suelo a su alrededor. A él le había parecido un gran progreso, pero a su maestro no le había gustado.

—Bien, has congelado el agua y todo lo demás... ¿y ahora, qué? Ahora serás incapaz de realizar cualquier otro hechizo, por lo que no te habría servido para nada... ahora mismo estarías muerto, muchacho.

Descongeló el agua del cuenco y volvió a colocarlo en su lugar.

—Ahora tendrás que repetir el ejercicio, a pesar de que...

No terminó la frase. Una sombra sutil se había detenido a la entrada de la cabaña, y una suave fragancia floral inundó el interior.

Isskez se echó de bruces ante ella. Assher se quedó sin aliento, como cada vez que la veía.

—Fuera de aquí —dijo Gerde sin alzar la voz—. Déjame a solas con el chico.

El szish obedeció. Assher permaneció quieto, temblando, mientras Gerde entraba en la cabaña y se sentaba en el suelo, frente a él. Le sonrió.

—Parece que no progresas mucho —le dijo.

Assher apenas se dio cuenta de que el hada estaba hablando en el idioma de los szish, en lugar de utilizar el idhunaico común. Empleó su lengua materna casi sin darse cuenta.

—No... Os suplico vuestro perdón, mi señora. Soy muy torpe en el uso de la magia, pero prometo...

—No es necesario que te disculpes —sonrió ella—. No es culpa tuya. Los hechiceros szish no dominan el idhunaico arcano ni poseen un dialecto propio adecuado para la magia. Por eso les cuesta mucho más controlarla.

Assher bajó la cabeza, sin saber qué decir. Se había sonrojado, y el corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas lograba oír las palabras del hada.

Gerde tomó la mano del szish y la alzó ante ella. Assher dio un respingo y empezó a temblar.

—¿Qué? —preguntó ella, con suavidad.

—Estáis cálida —dijo él, y se arrepintió enseguida de haber dicho algo tan estúpido.

—Soy un hada —respondió Gerde, dulcemente—. Una sangrecaliente, como decís vosotros. ¿Por qué no habría de ser cálida?

—No quería decir eso. Es solo que... no pensé que el contacto con una piel cálida pudiera ser tan agradable.

Aquello era todavía peor que lo anterior. Assher se maldijo a sí mismo por no haber controlado su maldita lengua bífida.

La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.

—A veces odiamos lo que es diferente a nosotros —dijo en voz baja—. Pero muy a menudo se debe a que tenemos miedo de lo que no conocemos, de lo que es distinto. Y es porque, en el fondo... tememos que nos guste. Yo, por ejemplo, siempre creí que odiaba a las serpientes... hasta que las vi surcando los cielos de Idhún. La primera vez que vi un shek sentí horror y rechazo y, sin embargo, era tan hermoso... Tampoco yo pensé que pudiera ser agradable. Pero sí, hay algo distinto en un corazón frío. Algo que puede atraer a una sangre-caliente como yo —añadió, y sonrió, perdida en recuerdos pasados.

—Un corazón frío... ¿como el mío? —se atrevió a preguntar Assher.

Gerde respondió con una carcajada cantarina; no era una risa burlona, sin embargo, sino alegre.

—Tal vez... ¿por qué no? Pero todavía eres muy joven. No sufras; en unos pocos años serás ya un szish adulto, mientras que yo seguiré teniendo este mismo aspecto. Puede que entonces las cosas puedan ser distintas entre nosotros, pero de momento no he venido hasta aquí buscando eso de ti.

Assher enrojeció todavía más y bajó la cabeza, avergonzado. Pero Gerde le hizo alzar la mirada para clavar sus ojos en los del muchacho.

—Eres mi elegido, Assher —le dijo, con dulzura—. Eso quiere decir que tengo grandes planes para ti, y que estaré cerca de ti durante mucho tiempo. ¿Eso te gustaría?

—Sí —respondió Assher con fervor—. Me gustaría muchísimo.

—Entonces, de ahora en adelante yo seré tu maestra. Avanzaremos mucho más rápido si formulas tus hechizos en idhunaico arcano.

Assher torció el gesto.

—¿Tengo que aprender el idioma de los sangrecaliente?

Muchos szish lo aprendían, para poder comunicarse con sus aliados sangrecaliente; tenían muchos entre los humanos, sin ir más lejos. Pero hablaban un idhunaico con un fuerte acento, remarcando mucho los sonidos sibilantes; y, por descontado, no les gustaba tener que hablar la lengua de sus enemigos.

—Yo soy una hechicera sangrecaliente —replicó Gerde—. Pero también conozco el idioma y las artes mágicas de los sangrefría. Y te aseguro que están muy lejos de alcanzar nuestro nivel.

Mientras hablaba, acarició el suelo con la yema del dedo. El hielo conjurado por Assher se derritió al instante, y en su lugar empezaron a crecer florecillas de color azul, de una belleza sencilla pero innegable. Gerde trazó un círculo de flores en torno al cuenco, y después rozó la superficie del agua con la punta de la uña. Todo el líquido se congeló al instante, pero el cuenco permaneció intacto.

—¿Lo ves? —dijo el hada—. Esto, que puede hacerlo cualquier aprendiz sangrecaliente, les cuesta años a los hechiceros szish. Y no porque sean más torpes o menos poderosos. Es que no utilizan el lenguaje adecuado. Jamás subestimes el poder de las palabras, Assher.

—Pero... —balbuceó él—, si no habéis pronunciado ninguna fórmula mágica...

—Pero la he pensado. A simple vista, las palabras pueden parecer más poderosas si las verbalizas, pero todo tiene relación. El pensamiento está relacionado con el lenguaje: cuanto mejor dominamos una lengua, más claros y complejos son también nuestros pensamientos. Yo puedo ejecutar mis hechizos mentalmente, porque cuando era una aprendiza pasé horas pronunciándolos en voz alta. Porque con esas palabras di forma a mis pensamientos. Los hechiceros szish intentan saltarse la parte de las palabras, y con ello no aprenden más deprisa, sino al contrario.

—¿Y los sheks? —preguntó Assher, fascinado—. ¿Por qué sus pensamientos sí tienen más poder que nuestra palabra hablada?

—Porque ellos son maestros en ese arte, mi joven serpiente. Su mente es tan vasta y tan compleja que no necesitan de las palabras para comunicarse. Y sus pensamientos, sus ideas, no se forjan con lo que oyen, o con lo que hablan, sino a través del contacto con los pensamientos de otros sheks. Ellos tienen la red telepática. Nosotros, en cambio, solo tenemos el lenguaje.

—Entiendo —asintió Assher.

—Y hablando de sheks... —dijo entonces Gerde de pronto, con una nota divertida en su voz.

No había terminado de hablar cuando alguien entró en la cabaña. Assher le disparó una mirada llena de antipatía. Lo reconocía: era el hechicero humano que estaba siempre con Gerde.

—Mi señora —dijo el mago.

—Ahora mismo voy —suspiró ella.

Se puso en pie de un ágil salto y salió de la cabaña, tras él.

Assher se quedó un momento quieto, pero enseguida se levantó también y se asomó para ver qué pasaba.

Había llegado un shek al campamento szish. Se había posado justo en el centro, en la plaza, y había enrollado su cuerpo y replegado las alas para sentirse más o menos cómodo en aquel espacio tan estrecho. Observaba a Gerde con los ojos entornados, pero ella se había plantado ante él y sostenía su mirada con serenidad. Assher se preguntó cómo podía una mujer sangrecaliente soportar la mirada de un shek sin echarse a temblar de terror, y la admiró todavía más. Sintió curiosidad por saber de qué estarían hablando, pero la voz mental del shek no llegó hasta él. El mensaje era solo para Gerde.

 




Поиск по сайту:

©2015-2020 studopedya.ru Все права принадлежат авторам размещенных материалов.