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Buenas y malas noticias 31 страница



—¿Por qué? —se burló el pirata—. ¡Si a los varu les gusta el agua! Si te la llevas arriba se resecará.

Aleeva gritó de nuevo, pero esta vez de dolor.

—¡Suéltala! —repitió Shail, y esta vez acompañó su orden con un hechizo de ataque cuyo rayo mordió el brazo del pirata y lo obligó a soltar el látigo.

—¡Hechicero, eso es jugar sucio! —les gritó el semivaru mientras desaparecían en dirección a la cubierta superior.

—¡Aleeeerta! —gritó de nuevo el vigía.

Arriba se había iniciado una batalla encarnizada. Los marineros, asomados a las escotillas, disparaban flechas de fuego contra el barco pirata. Alexander le salió al paso a Shail. Todavía no tenía buena cara.

—¡Nos atacan! —le dijo.

—Sí, ya me había dado cuenta.

—Pero, ¿cómo voy a luchar si el suelo no deja de moverse?

Shail iba a contestar, pero no tuvo tiempo. Raktar lo agarró por la túnica y tiró de él hasta llevarlo a una de las escotillas laterales.

—¡Haz algo, mago! —gritó—. ¡Los tenemos encima!

Shail se asomó al exterior y vio el barco pirata. Era más pequeño que el de Raktar y parecía haber sido construido con materiales de desecho. Y, no obstante, todo él parecía una verdadera criatura marina emergida de las profundidades. Los semivaru habían decorado el casco con distintos tipos de conchas y algas. Si el barco pirata se hubiese sumergido bajo las olas en aquel momento, a Shail no le habría extrañado en absoluto.

—Es el Ola Sangrienta —susurró Raktar al oído de Shail—. El barco de Glasdur el Pálido.

Shail sintió un vacío en el estómago. El barco estaba ya muy cerca, y pudo ver claramente cómo algunos de los piratas se arrojaban al mar desde las escotillas para nadar hacia ellos. Si los marineros de la bodega perdían la pelea, la siguiente oleada lo tendría muy fácil para entrar.

No obstante, se esforzó por recordar el hechizo que tenía en mente. Murmuró las palabras y, en ese preciso instante, una de las flechas de fuego disparadas por la gente de Raktar aumentó varias veces de tamaño. La impresionante saeta fue a clavarse, con estrépito, en el casco del Ola Sangrienta. Agotado, Shail cerró los ojos un momento, sobreponiéndose al agudo dolor de su pierna. Oyó los gritos de alarma de los piratas, y, pese a todo, sonrió.

—¡Raktar! —se oyó de pronto una potente voz desde el barco pirata—. ¡Maldito bellaco! ¿Ahora llevas magos en tu barco? ¡Eso no es jugar limpio!

Alguien le alcanzó un altavoz al capitán, que se lo llevó a los labios y vociferó:

—¿Y desde cuándo lo es sabotear la bodega del tektek, Glasdur? ¡No me hables de juego limpio, viejo canalla! ¡Y no te atrevas a acercarte a mi barco, porque de lo contrario...!

Se oyó una risotada que tenía el deje gutural de la risa varu.

—¡Ya es demasiado tarde, pielseca! ¡Demasiado tarde!

—Esto se mueve... se mueve demasiado... —murmuró entonces Alexander.

Shail se dio cuenta, de pronto, de que tenía razón. El barco se bamboleaba con demasiada violencia.

—¡La ola! —chilló entonces el vigía, aterrado—. ¡La ola gigante! ¡Viene hacia aquí!

Raktar lo alcanzó en dos zancadas, lo apartó de un empujón y miró por el periscopio. Cuando se separó de él estaba lívido como un muerto.

—¿Qué pasa? —quiso saber Shail, preocupado.

El capitán no contestó. Salió corriendo pasillo abajo, y Shail lo siguió. Lo vio subiendo por la escalera que llevaba a la cubierta exterior. Lo alcanzó cuando ya se alzaba en cuclillas sobre el techo del barco, desafiando al viento, y contemplaba el horizonte con gesto grave.

—¿Qué...?

—Mira eso, mago —cortó Raktar—, y júrame que no lo has hecho tú con tu magia.

Shail miró en la dirección indicada y sintió como si le arrancasen las entrañas.

Tras el barco pirata se alzaba una ola gigantesca, tan alta que su cresta se cernía sobre ellos, rozando los dos soles gemelos. Se convulsionaba como si tuviese vida propia, lamiendo cada pedacito de cielo que alcanzaba, dirigiéndose hacia ellos lenta pero inexorablemente, una gran masa de agua de un color azul tan profundo como las más hondas simas oceánicas.

—No lo he hecho yo —pudo decir Shail, con un hilo de voz—. Y esa es una mala noticia. Porque si fuese obra mía, sabría cómo detenerlo, y no es el caso.

Raktar lo miró, horrorizado.

—Sagrada Neliam —murmuró.

—Sí... me temo que eso es bastante exacto —dijo Shail, alicaído.

El capitán se puso en pie y vociferó:

—¡Glasdur, mira detrás de ti! ¡Sal de ahí antes de que te trague el mar!

—¡Ja, ja, ja, no vas a engañarme con un truco tan...! —la respuesta del semivaru quedó acallada por un grito de terror. El Ola Sangrienta era arrastrado hacia el interior de una ola todavía más mortífera y aterradora que el legendario barco pirata.

Más cabezas asomaron por la escotilla del barco de Raktar, entre ellas la de Alexander. Anonadados, los marineros contemplaron cómo el navío de Glasdur escalaba la ola, arrastrado por su fuerza letal, en medio de los gritos aterrorizados de sus tripulantes.

Momentos después, el dragón descendía en picado sobre la cubierta del barco de Raktar. Pero era demasiado tarde, porque la ola se abatía sobre ellos, y ambos barcos, y el dragón que los había alcanzado, fueron arrastrados por las aguas.

 

—Deberían haberme avisado —dijo Zaisei, exasperada.

El viejo Bluganu le dirigió una mirada apenada, pero no respondió.

—La Madre Venerable está bajo mi responsabilidad —insistió Zaisei.

«Disculpad que discrepe, pero... ¿no tiene ella edad suficiente como para saber qué está haciendo?», respondió el varu.

Zaisei enrojeció levemente, comprendiendo las dudas de Bluganu. Gaedalu no solo era la poderosa Madre Venerable de la Iglesia de las Tres Lunas sino que, además, era lo bastante mayor como para ser su abuela.

—La Madre Venerable está actuando de forma extraña últimamente —le confió al varu—. Hace poco que se enteró de la muerte de su hija, y temo que eso la haya trastornado. Su corazón alberga sentimientos oscuros; por eso debo acompañarla y vigilarla para que no perjudique a nadie ni se dañe a sí misma.

Bluganu asintió.

«Entiendo», dijo. «Pero al lugar al que ha ido la Madre no debo acompañaros».

Zaisei respiró hondo. Percibía un temor supersticioso en los sentimientos del anciano, y comprendió que no debía presionarlo. Sin embargo, se trataba de Gaedalu; si aquel lugar era peligroso...

—Decidme, ¿a dónde ha ido? ¿Tiene que ver con la Piedra de Erea, la roca que cayó del cielo?

Bluganu le dirigió una mirada llena de incertidumbre.

«No sé nada de eso. Desde tiempos remotos siempre se la ha llamado la Roca Maldita».

—¿Maldita? ¿Por qué razón?

«No sabría deciros, sacerdotisa. Pero tiene algo que vuelve locas a las criaturas del mar. En esa zona, hasta los animales más pacíficos se vuelven agresivos. Y de entre los varu, solo los jóvenes se atreven a acercarse por allí. Todos sienten curiosidad tarde o temprano y se acercan a la Roca Maldita, pero creedme si os digo que nadie que haya estado allí ha sentido el menor deseo de ir por segunda vez».

—¿Y habéis permitido que Gaedalu vaya allí sola?

«No ha ido sola: la escoltaban dos jóvenes centinelas. En cualquier caso, yo no podría haberla detenido. No soy más que el encargado de la Casa de Huéspedes, ¿recordáis?».

Zaisei percibió tristeza y algo de amargura en sus palabras, y le sonrió con simpatía.

—Tal vez para los varu eso no signifique mucho —le dijo suavemente—. Pero ahora mismo mi vida está en vuestras manos. Si no fuese por vuestro trabajo, los habitantes de la superficie no sobrevivirían a una visita al Reino Oceánico.

No lo decía solo para consolarlo; cada una de sus palabras era estrictamente cierta. La Casa de Huéspedes era el único edificio de Dagledu que podía ser habitado por gente de la superficie. Había sido construido a partir de una inmensa burbuja, semejante a las que utilizaban los varu para transportar a los «pielseca» desde el puerto. En torno a la burbuja habían levantado paredes de coral, y la habían recubierto con algas para tapar el techo. El interior constaba de una sola habitación, lo bastante amplia como para que el visitante se sintiera cómodo. Había cuatro literas, dos arcones para que los visitantes guardaran sus pertenencias, una mesa con varios asientos y un pequeño aseo separado del resto por paneles coralinos. Con todo, la burbuja estaba herméticamente cerrada. Debía ser así, puesto que cualquier brecha haría que el interior se inundase de agua. Bluganu debía velar no solo por el bienestar de sus invitados, sino también por la seguridad del habitáculo.

—Por favor —suplicó Zaisei—. Necesito ir allí. Si me hubieseis dicho que la Madre ha ido a visitar a unos parientes no se me ocurriría molestaros. Pero no es normal lo que está haciendo, y si está arriesgando su vida o la de otros por odio o por venganza, debo tratar de detenerla. Os lo ruego; si no vais a acompañarme, por lo menos encontradme a alguien que sí quiera hacerlo.

Bluganu suspiró.

«Está bien», dijo. «Os acompañaré. Aguardad un momento».

Se dirigió, con los pasos torpes de quien no está acostumbrado a caminar en suelo firme, a la burbuja de transporte en la que habían traído a Zaisei desde el puerto, y que ahora descansaba en el interior del habitáculo, junto a la entrada. Bluganu abrió la cápsula de transporte con ambas manos e invitó a Zaisei con un gesto a que entrara. Ella obedeció, y la burbuja se cerró tras ella. Bluganu la empujó suavemente hasta que la sacó de la casa. Zaisei reprimió una exclamación al verse flotando a la deriva entre los edificios de la ciudad, y se volvió para ver cómo Bluganu traspasaba con elegancia la frágil superficie de la burbuja de la Casa de Huéspedes, sin romperla. Momentos después, el varu remolcaba la cápsula de aire de Zaisei a través de Dagledu, moviendo lentamente sus pies palmeados para avanzar en el medio líquido.

«Será un viaje largo», le dijo.

—No me importa —respondió Zaisei, pero su voz quedó ahogada en el interior de la burbuja.

Bluganu no dijo nada más. Siguió empujando la cápsula de aire a través de la ciudad, y Zaisei olvidó por un momento su preocupación por Gaedalu para admirar el sosegado mundo de los varu.

La ciudad estaba llena de actividad, pero era una actividad lenta, silenciosa, como lo era todo en aquel refugio submarino. Los varu nadaban de un lado a otro, sin prisa, pero sin pausa. Algunos los miraban con curiosidad, pero ninguno hizo ademán de acercarse a ellos.

Con todo, lo que más llamó la atención de Zaisei fueron los racimos de burbujas.

Había visto algunos en la ciudad, y suponía que los varu habían dejado las cápsulas allí a propósito, para cuando las necesitasen. No obstante, al salir de Dagledu, pasaron por encima de un inmenso lecho de burbujas, que cubrían el fondo marino hasta donde alcanzaba la vista.

—¿Es aquí donde las guardáis? —preguntó Zaisei en voz alta.

Bluganu no la oyó, pero vio la curiosidad pintada en su rostro.

«Un campo de marpalsas», explicó. «Es una clase de planta submarina que produce burbujas de aire. Y no son burbujas corrientes, puesto que están recubiertas por una sustancia que nace de la propia planta, y que las hace flexibles y a la vez resistentes. Si no fuera por las marpalsas, los pielseca nunca habrían podido visitar el Reino Oceánico. Y tampoco existiría la Casa de Huéspedes. Su burbuja fue producida por una planta excepcionalmente grande. Nunca hemos vuelto a ver nada parecido, pero llevamos siglos cultivando marpalsas y cada vez logramos burbujas más grandes. Con el tiempo esperamos obtener ejemplares de tamaño considerable, lo bastante como para poder crear más espacios de aire para los pielseca».

Zaisei contempló los racimos de burbujas que se extendían a sus pies, impresionada. Trató de ver las plantas, pero no lo consiguió: las burbujas, arremolinadas unas junto a otras, lo cubrían todo y solo permitían ver lo que había debajo de forma distorsionada. Se sintió muy pequeña y muy frágil, perdida en el fondo de aquel mundo azul, milenario, y se acurrucó en su burbuja de aire, mientras el viejo varu la empujaba, con lentitud, a través de las profundidades.

 

 

Jack abrió los ojos poco a poco. Lo primero que sintió fue que estaba mojado. Lo segundo, el olor a mar y a salitre. Y, por último, que le dolían todos los huesos.

Trató de incorporarse. Tenía una terrible jaqueca, y sacudió la cabeza para despejarse; pero solo consiguió que le doliera más.

Miró a su alrededor. Estaba en una gran cueva, húmeda e incómoda, que se abría sobre un inmenso mar azul. Junto a él estaban Shail, Alexander, el capitán Raktar y algunas otras personas a las que no conocía. Alexander estaba despierto, con una manta sobre los hombros, que no parecía mucho más seca que sus propias ropas, y la espalda apoyada en la pared. Shail estaba dormido, o inconsciente. Y el capitán hablaba en voz baja con dos hombres, que Jack supuso que serían parte de su tripulación. Miró a Alexander, que tenía mal aspecto.

—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?

—¿No lo recuerdas?

—Si lo recordara, no te lo preguntaría.

Alexander suspiró.

—Fuimos golpeados por una ola gigante. Nuestro barco volcó, pero tú te las arreglaste para remontar el vuelo y luego volviste a bajar a por nosotros. Por lo visto, encontraste el barco, lo enganchaste con las garras y tiraste de él hacia arriba para mantenerlo en la superficie.

Jack estaba impresionado.

—¿Yo hice eso?

—Debió de resultar un gran esfuerzo para ti, porque al cabo de un rato te desplomaste en el mar. Pero mantuviste el barco a flote, y eso salvó muchas vidas. Los piratas se encargaron de recogernos. Ahora estamos en sus dominios.

—¡Los piratas! —Jack empezaba a recordar—. ¿Te refieres al otro barco que estaba junto al vuestro?

Alexander asintió.

—Son semivaru. Su barco también volcó, pero la mayoría se las arreglaron para sobrevivir. Aunque muchos no pueden respirar bajo el agua, son excelentes nadadores, y el mar no los asusta. Podrían habernos abandonado a nuestra suerte, pero por lo visto les caíste bien. Es la ventaja que tiene ser un dragón —añadió, con una sonrisa feroz.

—Supongo que sí —murmuró Jack, aún desconcertado—. Imagino que se llevarían una decepción al encontrar solo a un chico humano cuando buscaban al magnífico Yandrak —sonrió.

—Ni por asomo. Glasdur es un tipo inteligente y está bien informado. Creo que ya te tiene calado.

Asaltado por una súbita sospecha, Jack se llevó la mano a la espalda. No halló lo que buscaba.

—Domivat —exclamó, con una nota de pánico en la voz—. ¿He perdido a Domivat?

Alexander sacudió la cabeza.

—Cuando te encontraron flotando en el mar, sujeto a una tabla, todavía la llevabas. Me sorprende que no te hayas hundido con ella.

Jack se dio cuenta de que su amigo tampoco llevaba a Sumlaris.

—Son piratas —le recordó Alexander al captar su mirada—. ¿Qué esperabas?

—Voy a recuperarlas —decidió Jack, levantándose de un salto.

Salió al exterior. Lo recibió una bocanada de aire de mar, pero esto no lo hizo sentir mejor; al contrario, su inquietud aumentó.

Miró a su alrededor para orientarse. Descubrió que estaba en una isla de roca negra. Los elementos la habían hecho alta y accidentada, con multitud de riscos, escollos y salientes, y un buen número de cuevas. Las que estaban en lo más alto parecían habitadas. Estaban comunicadas entre sí por escalas de cuerda y puentes de madera, todos ellos cubiertos de algas, lo cual indicaba que quedaban sumergidos cuando subía la marea. En los salientes más amplios reposaban distintos tipos de barcos. Eran semejantes a los que Jack había visto en Puerto Esmeralda, pero mucho más precarios, con algas creciendo en sus cascos y multitud de pequeños crustáceos aferrándose a ellos. La mayoría estaban absolutamente destrozados, y Jack recordó que la ola que los había barrido en el mar tenía que haber alcanzado, por fuerza, aquella pequeña isla también.

Un poco más arriba se oían exclamaciones, risotadas y ruido de objetos entrechocando. Jack dedujo que alguien se estaba repartiendo un botín. Supuso que solo eso podría hacer que los piratas se olvidasen tan rápidamente de haber sufrido la ira de la diosa Neliam.

No se equivocó. Tras trepar por una escala de cuerda, húmeda y resbaladiza, hasta un nivel superior, Jack se asomó a una caverna donde había un grupo de personas reunidas en torno a un montón de objetos, algunos bastante maltrechos, que habían apilado de cualquier manera, sin la menor consideración. Jack detectó enseguida la vaina de Domivat sobresaliendo entre la chatarra.

—Buenas tardes —saludó el chico.

Los piratas se volvieron para mirarlo. Jack nunca había visto un semivaru, y los observó con curiosidad. Eran todos parecidos, pero a la vez diferentes. Las manos y los pies palmeados parecían ser una característica común en todos ellos. Y, no obstante, algunos tenían ojos humanos; otros, ojos de varu. Unos tenían la piel cubierta de escamas; otros solo en parte, y otros presentaban una piel fina y blanquecina, como si jamás les hubiese dado el sol. Algunos tenían pelo y otros una mata de color rojo, azul o verde, que parecía más bien un brote de algas marinas que verdadero cabello humano.

Y algunos presentaban largas hendiduras a ambos lados de la cabeza, detrásde las orejas; no obstante, aquellas hendiduras no estaban del todo abiertas. Jack adivinó que eran un amago de las agallas de los varu, y supo que aquellas personas no podían respirar bajo el agua. De haber tenido agallas perfectas, vivirían en las ciudades submarinas, comprendió, y no en la superficie.

—¡Un pielseca que se ha despertado! —rió uno de ellos.

Tenía una voz extraña, gutural, borboteante, como si hablase desde el fondo de un barril de agua.

—He venido a buscar mi espada —dijo Jack con calma, señalando la vaina de Domivat—. Y la de un amigo mío. Gracias por guardárnoslas.

Todos los semivaru se echaron a reír, como si aquello fuera un chiste muy divertido.

Solo había alguien que no se reía, aparte de Jack. Era una figura pequeña y sutil que estaba acuclillada encima del montón de trastos. Observaba a Jack con una leve sonrisa en los labios.

—Te sacamos del mar, pielseca —dijo; tenía la profunda voz de los semivaru, pero con un tono indudablemente femenino—. Deberías estarnos agradecido y cedernos las espadas... no sé, como gesto de buena voluntad. ¿No te parece?

Los piratas volvieron a reírse.

—Lamentablemente, no puedo ceder mi espada con tanta facilidad —respondió Jack.

La pirata se puso en pie y lo miró desde lo alto del botín. Era pequeña, pero su rostro menudo mostraba una determinación de hierro, y sus ojos de varu, enormes y acuosos, lo miraban con un brillo astuto. Tenía la piel de un azul desvaído, más pálido que la piel de un celeste. Una capa de escamas le cubría las piernas hasta las rodillas, y por la parte exterior del muslo hasta las caderas. Las escamas también recubrían sus brazos hasta los hombros; pero el resto de su piel era lisa. De su cabeza colgaban guedejas de cabello azulado, semejantes a hojas de algas mojadas que se le pegaban al cuello. Se adornaba con distintos abalorios de conchas y corales. Vestía con restos de ropas humanas que sin duda había obtenido de sus pillajes, y que había roto y remendado para hacerlas más adecuadas a lo que ella quería: un atuendo que la cubriera mínimamente cuando estaba fuera del agua, y que le permitiera total libertad de movimientos al nadar en ella.

—¿De veras? —sonrió la semivaru—. Pues a mí me parece que ya la has cedido.

Jack sopesó sus alternativas. Los piratas los habían rescatado, y él no quería enemistarse con ellos. Pero debía recuperar a Domivat Observó, impotente, cómo la pirata alargaba una mano palmeada para aferrar la vaina de la espada de fuego y tiraba de ella hasta sacarla del montón. Y se le ocurrió una idea.

—Muy bien —dijo, cruzándose de brazos—. Puesto que tanto te gusta mi espada, adelante, quédatela. Pero si quieres usarla tendrás que sacarla de la vaina, y no me parece que sea una buena idea. No es una espada que pueda ser manejada por cualquiera. Podrías tener problemas si tratas de blandiría.

La pirata estaba admirando la calidad de la empuñadura de Domivat, pero volvió hacia él su mirada oceánica.

—¿Qué insinúas? ¿Que no puedo pelear con una espada como esta porque soy una pirata? ¿Porque soy una mestiza? ¿O porque soy una mujer?

—Ninguna de las tres cosas. Es porque no eres yo.

Los piratas lo abuchearon. Jack alzó levantó la voz para añadir:

—Pero hagamos un trato: si consigues desenvainarla puedes quedarte con las dos espadas. Si no puedes blandirlas no vale la pena que te quedes con ellas, ¿no crees? Y si no tienes problemas en desenvainarla, entonces no has perdido nada.

La semivaru vaciló. Sospechaba que había una trampa en las palabras de Jack, pero era orgullosa, la habían desafiado y no quería echarse atrás.

—Cuidado —advirtió Jack al ver que iba a cerrar la mano sobre la empuñadura de Domivat—. Puedes hacerte daño, y lo digo en serio.

Ella lanzó una carcajada desdeñosa. Aferró el pomo de la espada... y lo soltó inmediatamente, con un grito de dolor. Dejó caer a Domivat y bajó del botín de un salto, para ir a hundir la palma de la mano en un charco de agua.

—Te lo dije —sonrió Jack.

Ella se miró la mano, temblando. Por fortuna, su piel húmeda había impedido que el fuego de Domivat la hiciera arder de inmediato, pero las llagas que le habían provocado eran dolorosas.

Los piratas ya no parecían tan amistosos. Se agruparon en torno a Jack con gesto amenazador. Algunos sacaron las armas, y Jack retrocedió un paso. Sabía que podía convertirse en dragón, o que si llamaba a Domivat ésta se materializaría en su mano, pero no quería llamar tanto la atención.

—¡Esperad! —ordenó entonces la semivaru.

Había vuelto a encaramarse a lo alto del botín, aunque aún se sujetaba la mano lastimada. Contemplaba a Jack con un brillo divertido en la mirada.

—Me has vencido, pielseca —dijo—. Me he dejado llevar por mi vanidad, y lo que debería haber hecho es no tocar la espada y venderla al primer incauto. Pero he cedido a tu reto, y ahora las espadas te pertenecen.

Se oyeron protestas, pero la pirata las acalló con un gesto. Se inclinó hacia Jack, quedando tan cerca de él que el joven pudo ver las gotas de agua que perlaban su piel. Sintió algo frío y cortante bajo la barbilla. No necesitó verlo para saber que era la hoja de un cuchillo.

—Pero no voy a permitir que me engañes de nuevo —le dijo ella en voz baja, con una sonrisa feroz.

Antes de que Jack pudiera responder, una potente voz resonó por la caverna.

—¡Gaeru! ¿Qué estás haciendo con nuestro invitado? ¿Estás tratando de matarlo, de seducirlo, o simplemente de intimidarlo?

Otra persona se abrió paso entre los piratas. Era un semivaru inmenso, de piel blanca como la leche y una enorme barriga. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta detrás de la cabeza, lo cual dejaba ver las agallas imperfectas que tenía en el cuello.

—Es mi invitado, Glasdur —señaló Gaeru, malhumorada; pero retiró la daga—. Te recuerdo que estamos lejos de Tares, y que esta sigue siendo mi isla. ¿Por qué tenías que traerlos? Hasta ahora me las había arreglado muy bien para que este pedrusco fuera una base completamente secreta. ¡Y vienes tú y me traes a una tripulación entera de humanos!

Glasdur se echó a reír, lo que hizo que temblara su enorme papada.

—¡Niña mala, niña mala! —la riñó—. Estos no son unos invitados corrientes. Además, ¡qué diablos! A todos nos sorprendió esa ola gigante. ¿Es que no tienes corazón?

—Tengo un corazón mojado —respondió ella—. Demasiado húmedo para los pielseca, especialmente para aquellos que tienen un corazón de llamas —añadió, con una picara sonrisa.

Le arrojó algo que Jack cogió al vuelo. Era Domivat.

—Toda tuya, humano —sonrió—. Has ganado la apuesta. La otra espada no está aquí. Se la regalé al gran Glasdur el Pálido, aquí presente. Pídesela a él.

La sonrisa de Glasdur desapareció.

—¿Qué, cómo? ¿Apostaste mi espada con este pielseca? ¿Qué habíamos hablado acerca de los botines ajenos, niña?

—Con todos mis respetos, la espada no es vuestra —intervino Jack, con suavidad—. La espada pertenece a mi amigo Alexander, que sigue vivo, con los demás. Supongo que no me obligaréis a reclamarla por la fuerza —añadió, muy serio.

Los piratas gruñeron por lo bajo; pero la mirada de Jack estaba clavada en Glasdur, que la sostuvo, sin pestañear, hasta que estalló en carcajadas.

—¡Me gusta este chaval! —exclamó, dándole una palmada en la espalda que lo dejó sin aliento—. Pero me estoy resecando, y cuando me reseco no estoy de humor para hablar de cosas serias. Acompáñame, pielseca; vamos a tomar un baño, ¿hace?

Jack no supo qué decir. Pero, cuando el pirata dio media vuelta y se perdió en la penumbra de la caverna, Gaeru le dio un empujón para que lo siguiera.

—Repartíos lo que queda, chicos —dijo a su gente—. Pero guardadme alguna cosa bonita, ¿eh? Luego volveré a buscarla.

 




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