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Buenas y malas noticias 19 страница



—¿Qué es eso? —susurró Zaisei, horrorizada y fascinada a la vez.

—No lo sé, pero viene hacia aquí, y a los pájaros no les gusta.

Fue entonces cuando Zaisei se dio cuenta de que los haai gemían suavemente, aterrorizados. Nunca los había escuchado emitir aquel sonido, y no lo consideró una buena señal.

—Los dragones llegarán primero —dijo—. Si vienen de Rhyrr tendrán que detenerse aquí para renovar su magia. Voy a recibirlos cuando aterricen: tal vez ellos sepan qué está pasando.

 

 

—¡Alexander! —llamó Shail desde la entrada de la cueva—. ¿Estás ahí?

Era una pregunta retórica, por supuesto: sabía que estaba allí dentro. Pero, por si todavía le quedaba alguna duda, el habitante de la caverna le respondió con un gruñido malhumorado.

—¡Soy Shail! —insistió el mago—. ¡He vuelto, como te prometí! ¡Y he traído conmigo a Jack!

—¡Lárgate de una vez! —gritó Alexander desde dentro—. ¡Estoy harto de que me tortures con mentiras y con falsas esperanzas!

Shail se volvió hacia Jack con un suspiro.

—Ya lo has oído.

El chico movió la cabeza en señal de desaprobación.

—Déjamelo a mí.

Sin dudarlo, se metió dentro de la cueva. Cuando la luz que procedía de fuera ya no pudo iluminar sus pasos, desenvainó a Domivat, que resplandeció en la oscuridad. Miró a su alrededor, inquieto, pero el techo era lo bastante alto como para que su esencia de dragón no se sintiera constreñida.

—¡Alsan! —gritó.

Lo descubrió en un rincón, mirándolo con desconfianza a la luz de la llama de la espada.

—¿Quién eres? —gruñó—. ¿Y qué quieres?

—Soy Jack. Y lo que quiero es sacarte de aquí.

—Mientes. Jack está muerto. Además, él nunca me llamaba Alsan.

—Soy Jack, y estoy vivo. Y te llamo como me da la gana.

Clavó a Domivat en el suelo. La espada fundió instantáneamente toda la nieve a su alrededor, pero Alexander no tuvo tiempo de fijarse en el fenómeno, porque Jack se acuclilló ante él.

—¿No me reconoces?

Alexander le enseñó los dientes con un gruñido.

—Está bien, se me ha agotado la paciencia —suspiró Jack.

Lo agarró del pelo y tiró de él para obligarlo a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. A la luz de Domivat, el fuego de la mirada del dragón poseía una fuerza antigua y poderosa que hizo que Alexander se encogiera sobre sí mismo, intimidado.

—Vas a venir conmigo ahí fuera —le dijo, lentamente, pero con firmeza—. Vas a salir de aquí y le vas a plantar cara al mundo, y vas a dejar de esconderte detrás de esta máscara de autocompasión, detrás de ese nombre prestado. Yo también llevo dentro algo que da mucho miedo, créeme. Y también he hecho cosas terribles, obligado por algo que escapaba a mi control y a mi voluntad. Pero eso no cambia el hecho de que sigo siendo Jack.

Alexander no soportó más la intensidad de la mirada del dragón; el miedo y las dudas rompieron el débil equilibrio entre las dos partes de su espíritu que luchaban por el control de su ser. Con un feroz gruñido, se desasió del contacto de Jack, se revolvió y, cuando se giró de nuevo hacia él, estaba a medio transformar. Jack cayó hacia atrás, sorprendido, y por un momento se quedó allí, sentado sobre la nieve. Sin embargo, cuando la bestia se abalanzó sobre él, reaccionó y retrocedió un poco, con un brillo de decisión iluminando sus ojos verdes. Se puso en pie y un instante después estaba transformado en un dragón dorado. Se pegó al suelo y estiró su largo cuello hacia la bestia para responder a su gruñido con un poderoso rugido que hizo retumbar toda la cueva. La criatura se detuvo, un poco perpleja, pero trató de avanzar de nuevo. Jack, perdida ya la paciencia, dejó caer su larga cola sobre él, como si fuera un látigo, y lo arrojó al suelo de un solo golpe. Después lo retuvo ahí, mientras sus ojos relucían en la penumbra, y sus orificios nasales dejaban escapar un resoplido teñido de humo.

—Esta no es manera de recibir a los amigos, Alsan —lo riñó.

Lentamente, Alexander volvió a recuperar su aspecto humano. Cuando miró al dragón, confuso y desorientado, había lágrimas en sus ojos, Jack sonrió y volvió a transformarse ante él.

—¿Lo ves? —le dijo en voz baja—. Soy yo, Jack. El chico al que rescataste en Dinamarca. El mismo dragón al que salvaste de la conjunción astral. Sigo vivo.

—¿Pero... cómo es posible? —balbuceó Alexander—. Decían... que Kirtash te había matado.

—Qué más quisiera él —sonrió Jack—. No es tan fácil acabar con un dragón.

Ambos cruzaron una larga mirada.

—Me alegro de haberte encontrado por fin —dijo Jack.

—Y yo me alegro de que sigas vivo —repuso Alexander con voz ronca—. No te imaginas cuánto.

Los dos se fundieron en un fuerte abrazo.

 

Kimara divisó a lo lejos los nidos de Haai-Sil cuando su dragón ya empezaba a fallar.

Después de todo un día de vuelo, la magia de los dragones ya estaba perdiendo fuerza, por lo que debían parar a renovarla. Sacudió la cabeza, preocupada. El día anterior ya se habían detenido y el tornado por poco los había alcanzado. Avanzaba muy lentamente, pero sin pausa, y por eso los pilotos, que sí necesitaban descansar, habían estado a punto sufrir las consecuencias.

Y esas consecuencias eran terribles. Kimara había tratado de olvidarlo, pero los recuerdos de lo que había sucedido en Rhyrr la torturaban sin piedad. De los veinte dragones que habían partido de Thalis, ahora sólo quedaban nueve. Y, delante de todos ellos, volaba Ogadrak, con aquella despreocupación que era característica de su piloto, y que tanto exasperaba a Kimara. La joven se preguntaba cómo iban a ayudar a los rebeldes de Awinor ahora, qué diría Tanawe cuando se enterara y, sobre todo, que dirían las familias y los amigos de aquellos que habían caído. Kimara apenas había tenido ocasión de conocerlos, pero Rando sí; y por eso le resultaba tan irritante que actuara como si nada hubiese pasado. La noche anterior, cuando Vankian y ella había renovado la magia de los dragones, Kimara había descubierto que el mago tenía los ojos húmedos. Rando, en cambio, parecía tan tranquilo como siempre, y al preguntarle Kimara al respecto, se había encogido de hombros y había contestado:

—Sí, es una pena.

Kimara estalló.

—¿Cómo que una pena? ¡Esas personas han muerto, y a ti no parece importarte!

Rando había vuelto hacia ella su mirada bicolor:

—Esas personas eran pilotos de los Nuevos Dragones. Acudían a Awinor a luchar y sabían que podían morir. De lo contrario, no serían pilotos de dragones y tampoco estarían en nuestro grupo. Cuando uno está dispuesto a morir por algo, es que la vida no le importa gran cosa, así que, ¿para qué llorarle? En mi caso, si algún día caigo, preferiría que nadie derramara una lágrima por mí. Preferiría que la gente riera y dijese: «Ahí se va Rando, y el muy canalla ha vivido la vida al máximo y al límite. Brindemos por Rando, que se carcajeó de su propia muerte y estuvo de buen humor hasta el final».

Kimara se quedó perpleja ante la franqueza del piloto, pero murmujeó:

—Ya, bueno, pero resulta que no todos piensan igual que tú.

No habían hablado más de ello, pero Kimara seguía estando molesta.

Volvió a la realidad al ver que Ogadrak iniciaba una maniobra de descenso, y que el resto de dragones lo seguían. Dudó un momento, pero entonces recordó que probablemente el alcalde de Rhyrr no había tenido tiempo de avisar en Haai-Sil de lo que se avecinaba. Tal vez ya fuera tarde pero, en cualquier caso, debían hacer algo.

Fue difícil encontrar un lugar donde aterrizar, puesto que el terreno de Haai-Sil, erizado de altas formaciones rocosas con forma de aguja, no dejaba muchos espacios libres. Al final, la flota halló una pequeña explanada a las afueras de la ciudad. Cuando Kimara bajó de un salto de su dragona, los otros pilotos se habían reunido ya en torno a un grupo de celestes que habían acudido a recibirlos. Kimara reconoció entre ellos a Zaisei. Se preguntó qué haría ella en Haai-Sil, y entonces recordó que la Madre Venerable había estado en Rhyrr hasta apenas unos días antes.

Zaisei también la había visto.

—¡Kimara! —exclamó—. ¿Qué es lo que pasa más al norte? ¿Qué es ese tornado que se acerca?

La semiyan sacudió la cabeza.

—No lo sé, pero ha arrasado Rhyrr y ha destruido más de la mitad de nuestra flota. Nos hemos detenido porque hemos de renovar la magia de los dragones y para avisaros, pero en unas horas continuaremos nuestro viaje hacia Awinor, y os aconsejamos que hagáis lo mismo y que evacuéis la población cuanto antes.

Zaisei palideció.

—¡Pero no podemos irnos! Los pájaros...

—Lleváoslos con vosotros —zanjó Kimara—. Usadlos de montura para escapar de aquí. Si os dais prisa, tal vez el huracán no os alcance.

—Pero, ¿y los nidos, los huevos, los polluelos...? —preguntó Zaisei, angustiada.

Kimara negó con la cabeza. Los celestes del grupo callaron, pálidos, con los ojos muy abiertos y con una clara expresión temerosa en sus rostros, habitualmente apacibles. Sin duda ya habían captado los sentimientos de terror e impotencia que anidaban en los corazones de los pilotos.

 

Era ya noche cerrada cuando Jack y Shail regresaron al Oráculo. Los seguía Alexander, aún aturdido, temblando bajo la capa de pieles que le habían proporcionado. Al verlo a la luz de la tarde habían descubierto que su larga estancia en el reino helado de Nanhai le había hecho perder dos dedos de la mano izquierda. A él, sin embargo, no parecía haberle afectado este hecho; por lo visto, al verlos congelados se había limitado a cortárselos con su propia espada.

En opinión de Shail, si los gigantes no lo hubiesen encontrado tiempo atrás, Alexander no habría sobrevivido. Ahora iba detrás de sus amigos, avanzando torpemente sobre la nieve, sin tener todavía muy claro lo que estaba pasando.

En las ruinas del Oráculo reinaban la calma y el silencio. Todos se habían ido ya a dormir, salvo Ymur, que se había acomodado junto a la hoguera y leía atentamente un libro. Junto a él había un ajado canastillo lleno de viejos volúmenes y antiguos legajos que, sin duda, tenía intención de estudiar a continuación.

Shail se dejó caer junto a la hoguera y puso las manos cerca del fuego para calentárselas. Jack ayudó a Alexander a sentarse.

—Oh, sois vosotros —dijo Ymur, distraído—. ¿Tan pronto habéis vuelto?

—¿Pronto? —repitió Shail, casi riéndose—. Ymur, es tardísimo. Pronto amanecerá.

El gigante se mostró desconcertado.

—¿De verdad? Se me ha pasado el tiempo volando. —Echó un vistazo a Alexander—. ¿No es éste el hombre-bestia? —preguntó con curiosidad—. Visto de cerca, parece solamente un hombre. Un hombre sumamente sucio y greñudo, pero un hombre, al fin y al cabo.

—Es el príncipe Alsan de Vanissar —respondió Jack, muy serio—. Está pasando por un mal momento, pero se recuperará pronto.

Ymur le devolvió una mirada pensativa.

—Algo terrible debe de haberle pasado para comportarse de esa manera, muchacho-dragón; y, si es así, no se trata de algo de lo que uno pueda recuperarse pronto.

—Pero él lo hará —insistió Jack, obstinado—. Lo conozco bien, es fuerte. Se recuperará.

Ymur se encogió de hombros.

—Si tú lo dices... pero hasta los hombres más fuertes son vulnerables a las heridas del espíritu.

Jack no respondió.

—¿No queda nada de cena? —terció Shail entonces, para aliviar la tensión—. Me muero de hambre.

—Ha sobrado algo de carne, pero, si es tan tarde como decís, seguro que estará fría.

Hubo un silencio mientras Shail se hacía con el cesto de la comida y la repartían entre los tres. Ymur estaba en lo cierto: se había quedado fría. No tardaron, sin embargo, en pincharla en los palos para volver a pasarla sobre el fuego de la hoguera.

Mientras comía, Jack miró de reojo los libros del canastillo. Casi todos eran de tamaño humano.

—¿Algo interesante? —preguntó.

—Pues mira, ahora que lo dices, sí.

—¿Los Registros del abad?

—No, pero sí otra cosa que puede resultar igual de reveladora.

Rebuscó entre los libros del montón para sacar un viejo cuaderno. Lo sostuvo entre el dedo pulgar y el índice, con cuidado, para no romperlo.

—Esto es el diario de la Sala de los Oyentes. Estaba entre los libros que rescaté en los primeros días después de la destrucción del Oráculo.

Jack se irguió.

—¿Diario? ¿Quieres decir que ahí están recogidas las profecías?

—No, de ninguna manera. Es cierto que cada Oráculo tiene un Libro de la Voz de los Dioses, que contiene todas las profecías escuchadas en la Sala de los Oyentes, pero el nuestro se perdió hace mucho tiempo y no he podido dar con él. Esto es algo más banal. Es un diario de mantenimiento de la Sala de los Oyentes, que suelen llevar a cabo los novicios que se encargan de atender a la estancia y a los Oyentes que trabajan en ella. Por lo general no se anota nada interesante en estos diarios, sólo las fechas en que se limpia la sala, las horas de los turnos de los Oyentes, los momentos en que estos parecen escuchar algo significativo... en fin, todo tipo de incidencias. En su día no me llamó la atención, pero esta noche me acordé de él y pensé que, si pasó algo importante la noche en que ese mago se coló en la sala, debía de estar escrito aquí.

—¿Y lo está? —inquirió Shail, con el corazón en un puño.

Ymur asintió.

—Lo está. Como yo sospechaba, el novicio no tenía la más remota idea del nombre del hechicero, así que lo llama «el mago visitante». Léelo tú, por favor; tienes los dedos más pequeños y podrás pasar las páginas con más facilidad.

Shail buscó con cuidado la fecha que le indicó el gigante y leyó:

—«Esta noche un mago visitante ha entrado en la Sala de los Oyentes durante el turno de la hermana Manua. Ha estado un largo rato, por lo que suponemos que Manua se ha dormido y no ha podido atender a sus obligaciones. Cuando ha acudido a la sala ha encontrado al mago muy asustado, balbuceando blasfemias sobre el Séptimo dios (que los Seis perdonen su impía arrogancia). De verdad parecía muy asustado, pero aun así los hermanos y hermanas han tenido que sacarlo a rastras de la sala, porque no quería salir. Le ha dado un ataque o algo parecido. Ahora mismo está en la enfermería con una fiebre muy alta. Las hermanas sacerdotisas de la diosa Wina están cuidando de él».

—Lo que ya os conté —señaló Ymur.

—¿Qué es eso de los turnos? —preguntó Shail, interesado.

—Los turnos de los Oyentes. Suele haber dos en cada Oráculo, más los Oyentes en formación, novicios que se preparan para ser Oyentes y que a menudo acompañan a los dos que tenemos, o los sustituyen si se encuentran indispuestos. Cada Oyente tenía dos turnos de un cuarto de jornada. Así, desde el amanecer hasta el mediodía estaba Deimar; desde el mediodía hasta el atardecer, Manua. Del atardecer a la medianoche, Deimar de nuevo; y de la medianoche al amanecer, Manua otra vez. Se hacía así para que en todo momento hubiese alguien en la Sala de los Oyentes, por si los dioses nos enviaban algún mensaje. No me sorprende que el mago prefiriese el turno de Manua para entrar en la sala. A esas horas, los novicios que cuidaban de la Sala de los Oyentes debían de estar durmiendo, junto con el resto de sacerdotes y sacerdotisas.

—Pero todo esto no nos aporta nada nuevo —murmuró Jack.

—No —concedió el gigante—. No obstante, tuve una corazonada y seguí leyendo. Y me encontré con que ese mago volvió a entrar en la Sala de los Oyentes días más tarde. Lee la entrada, Shail. Siete días después.

Shail leyó:

—«El mago visitante ha vuelto a entrar en la Sala de los Oyentes, de nuevo durante el turno de la hermana Manua. No sabemos muy bien qué ocurrió, puesto que era en la hora de descanso de los novicios de la sala, pero acudimos allí en cuanto oímos el grito. Al entrar en la sala vimos al hechicero con un puñal ensangrentado entre las manos y la túnica rasgada y llena de sangre. La hermana Manua estaba con él, por lo que pensamos que había intentado herirla, pero luego vimos que ella solo estaba muy asustada, y que el herido era él. Sin embargo, la hermana Manua juró que ella no lo había atacado, sino que él había tratado de herirse a sí mismo. Volvimos a sacarlo de la sala, y esta vez se dejó conducir fácilmente. Salió, además, por su propio pie, por lo que la herida no debe de ser muy grave. Hemos oído decir que los hermanos sacerdotes lo llevaron a la enfermería otra vez, pero que, en un descuido de las sacerdotisas, desapareció. Todavía lo están buscando».

Ymur asintió.

—No se volvió a ver al mago por el Oráculo nunca más.

Jack apretó los dientes.

—Ahora estoy seguro de que era Ashran —murmuró.

Ymur rió sin alegría.

—De modo que el humano que quería saber cosas sobre el Séptimo dios, aquel que entró en la Sala de los Oyentes... era el que luego sería Ashran el Nigromante, el que entregó Idhún a los sheks...

—Era mucho más que Ashran —dijo Jack—. Creo que lo que pasó fue lo siguiente: el Séptimo dios habló a Ashran en la Sala de los Oyentes. Le dijo lo que debía hacer, y por eso él salió tan asustado. Pero tomó su decisión... quizá porque sabía que valía la pena. Unos días después regresó a la Sala de los Oyentes y acabó con su propia vida con aquel puñal. No sé si se cortó las venas o si hundió el puñal en su propio pecho, pero lo hizo.

—¿Y cómo se lo permitió la sacerdotisa que estaba presente? —inquirió Shail, perplejo.

—Puede que ella entrara más tarde. Incluso puede que la primera vez no se quedara dormida por casualidad. Si yo fuese un mago y quisiera entrar en algún sitio, no me esperaría a que, por un casual, la persona que debía estar dentro se quedase dormida y faltase a su puesto. Le aplicaría yo mismo un hechizo de sueño.

—Cierto, no se me había ocurrido —asintió Shail—. Entonces la durmió la primera vez y así se encontró la sala vacía. Y la segunda vez debió de hacer algo parecido. Puede que ella despertara cuando Ashran todavía se encontraba en la sala, y al regresar corriendo...

—... Lo vio, y fue entonces cuando gritó, lo cual alertó a los novicios.

—Espera —cortó Ymur—. ¿Has dicho antes que «acabó con su propia vida»? Querrás decir que «lo intentó», ¿no?

—No, quiero decir que lo hizo. Debía morir para que el Séptimo dios entrase en su interior, y por eso se autoinmoló. Cuando la esencia del Séptimo poseyó su cuerpo, por así decirlo, él volvió a la vida. Creo, de todas formas, que seguía siendo Ashran, de alguna manera; igual que, por lo que sé, la esencia del Séptimo está ahora en el interior de la maga Gerde, y ella sigue siendo Gerde.

Ymur movió la cabeza, frunciendo el ceño.

—Dicen de ti que te has criado en otro mundo, muchacho-dragón. Tal vez por eso no comprendas que es blasfemia insinuar que el Séptimo dios, los Seis nos protejan de su maldad y su veneno, pueda hablarnos a través de nuestros propios Oráculos.

—Oh, pero lo hace —rió Jack, con cierta ironía—. ¿Cómo te explicas, pues, que la Segunda Profecía, escuchada en el Oráculo de Gantadd, de la que Ha-Din y Gaedalu guardan constancia, incluyese a un shek en la guerra contra Ashran? ¿Acaso los Seis considerarían siquiera la idea de que pudiese ser aliado nuestro?

—Desde luego que no —replicó Ymur, perplejo—. ¿De qué shek me estás hablando?

—De alguien a quien conoces —repuso Shail, con una serena sonrisa—. De Kirtash, el joven que estaba conmigo cuando nos conocimos. Supongo que muchos en Nanhai no han oído hablar de él, porque esta tierra siempre ha permanecido ajena a lo que sucedía en el resto del continente, pero Kirtash, el hijo de Ashran, es tan shek como Jack dragón.

—¿Y es aliado vuestro? ¿Cómo es posible, pues, que el Séptimo pronunciase una profecía en la que un shek ayudaría a derrotar a Ashran... es decir, a él mismo?

—Porque no podía luchar contra la Primera Profecía —respondió Jack—, de modo que trató de desbaratarla desde dentro. La idea era que tener a Kirtash como aliado nos debilitaría, rompería nuestra unión... y era una buena idea. En realidad, una vez que Victoria y yo descubriésemos quiénes éramos y aprendiésemos a usar nuestro poder, Kirtash no podría ya derrotarnos... por eso y por otros motivos, en un momento dado Kirtash dejaría de ser útil a Ashran en su lucha contra nosotros. Pero su presencia en nuestro propio bando crearía confusión, dudas, malestar... y muchos problemas; y, de hecho, así fue. En un determinado momento de la guerra, Kirtash sería más peligroso para nosotros como aliado que como enemigo. Esto fue lo que vio Ashran, y lo que nosotros no supimos entender, creyendo que con él a nuestro lado tendríamos más posibilidades de ganar. Y en realidad fue su presencia en nuestro grupo lo que provocó que la Resistencia se disgregara, y lo que estuvo a punto de separarnos a Victoria y a mí para siempre.

—Pero al final vencisteis a Ashran —dijo Shail, recordando cómo los había hallado a los tres cerca de la Torre de Drackwen—. Los tres juntos.

—Sí, lo hicimos. Gracias a una serie de casualidades, la verdad, pero también gracias a que superamos todos los problemas que nos causó esa alianza, y ello solo consiguió que nos hiciéramos más fuertes, que estuviésemos los tres más unidos.

Ymur hundió el rostro entre las manos, confuso.

—Llevo siglos estudiando antiguas escrituras acerca de los dioses —dijo—, pero jamás había oído nada tan descabellado.

—Poco importa ya —dijo Jack, con una cansada sonrisa—. La cuestión es que al final vencimos, pero no sé si ha servido para algo. Por esto estoy aquí, para averiguarlo. Ojalá —suspiró—, el Oyente que vio a Ashran en la sala hubiese sido Deimar. Por lo que sabemos de él, ha estado en el Oráculo de Awa, así que imagino que durante todo este tiempo ha seguido junto a Ha-Din. Si él hubiese tenido ocasión de contarle lo que sabía del «mago visitante» que vino aquí, seguramente habríamos atado cabos mucho antes.

—Lo cual me lleva a preguntarme por qué Manua no dijo nada —señaló Shail—. ¿Acaso murió en el ataque contra el Oráculo?

Ymur sacudió la cabeza, tratando de volver a centrarse.

—Hay más cosas interesantes en el diario. Cerca de un año después de la partida del mago se pronunció la Primera Profecía. Los novicios anotaron el día en que los Oyentes, primero Deimar y luego Manua, anunciaron que los dioses emplazaban a los Venerables para darles un mensaje. En el siguiente plenilunio de Erea, la fecha fijada para que los dioses hablasen, llegaron a Nanhai el Venerable Ha-Din y la Venerable Gaedalu. Cada uno de ellos traía consigo a uno de sus Oyentes. El abad Yskar eligió a Manua, por lo que sabemos que ella seguía aún en el Oráculo.

—Y escuchó la profecía, entonces —dijo Jack—. ¿Hay alguna razón en especial por la cual el abad eligiese a Manua, en lugar de a Deimar? ¿Tiene que ver con los turnos?

—No lo creo. Supongo que sería más bien una cuestión de representación: de Gantadd vinieron dos sacerdotisas de las Tres Lunas, del Oráculo de Raden, dos sacerdotes de los Tres Soles. El propio abad Yskar era también un sacerdote de los Tres Soles, por lo que la sexta persona debía ser una sacerdotisa de las Tres Lunas.

—¿Y después? —quiso saber Shail—. ¿Qué hizo después?

—Creo que se marchó —respondió Ymur—, porque unos días después, una de las Oyentes en formación tuvo que sustituirla. El diario no explica por qué. Simplemente se anota que la hermana Ygrin se encargaría de sus turnos. Y así fue hasta que los sheks nos atacaron y destruyeron el Oráculo. Ygrin murió aquel día, como todos los demás, salvo Deimar y yo.

—O sea, que puede que Manua siga viva —resumió Jack, pensativo—. En tal caso, quizá sepa más cosas. Puede que llegara a tiempo de ver algo importante; puede que supiera, incluso, algo más acerca del pacto de Ashran y el Séptimo.

—Si así fuera, se lo habría dicho a alguien —objetó Shail.

—¿Y quién la habría creído?

Shail guardó silencio, comprendiendo que tenía razón.

En aquel momento comenzó a nevar suavemente. Jack echó un vistazo al cielo.

—Creo que ya es hora de que nos recojamos —dijo.

—Sí —coincidió Shail, mirando a Alexander, que dormitaba junto al fuego, envuelto en pieles—. Habrá que llevarlo dentro —comentó.

Ymur guardó los libros en la cesta.

—Cargaré con él, si queréis. Pero alguien tiene que llevar los libros.

—Yo lo haré —dijo Jack, y se dispuso a levantar el canastillo. Lo observó de cerca, con curiosidad—. ¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

—Lo encontré entre las ruinas. Lo uso para transportar los libros porque algunos son tan pequeños que se me escurren entre los dedos.

—Parece una cuna.

 




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