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Buenas y malas noticias 30 страница



Shail pareció entenderlo así también, porque asintió.

Más tarde acudieron a la casa Inko y Fada con sus respectivas familias. Shail estuvo encantado de volver a verlos y de conocer a sus sobrinos, y la casa se llenó pronto de risas infantiles. Jack disfrutó jugando con los niños. Era un descanso que nadie supiese quién era, que lo tratasen como a uno más, en lugar de verlo como a un dragón. Y no era que no le gustase ser un dragón. Pero humanos había muchos, en todas partes, mientras que no existía ningún otro dragón en el mundo.

Después de cenar, acomodados junto al fuego, Jack pensó que parecía mentira que aquel pequeño oasis de paz estuviese enclavado en un mundo sacudido por dioses furiosos. Miró de reojo a Sulia, la más joven de los hermanos de Shail, que se había acomodado sobre las rodillas de su prometido, a quien habían invitado a cenar aquella noche. Los dos contemplaban el fuego, la cabeza de ella reposando sobre el hombro de él, y parecían serenos y felices. Jack tuvo que reprimir el impulso de rodear con los brazos la cintura de una inexistente Victoria, a la que imaginaba junto a él, sentada en su regazo, como Sulia. Procuró no pensar en ello. Sabía que cuando quisiera podía regresar a la Torre de Kazlunn y pedir a los magos que abriesen una Puerta interdimensional para él. Y lo harían, si les prometía que traería de vuelta a Victoria. Harían cualquier cosa con tal de recuperar al último unicornio.

Jack sabía que, si se marchaba a la Tierra, con ella y con Christian, no volverían nunca. Y por eso quería hacer todo lo posible por ayudarlos antes de marcharse, de encontrar una solución al problema de los dioses, si es que la había. Porque después iba a dejarlos solos... para poder vivir una noche de paz como aquella, con Victoria sentada sobre sus rodillas, los dos disfrutando de la presencia del otro, alentados por la calidez del fuego.

«No es un pensamiento muy propio de un guerrero», se dijo, un poco alicaído.

Pero lo cierto era que estaba deprimido desde hacía tiempo. Podía pelear contra enemigos físicos; incluso habría hecho el esfuerzo de proseguir, él solo, la guerra ancestral de los dragones contra toda la raza shek. Sin embargo, nada podía hacer contra los dioses. Era una lucha absurda y sin sentido, y Jack había estado demasiado cerca de perder todo lo que le importaba como para querer arriesgarlo de nuevo.

Los niños empezaban a bostezar, y sus padres decidieron que ya era hora de marcharse a casa. Elevaron todos juntos una oración a dos de las diosas del panteón: Irial, madre de los humanos, y Neliam, señora del mar, que regía las vidas de muchos de ellos. Jack se unió a la plegaria, aunque en su fuero interno opinaba que, tal y como estaban las cosas, lo mejor que podían hacer no era pedir protección a los dioses, sino rogar que no se fijasen en ellos.

La madre cabeceaba sobre su butaca. Arsha la despertó para llevarla a la cama, pero ella pidió a Shail que fuese él quien la acompañara. El joven sonrió y accedió enseguida.

Cuando ya se despedían, en la puerta del dormitorio de Valia, ella lo retuvo.

—Me he dado cuenta de que cojeas un poco —le dijo—. ¿Qué te ha pasado?

Shail desvió la mirada, incómodo.

—No es nada. Un pequeño accidente.

—Es mucho más grave de lo que quieres hacerme creer, cuando te estás esforzando tanto en ocultarlo.

Shail dudó un momento, pero finalmente suspiró. Se levantó el bajo de la túnica y después se remangó el pantalón. La madre lanzó una exclamación de sorpresa al ver, bajo la luz del candil, la brillante pierna metálica.

—¡Shail! ¿Qué... qué es eso?

—Una pierna artificial. Perdí la mía en un ataque shek —simplificó él—. Pero ahora estoy bien, así que no vale la pena preocuparse por ello.

Valia lo miró con seriedad, dudando de sus palabras, pero no dijo nada.

 

Gerde ya no le prestaba atención.

Pasaba los días encerrada en su árbol, inclinada sobre un cuenco con agua que le mostraba imágenes, imágenes que le hablaban.

Assher lo sabía, porque de vez en cuando lo enviaban allí a dar recados y transmitir mensajes. Pero Gerde apenas hacía caso. Ni siquiera reaccionó cuando llegaron los mensajeros enviados a Kash-Tar con la respuesta de Sussh: que hasta que los rebeldes no fuesen completamente aplastados, no pensaba moverse de allí, y mucho menos para tratar con una hechicera sangrecaliente.

Assher creía que Gerde se enfurecería al escuchar algo así, pero sólo se echó a reír.

—El viejo Sussh sigue anclado en el pasado —comentó, como sin darle importancia.

—Tal vez deberías ir a hablar con él, igual que hiciste con Eissesh —sugirió Yaren, que estaba sentado en un rincón.

Pero Gerde negó con la cabeza.

—Eissesh ya le puso al corriente. Tarde o temprano acudirá a nosotros, cuando las cosas se pongan mal. Y puede que sea mejor así: puede que esté mejor en el desierto persiguiendo a los yan. Así, por lo menos, no molestará.

Volvió a inclinar la cabeza sobre el cuenco de agua, y Yaren se removió, incómodo. Gerde lo notó.

—¿Crees que paso demasiado tiempo mirando al otro mundo?

—Quizá no sería mala idea mirar a este de vez en cuando —murmuró el mago.

—Este mundo es el pasado, Yaren. El otro mundo es el futuro. Tan grande... con tantas posibilidades...

Yaren desvió la mirada.

—Además —añadió Gerde—, hay en él algo que te interesa.

—¿En serio? ¿Y de qué se trata?

—Lunnaris —dijo ella—. Lunnaris está allí.

El rostro sombrío del hechicero se contrajo en una mueca de odio. Sus dedos se cerraron sobre el tapiz que cubría el suelo, estrujándolo con saña, como si fuera un blanco cuello de unicornio. —No te preocupes, me las arreglaré para que la traigan de vuelta. Puede que la hayan llevado allí para curarla, o para protegerla, o las dos cosas. No tardaré en averiguar lo que quiero saber acerca de ella.

—¿Y entonces me permitirás matarla? —preguntó Yaren, anhelante.

—Aún no. Mientras Kirtash siga siéndonos útil, el unicornio debe permanecer con vida. Si lo matamos, Kirtash nos abandonará definitivamente.

—¿Tan importante es? —dijo Yaren, frunciendo el ceño—. Tenía entendido que ya realizó la misión que le había sido encomendada.

—Cierto. Pero todavía quedan muchas más. De él dependerá llevarlas a cabo o no. Y sabe que le conviene seguir siendo útil —sonrió.

Ambos repararon entonces en Assher, que seguía plantado junto a la entrada.

—¿Qué sucede? —preguntó Gerde.

Assher se mostró inquieto. No había entendido gran cosa de la conversación entre Yaren y el hada, puesto que se había desarrollado en idhunaico común, lengua que, aunque estaba empezando a aprender, aún no dominaba. Tragó saliva.

—¿Qué debo decirle al mensajero? ¿Hay que enviarlo de vuelta a Sussh?

Gerde meditó.

—No; que descanse. Será Sussh el que contacte con nosotros en poco tiempo. Gracias, Assher —le sonrió.

Assher se retiró, con el corazón encogido; el maestro Isskez lo estaba esperando.

Gerde había dejado de enseñarle magia personalmente, y eso lo ponía de mal humor. Pero el hada no le había dicho en ningún momento que hubiese dejado de ser su elegido.

Se aferraba a esa esperanza.

Aquella noche, sin embargo, hubo movimiento en el campamento.

Assher se dio cuenta, y por tanto le costó mucho prestar atención a las lecciones de su maestro. Por el rabillo del ojo veía al grupo que se había reunido por orden de Gerde. No era mucha gente, pero Yaren, el mago siniestro, el de la sonrisa torcida y la mirada sombría, iría con ellos.

Eso solo quería decir que la misión era importante. A Gerde le gustaba mantener a Yaren a su lado, y no lo enviaría lejos sin una buena razón.

Porque era evidente, por la forma en que se habían pertrechado, que iban lejos. Tal vez a Kash-Tar, para parlamentar con Sussh, o quizá al norte, con Eissesh. Assher aguzó el oído, tratando de escuchar, desde su posición, lo que Gerde estaba diciendo al grupo, reunido en torno a ella. Pero la voz de Isskez seguía clavándose en su mente y le impedía oír nada.

Por fin, el grupo partió, amparándose en la noche. Para entonces, Isskez ya lo había regañado varias veces por no prestar atención.

Nadie supo decirle, ni aquella noche ni los días posteriores, a dónde había ido aquella patrulla. Y Gerde no lo mencionó en ningún momento, como si no fuera importante, o se le hubiese olvidado.

 

Se despertaron muy temprano, cuando aún no habían salido los soles. La marea volvía a subir con el primer amanecer, y los barcos debían zarpar entonces. Shail y Alexander pronto estuvieron listos para partir; y, aunque ni Jack ni Valia iban a viajar con ellos, se levantaron para despedirlos.

Bajaron al puerto por uno de los accesos que Shail les había mostrado a su llegada a la ciudad. Tras un buen rato de descender por una larga y estrecha escalera, desembocaron en un inmenso entramado de cuevas naturales. Los barcos flotaban mansamente sobre unos pocos palmos de agua, en unos anchos canales que recorrían las cavernas. Eran embarcaciones cubiertas, con forma de almendra. Jack no vio velas por ninguna parte, y se preguntó cómo se movían. Shail advirtió su interés y lo acompañó hasta el muelle más cercano.

—Mira —le dijo, señalando el agua.

Jack vio que algo nadaba en torno al barco. Algo muy grande y con tres larguísimos tentáculos.

—Es un tektek —explicó Shail—. Todos nuestros barcos tienen en la bodega un tanque para el tektek: es nuestro... nuestro motor, por así decirlo. Expulsa un gran chorro de agua que lo impulsa hacia adelante y lo hace moverse, y con ello empuja también al barco.

—Ah, se mueve como los pulpos —entendió Jack.

—¿Pulpos? —repitió Shail, frunciendo el ceño. Jack se los describió, y el mago recordó haber visto alguno alguna vez, en la Tierra—. Pero el tektek es distinto —dijo—. Es completamente plano y tiene una cabeza en forma de flecha. Además, seguro que nunca has visto un pulpo con cuatro bocas —añadió, sonriendo.

Jack se estremeció.

—No querría encontrarme con un bicho así un día de playa —comentó.

—Por lo general son bastante pacíficos. Además, los tekteks de los barcos están amaestrados. Y siempre hay un varu en cada barco para dirigirlos y controlarlos.

Aun así, Jack se alejó del borde, con cierta aprensión.

Se apresuraron a alcanzar a los demás, que seguían caminando. Al fondo del muelle, Jack vio una inmensa abertura que mostraba un pedazo de cielo nocturno cuyo horizonte empezaba a clarear.

—Eso da al acantilado —explicó Valia—. Ahora está la marea alta, por lo que, si te asomaras, podrías remojarte los pies en el agua. Pero dentro de unas horas, cuando las aguas hayan bajado, no podrás mirar abajo sin sentir vértigo.

Jack nunca sentía vértigo, pero no se lo dijo. De todas formas, comprendía bien lo que Valia quería decir. Había visto el movimiento de las mareas desde la Torre de Kazlunn. Sabía que las aguas podían alcanzar la base de la torre y, horas después, retirarse para dejar atrás un inmenso precipicio de veinte o treinta metros de altura.

Siguieron recorriendo el puerto, y Jack no tardó en comprender cómo funcionaba. Las cavernas recorrían todo el subsuelo de la ciudad, y era allí donde guardaban los navíos. Por debajo de la muralla, en la pared del acantilado, los habitantes de Puerto Esmeralda habían abierto inmensas compuertas por las que los barcos salían al mar, surcando los canales subterráneos. Pero sólo podían hacerlo cuando la marea subía tanto que alcanzaba el nivel del puerto. La marea baja dejaba tras de sí un precipicio tan imponente que los barcos no podían salvarlo.

Se reunieron con el capitán poco después. Se llamaba Raktar, y era un tipo moreno y curtido, no muy alto, pero cuya mirada serena imponía respeto. No tuvo ningún inconveniente en aceptar a Shail y Alexander a bordo, y menos aún al comprobar que eran un mago y un guerrero.

—Toda protección es poca —les dijo—. La gente de Glasdur el Pálido lleva mucho tiempo sin dar señales de vida. Calculamos que atacarán antes del próximo plenilunio de Ayea. El Luna Roja de Gaeru, no obstante, obtuvo un botín importante hace tres días. Aún estarán celebrándolo.

—¿Perdón? —preguntó Jack, desorientado.

—Piratas —tradujo Valia—. Llevan siglos saboteando los barcos mercantes. Aún no hemos logrado deshacernos de ellos, y no creo que lo consigamos. Conocen el mar tan bien como nosotros.

—O puede que mejor —señaló Shail—. Los piratas de Tares son en gran parte mestizos, semivaru. La mayoría de ellos necesitan mantener su piel húmeda a menudo, pero no poseen las agallas de los varu y, por tanto, no pueden respirar bajo el agua. Por esta razón, hace milenios que los semivaru se apropiaron de las islas de Tares y Riv-Arneth; pero, mientras que los rivarnianos son pescadores, los semivaru de Tares se hicieron piratas. Y no roban para enriquecerse, ni siquiera para sobrevivir. Están convencidos de que, si las profundidades de los océanos pertenecen a los varu, y la tierra firme a los «pielseca», como suelen llamarnos, la superficie del mar es terreno de los semivaru. Así que hostigan a los barcos mercantes y solo toleran a los pequeños pescadores. La guerra abierta entre Tares y las ciudades marítimas de Nanetten es una cuestión que viene de lejos. No obstante, nunca se ha convertido en un conflicto cruento. Los piratas de Tares son unos ladrones y unos sinvergüenzas, pero disfrutan demasiado de la vida como para tomarse nada en serio, incluidas sus propias reivindicaciones. Se conforman con seguir siendo un permanente dolor de cabeza para el comercio marítimo.

—Entiendo —asintió Jack.

—Las hazañas de Glasdur el Pálido ya corrían de boca en boca cuando yo era un chaval —comentó Shail—. Pero nunca he oído hablar de Gaeru.

—Es una muchacha muy molesta —gruñó Raktar—. Y desvergonzada como pocas. El año pasado saquearon un cargamento que transportaba algas balu...

—Las algas balu son muy apreciadas por los celestes y semicelestes, especialmente los que viven en Nandelt —explicó Valia—. Aparte de que lo encuentran un manjar delicioso, dicen que despiden un aroma que relaja a los humanos. Por eso la mayoría de los celestes que conviven con otras razas se sienten más tranquilos si tienen un saquillo de algas balu en su despensa. Creen que les ayudarán a evitar conflictos innecesarios.

—Lo recordaré —sonrió Shail, pensando en Zaisei.

—El caso es —prosiguió Raktar— que Gaeru y la tripulación de su barco, el Luna Roja, atacaron el barco mercante y, por lo visto, sufrieron una decepción al ver las algas balu. Curiosamente, aunque los celestes se las comen, a los varu no les gustan. Bien, pues Gaeru dijo que los pielseca no tenían por qué robar comida del mar, que las algas eran para los peces, y quemó todo el cargamento en la misma cubierta del barco saqueado. Sabía perfectamente lo que pasaría, claro. Los efluvios de las algas marearon tanto a la tripulación que estuvieron riendo sin parar y cantando canciones absurdas durante una semana, como si estuviesen permanentemente borrachos. Los más sensibles cayeron dormidos como troncos y tardaron varios días en despertarse. Por lo demás, aparte de dejar el barco a la deriva, los piratas no les hicieron nada más. Parecer ser que estuvieron riendo la broma durante mucho tiempo, pero la cosa no tuvo gracia. Los marineros tuvieron suerte de que la marea no estrellara su navío contra los acantilados.

—Qué sentido del humor tan extraño —comentó Jack, perplejo.

—Tú lo has dicho —dijo Shail—. Para ellos, no es más que un juego, pero lo que los piratas encuentran divertido puede ser una catástrofe para otros.

Alexander seguía sin hablar. Jack lo había visto extrañamente silencioso desde la tarde anterior, pero su rostro se había vuelto todavía más serio al contemplar los barcos de cerca. El muchacho comprendió que su amigo no confiaba en el mar; tal vez nunca antes había navegado.

—Oye —le dijo en voz baja—. Si no ves claro lo del barco, os puedo llevar yo volando hasta Gantadd. Puedo aprovechar para hablar con Gaedalu, y después dirigirme a Awa. No pasa nada.

—Sería dar un rodeo muy tonto, Jack —rechazó él—. No, seguiremos con el plan establecido. Pero te lo agradezco.

La despedida fue breve: Jack sabía que volvería a verlos muy pronto. No obstante, la madre de Shail parecía reacia a dejarlo marchar.

—La próxima vez no tardaré tanto en volver, madre. No pretendía pasar tanto tiempo lejos de casa. Es sólo que... bueno, me ha parecido mucho menos tiempo. En todos los sentidos.

—No me des explicaciones —refunfuñó ella—. Corre, sube al barco o harás que el capitán Raktar pierda la marea.

Momentos después, Jack y la madre de Shail contemplaban cómo el barco se deslizaba por el canal, y finalmente caía al agua con un suave chapoteo.

Después regresaron juntos a la casa. Jack se quedó a desayunar con la familia de Shail, y luego acompañó a Sulia al mercado y la ayudó a cargar con las cestas. A media mañana anunció que estaba listo para partir y se despidió de todo el mundo.

Le costó trabajo abandonar la casa de los Fesbak y dejar atrás Puerto Esmeralda. Pero, por otro lado, le apetecía mucho volver a volar.

Tenía intención de transformarse cuando estuviese a una prudente distancia de la ciudad; pero acababa de cruzar el puente cuando oyó a lo lejos los cuernos de los Vigilantes de las Mareas. Se detuvo, desconcertado. Si no había entendido mal, los cuernos solo sonaban al amanecer y al atardecer, con los cambios de las mareas. Y ya era casi mediodía.

El sonido de los cuernos tenía un tono apremiante, y a Jack le evocó alguna clase de peligro, sin saber por qué. Se transformó en dragón, sin importarle ya que lo vieran, y remontó el vuelo. Al sobrevolar Puerto Esmeralda descubrió que la llamada de los cuernos había sumido a la ciudad en el caos. Todo el mundo dejaba lo que estaba haciendo y corría precipitadamente a casa. Algunos ya habían logrado reunir a sus familias y se abrían paso, como podían, hacia la puerta norte de la ciudad, evitando el río, y alejándose de la muralla del acantilado. Mientras, los cuernos seguían sonando.

El peligro venía del mar. Jack batió las alas y se elevó un poco más para contemplar el océano. Y descubrió qué significaba el sonido de los cuernos, y por qué todo el mundo parecía estar tan asustado.

El mar se había retirado, provocando la marea baja más brutal que habían visto las costas de Nanetten en muchos siglos, dejando ver el lecho oceánico hasta veinte metros mar adentro. Y a lo lejos, en el horizonte, se alzaba la cresta de una ola, sombría y amenazadora. Una ola que se acercaba a la costa inexorablemente y que amenazaba con arrasar Puerto Esmeralda.

—Neliam —murmuró Jack, con una amarga sonrisa—. Bienvenida a Idhún.

Dio un par de vueltas sobre la ciudad hasta que encontró una plaza lo bastante grande que, además, estaba vacía por hallarse situada al pie de la muralla. Aterrizó y volvió a recuperar su cuerpo humano. Y entonces corrió a casa de los Fesbak, para asegurarse de que estaban bien.

Halló a Inisha en la tienda, cerrando puertas y ventanas apresuradamente. En el suelo había una bolsa que había empezado a llenar de víveres y diversos objetos que ella consideraba importantes.

—¡Jack! —exclamó al verlo—. ¿Qué haces? ¿No te habías ido?

—He vuelto al oír los cuernos. ¿Sabes qué es?

—Dicen que es una ola gigante. Han cerrado las compuertas del puerto para proteger los barcos y están evacuando la ciudad. Puede que el acantilado y la muralla frenen un poco la embestida de las aguas, pero no podemos estar seguros. Si alcanza la cuenca del río habrá una gran crecida, así que ya no se trata solo del mar.

—Entiendo. ¿Y tu madre y tus hermanos? ¿Están todos bien?

—Ya se han ido todos. Yo me he quedado un poco rezagada porque...

—No quiero que me lo expliques. Lo que has de hacer es marcharte de aquí ahora mismo. Si te entretienes más puede que luego ya no puedas marcharte.

Aún tuvo que insistir un poco más, puesto que Inisha se resistía a dejar la tienda.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer tú?

—Te acompañaré hasta la salida de la ciudad y después iré a buscar a Shail y Alexander.

Inisha lanzó una exclamación ahogada.

—¡Están en altamar! La ola los habrá alcanzado. Pero, ¿cómo vas a ir a buscarlos? ¡Ningún barco puede salir ahora del puerto!

—No tengo tiempo para entrar en detalles; solo confía en mí, ¿vale? Y dile a tu madre que haré todo lo posible por rescatar a Shail.

Un rato después, cuando se elevó sobre la ciudad, era ya un magnífico dragón, cuyas escamas relucían bajo los soles como oro bruñido. Batió las alas con fuerza y se zambulló en el cielo idhunita, en dirección al maremoto que amenazaba con abatirse sobre Puerto Esmeralda. Se elevó todo lo que pudo, y desde allí vio, un momento más tarde, cómo la gigantesca ola golpeaba la costa con toda la furia de las profundidades oceánicas, salvando la muralla e invadiendo las calles de la ciudad. El agua barrió los carros y los puestos del mercado y se precipitó, bramando, por los accesos que bajaban al puerto, destrozó tejados y se llevó por delante arcos, puertas y ventanas. Por fortuna, la mayoría de los habitantes de la ciudad habían sido ya evacuados.

Los supervivientes a la Ira de Neliam, como lo llamaron en adelante, jamás olvidarían que debían su vida al temprano aviso de los Vigilantes de las Mareas, cuyos cuernos no cesaron de sonar en ningún momento, hasta que la ola se los tragó.

 

Alexander estaba asomado a una de las escotillas. Su rostro mostraba un sospechoso color verdoso.

—Creo que tu amigo no se encuentra muy bien —le dijo el capitán Raktar a Shail, con un guiño.

Shail sonrió.

—Es la primera vez que navega —dijo—. Ya se le pasará.

Lo interrumpió un sonido desagradable que indicaba que Alexander acababa de arrojar al mar todo su desayuno. La sonrisa de Shail se hizo más amplia.

—Deberías mostrar un poco más de compasión, muchacho —lo riñó Raktar.

—Le está bien empleado por no querer acompañar a Jack al bosque de Awa —comentó Shail con indiferencia—. Se habría ahorrado todo esto.

Eso le recordó que lo habían dejado solo. En otro tiempo, Shail se habría sentido inquieto por él. Pero después de haberlo visto transformado en dragón, después de haber comprobado con sus propios ojos lo que Jack era capaz de hacer, tenía la impresión de que no valía la pena. Atrás quedaba la época en que Shail y Alexander eran los mayores, y tenían que cuidar de Jack y de Victoria. Tal y como estaban las cosas, era más probable que los más jóvenes tuvieran que protegerlos a ellos.

—¡Aleeeeeerta! —gritó entonces el vigía desde la proa.

No había mástil al que pudiera encaramarse, como en los antiguos barcos de la Tierra, pero tenía un enorme periscopio a través del cual escudriñaba el horizonte en todas direcciones.

—¡Aleeeeeeerta! —repitió el vigía—. ¡Aleeeerta, piratas a la vista!

Todos los marineros acudieron precipitadamente a la cubierta superior.

—¡Aleeva, haz que acelere! —gritó Raktar a la varu que controlaba el tektek de la bodega.

Aleeva pasó corriendo junto a ellos y desapareció escaleras abajo. Shail observó, inquieto, cómo los marineros abrían las escotillas laterales y sacaban por ellas arpones de flechas de fuego. Pronto le pedirían que usara la magia para defender el barco, y él no podría negarse. Pero, cada vez que utilizaba la magia, su pierna artificial se resentía.

Y con Alexander no podía contar. Todavía seguía asomado a la escotilla, tan mareado que no era capaz de tenerse en pie.

De pronto, un grito de auxilio telepático llenó las mentes de todos. Mientras algunos de los marineros, seguidos por Shail, bajaban a la bodega para ver qué sucedía, el barco aminoró la marcha hasta que al final se detuvo. Para cuando llegaron al compartimento del tektek, ya iban a la deriva.

Aleeva estaba en un rincón, metida en el agua hasta la cintura, asustada, pero aparentemente bien. No obstante, las correas que sujetaban al tektek estaban rotas; aún pudieron ver los largos tentáculos del animal desapareciendo por el orificio de salida del chorro de agua. Junto a la abertura estaba también la persona que lo había dejado escapar: parecía humano, pero tenía las manos y los pies palmeados, como los varu, la piel completamente lisa y pálida y la nariz achatada. Vestía también las típicas correas varu, y les sonreía con suficiencia.

—Buenas tardes, pielseca —los saludó.

Los marineros se abalanzaron sobre él. Entonces, del interior del tanque salieron cuatro piratas más. Iban armados con garrotes, arpones y cuchillos, y pronto se inició una escaramuza salpicada de gritos de ira. Shail se quedó en lo alto de la escalera, dudando. Entonces se fijó en Aleeva, que seguía encogida en su rincón.

—¡Vamos, ven! —la llamó, tendiéndole la mano.

La varu reaccionó y corrió hacia él. Pero, cuando ya subía por la escalera, algo se enrolló en torno a su tobillo, haciéndola caer. Era el látigo de uno de los piratas. Aleeva lanzó un agudo grito telepático y trató de desasirse. El pirata tiró de ella.

—¡Suéltala! —gritó Shail.

 




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