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Buenas y malas noticias 18 страница



—Yandrak, ¿eh? —rechinó el gigante—. Confieso que esperaba algo más grande.

Jack no supo muy bien cómo reaccionar ante ese comentario, pero Shail se echó a reír.

—A veces es más grande. Pero en ciertas ocasiones le resulta más práctico tener el tamaño de un humano.

—Para determinadas cosas, sí, lo es —reconoció Ymur con un suspiro, echando un vistazo al volumen que estaba tratando de leer.

—Ymur y yo llevamos ya varios días recabando información en los viejos documentos del Oráculo —le explicó Shail a Jack-; buscando cosas sobre los dioses y sobre lo que pasó cuando Ashran estuvo aquí. Pero no estamos sacando mucho en claro.

—Si Deimar no se encontrase en ese estado —añadió Ymur, moviendo la cabeza—, todo esto sería mucho más sencillo. Tal vez él recordase algo más acerca del mago que estuvo aquí hace tanto tiempo.

—Bien —dijo Jack—, puede que lo que tengo que contaros arroje un poco más de luz a todo este asunto.

—Ahora no —cortó Ymur, volviendo su enorme cabeza hacia la ventana—. Los soles empiezan a declinar, así que será mejor que hablemos de todo eso durante la cena.

Jack, que venía hambriento después del viaje, no pudo estar más de acuerdo.

Un rato después, los nuevos habitantes del Oráculo se reunían en torno a una enorme hoguera sobre la que se asaban piezas de barjab, la enorme bestia blanca que suponía un auténtico manjar para los gigantes. En apariencia, todo era como siempre, como cualquier noche después de un largo día de trabajo. Los obreros y los sacerdotes más jóvenes y fuertes, que colaboraban en las tareas de limpieza, mostraban rostros cansados, pero satisfechos. Todos hablaban de cómo sería el Gran Oráculo una vez que lo levantaran de nuevo.

No obstante, aquella noche las conversaciones parecían vacías, y los interlocutores se mostraban distraídos y con pocas ganas de hablar. Lo cierto era que casi nadie podía evitar mirar del reojo al rincón donde Ymur, el gigante, y Shail, el mago humano, se habían sentado con el recién llegado, un muchacho a quien muchos habían visto transformado en dragón, el mítico Yandrak, que se había enfrentado a Ashran. Todos sentían curiosidad hacia él y, sin embargo, nadie se atrevía a acercarse más.

Si lo hubiesen hecho, habrían escuchado una conversación de lo más sorprendente... y, ante todo, inquietante.

Jack y Shail habían aprovechado para ponerse al día de todas las novedades. Shail le había contado con más detalle todo lo que había averiguado aquellos días; le había hablado acerca de Karevan, de Alexander, de Deimar, y de Ydeon, que le había forjado una pierna nueva. El joven dragón ya había oído hablar del fabricante de espadas, pero las palabras de Shail hicieron que aumentaran su curiosidad y sus ganas de conocerlo.

Por su parte, Jack le contó todo lo que había sucedido en la Torre de Kazlunn durante su ausencia, desde el despertar de Victoria hasta la devastadora visita de Yohavir.

Ymur los escuchaba en silencio, tan quieto que durante un rato se olvidaron de que estaba allí; cualquiera podría haberlo confundido, de hecho, con una más de las piedras del Oráculo.

—Conocí a ese joven del que habláis —dijo de pronto, sobresaltándolos a los dos—. Kirtash. Fue él quien dijo que los fenómenos sísmicos de la cordillera se deben a Karevan; y ahora, si no he entendido mal, afirma que el Séptimo dios se ha encarnado en una hechicera feérica. O está más loco que Deimar, o es que disfruta siendo irreverente. También, por lo que he escuchado, ese tal Kirtash es hijo del mago blasfemo que estuvo en el Oráculo hace tiempo. Debe de ser cosa de familia.

Jack sonrió, pero Shail sacudió la cabeza.

—Nadie más ha visto a Gerde con vida —dijo—. Sabemos que murió porque Kirtash dice haberla matado, y sabemos que sigue viva porque él dice que lo está, y que ahora es la Séptima diosa. ¿Cómo sabemos que no miente?

—Hace tiempo que conozco a Kirtash —respondió Jack-; puedo decir muchas cosas de él, y no todas buenas, pero no tiene por costumbre mentir, y menos cuando se trata de temas serios.

—Y, sin embargo, su historia resulta demasiado increíble. Y gracias a ella, ha conseguido llevarse a Victoria consigo a la Tierra. No sé...

—Victoria estará a salvo en la Tierra. Desde allí tiene la posibilidad de refugiarse en Limbhad, y te recuerdo que, si Kirtash tiene intención de hacerle daño, el Alma no lo dejará pasar.

Suspiró para sus adentros al pensar en Victoria. La echaba mucho de menos, y, una vez más, lamentó no haber cruzado la Puerta con ellos. Apartó aquellos pensamientos de su mente. «Esto es lo que debo hacer», se recordó a sí mismo.

Shail calló, pensativo.

—En eso tienes razón —admitió después—. No sabes la de veces que me he arrepentido de haberos obligado a regresar a Idhún. Aunque en su día me pareció un lugar pequeño y limitado, lo cierto es que nunca he conocido un refugio tan seguro como Limbhad.

Sonrió son nostalgia. Jack asintió, sonriendo a su vez.

—Ya ves. Y yo que lo encontraba aburrido... y ahora me muero de ganas de regresar.

—¿Creéis, entonces, en toda esta historia de dioses y reencarnaciones? —preguntó entonces Ymur, retomando el hilo.

—Yo no sé qué pensar —dijo Jack—. Por un lado, he visto a Ashran: sé lo que era, porque me enfrenté a él, por lo que no me resulta extraña la idea de que el Séptimo dios haya encontrado otro cuerpo mortal para ocultarse. Por otro, también he visto lo que arrasó las costas de Kazlunn hace unos días, y, si es verdad que eso es un dios, no me explico cómo algo así puede caber dentro de un cuerpo tan pequeño. La única explicación que se me ocurre es que la esencia del Séptimo sea diferente a la de los demás dioses, porque ellos no se han encarnado en cuerpos materiales.

»Y luego está también el hecho de que, si Kirtash no miente, Gerde estaba muerta. Lo cual significa que el Séptimo la devolvió a la vida para poder ocupar su cuerpo. Y tal vez eso implique...

—... que Ashran también pudo morir como humano y resucitar como el Séptimo dios.

—Sí —asintió Jack—. Y puede que todo ello sucediera aquí, en este mismo lugar, hace veinte años. Por eso es importante que averigüemos todo lo posible acerca de Ashran, del mago blasfemo, como lo llama Ymur. Puede que ahí esté la clave para descubrir qué está pasando exactamente.

Los dos se volvieron hacia el gigante, que cambió de postura, haciendo crujir todas sus articulaciones.

—Ya os he dicho que no recuerdo muy bien qué sucedió aquellos días. Confieso que pasaba el día encerrado en la biblioteca y no estaba muy al tanto de lo que ocurría en el Oráculo.

—A lo largo de todos estos años —le explicó Shail a Jack— Ymur ha estado rescatando los restos de los libros y documentos que desaparecieron con la destrucción del Oráculo. Entre esos libros tienen que estar, en alguna parte, los Registros del Gran Oráculo, una especie de diario donde el abad anotaba todo lo que sucedía aquí. Si encontráramos esos documentos, tal vez su contenido arrojara algo más de luz sobre lo que vino a hacer Ashran al Gran Oráculo, y lo que le pasó en la Sala de los Oyentes.

Jack asintió.

—Bien —dijo—. Yo he venido para ayudaros en lo que haga falta, y eso voy a hacer. Sin embargo... me gustaría, antes que nada, hablar con Alexander.

Shail adoptó una expresión dubitativa.

—No está lo que se dice muy bien —dijo—. No quiere hablar con nadie y no sale de la cueva. Si no fuera porque los gigantes le dejan comida en la entrada, creo que hasta habría muerto de inanición.

—Conmigo sí que va a hablar —replicó Jack, con firmeza—. Nos enfrentamos a algo muy grave, peor incluso que la invasión shek y el imperio de Ashran, y no hay tiempo para lamentaciones ni autocompasión. Voy a sacarlo de esa cueva aunque sea a rastras.

 

Los nidos de pájaros haai podían encontrarse a lo largo y ancho de toda la Llanura Celeste, pero había una zona donde las agujas rocosas sobre las que se levantaban eran mucho más numerosas. Allí, el paisaje era más agreste y accidentado, y el horizonte mostraba un aspecto extraño, como si estuviese erizado de púas. Y sobre cada una de aquellas formaciones rocosas, un pájaro haai había construido su nido.

Allí, donde habitaba la colonia de pájaros haai más numerosa de todo Idhún, los celestes habían erigido Haai-Sil, la ciudad de los criadores de aves.

En Haai-Sil, los edificios eran pequeños y estrechos, puesto que tenían que construirse en los escasos espacios que quedaban entre las agujas de roca. Las calles no eran tan anchas ni estaban tan limpias como en la capital, aunque los celestes se esforzaban mucho por adecentarlas; pero, con cientos de nidos de pájaro situados a una veintena de metros por encima de sus cabezas, resultaba difícil mantener pulcra la ciudad. Las calles se limpiaban todas las mañanas y todas las noches, antes del segundo atardecer. Y, no obstante, nunca faltaba gente que se encargase de aquella tarea. Normalmente eran los muchachos más jóvenes, aquellos que entraban como aprendices de los criadores más experimentados. Nadie se había quejado nunca: al fin y al cabo, también los criadores habían sido aprendices en su día, y habían tenido que contribuir en las tareas de limpieza. Si, después de un par de años ocupándose de ello, los jóvenes no odiaban a los pájaros haai con todas sus fuerzas, es que habían aprendido a amarlos, y aquel era un paso imprescindible para todo aspirante a criador.

En Celestia, los cuidadores de pájaros haai estaban muy bien considerados, pero no tanto como los entrenadores, ni como los criadores, el máximo grado al que podía aspirar un aprendiz. Los haai no solo eran los animales de compañía más queridos por los celestes, sino que también constituían su principal medio de transporte. Celestia no era una tierra muy amplia, pero tampoco estaba muy poblada. Los celestes eran una raza escasa en Idhún en comparación con los humanos, los feéricos o los varu, por ejemplo, y sus ciudades habían sido edificadas a mucha distancia unas de otras. Habían empezado a domesticar pájaros haai muchos siglos atrás, para mantener una comunicación regular entre las cuatro ciudades principales de Celestia, y con el tiempo, otras razas idhunitas habían comenzado a apreciar lo práctico de aquel sistema. Los celestes enviaban pájaros a casi todo el continente, y entre las casas reales de Nandelt, antes de la dominación shek, había estado de moda disponer de un haai, con su correspondiente jinete celeste, para desplazamientos rápidos y mensajes urgentes.

Pero no era esta la razón por la cual los celestes se preocupaban tanto de sus aves. Habrían seguido cuidándolas con igual mimo aunque no les hubiera sido posible montarlas ni adiestrarlas.

Zaisei lo sabía muy bien. Ella había nacido en Haai-Sil, aunque la vida había terminado por alejarla de su ciudad natal. Pero allí estaban sus raíces y lo que quedaba de su familia. Por eso, cuando el cortejo de la Venerable Gaedalu se detuvo en la ciudad de los criadores de aves, lo que para todas las sacerdotisas no fue más que una escala en el camino, para Zaisei supuso un reencuentro con el pasado.

Ahora caminaba por las estrechas y retorcidas calles de Haai-Sil, portando con habilidad la sombrilla que todos, nativos y visitantes, debían llevar como precaución cuando recorrían la ciudad. Lo que para la gente de fuera era una incomodidad, para los celestes de Haai-Sil se había convertido en un gesto cotidiano. Todas las familias cultivaban en sus casas, en un jardín interior protegido por una cúpula, brotes de plantas mandim; y nunca salían a la calle sin una de sus enormes hojas acampanadas, que utilizaban como sombrillas. Zaisei sonrió al recordar el gesto horrorizado de las sacerdotisas cuando les habían entregado las sombrillas a la entrada de la ciudad, y les habían explicado para qué servían. Al final no había sido para tanto, puesto que, en el trayecto hasta la casa donde iban a alojarse, solo dos de las sombrillas se habían ensuciado.

Zaisei se había asegurado de que las novicias y sacerdotisas estaban instaladas, y de que en la habitación de Gaedalu había un baño lo bastante grande como para que ella se sintiera cómoda, y después había salido de la casa sin dar explicaciones.

Cuando llegó a su destino se detuvo, sin aliento, y contempló, con emoción apenas contenida, la casa que la había visto crecer en sus primeros años de vida.

No era la casa de una familia, y nunca lo había sido. Su padre era adiestrador de pájaros haai cuando conoció a su madre. Para entonces ya tenía a gente a su cargo, de modo que el hogar de Zaisei había sido en realidad una escuela, donde aprendices de distintos niveles vivían bajo el mismo techo.

A Zaisei le habían gustado los pájaros haai desde niña, pero nunca había llegado a unirse a los grupos de limpieza. Porque entonces los sheks habían invadido Idhún, y su madre la había enviado al Oráculo para protegerla.

Zaisei sonrió para sí al contemplar la casa, y los nidos de los pájaros, que eran la pasión de su padre. Para muchos, Do-Yin no era más que un inofensivo criador de pájaros.

Para algunos pocos, que sabían la verdad, Do-Yin era uno de los más activos miembros de la lucha contra el imperio de los sheks. Jamás pelearía en un campo de batalla, pero había conseguido algo que muchos criadores habían tratado de lograr antes que él, a lo largo de los siglos, sin éxito: obtener pájaros mensajeros, aves que entregaban mensajes en un destino concreto sin necesidad de que los guiara un jinete.

Así, el correo interno de los frentes armados de la lucha contra Ashran había sido indetectable para los sheks. Si ya solían ignorar a los celestes por considerarlos inofensivos, todavía sospechaban menos de los pájaros, bestias sin inteligencia racional, cuyas mentes, demasiado simples, eran incapaces de detectar.

Zaisei no se molestó en entrar en la casa. Sabía que no encontraría allí a su padre. Aún no se había puesto el último de los soles, y era a aquella hora, al filo del tercer atardecer, cuando los pájaros regresaban a sus nidos, y Do-Yin subía a saludarlos.

Todavía sosteniendo la sombrilla, Zaisei levitó lentamente hasta alcanzar una altura de varios metros. Siguió subiendo, poco a poco, hasta que los nidos de los haai se hicieron visibles.

Era un espectáculo bellísimo. Los pájaros gorjeaban y se llamaban unos a otros, planeaban sobre los nidos, arrullaban y se acomodaban para dormir, mientras los últimos rayos de sol arrancaban de su plumaje dorado reflejos anaranjados. Zaisei saludó al más cercano, una hembra amistosa que estaba sentada sobre su nido y parecía cansada.

—Una larga puesta, ¿eh? —sonrió la celeste—. Apuesto a que nacerán hermosos y sanos.

Tiritó de pronto. Allí arriba hacía frío; se había levantado un viento desagradable que hacía revolotear los bajos de su túnica. Miró a su alrededor, y vio a lo lejos una figura que levitaba de uno a otro nido. También llevaba una sombrilla, pero estaba tan concentrado en su labor que no se había dado cuenta de que se le había ladeado. Colgaba de su costado una enorme bolsa llena de frutos koa, un manjar para los haai. Zaisei sonrió de nuevo y acudió a su encuentro.

Do-Yin tardó un poco en percatarse de su presencia. Era un celeste pequeño y vivaracho, de nariz algo afilada, lo que, en opinión de muchos, le daba cierta semejanza a las aves que criaba.

—Buenas tardes, padre —saludó ella, sonriente—. Que las tres diosas velen tus sueños, y que el padre Yohavir mantenga puro el aire que respiras.

—¡Zaisei! —exclamó el criador de pájaros al reconocerla.

Hacía mucho que no se veían, por lo que el reencuentro fue emotivo. Sin embargo, Do-Yin no habló de descender al suelo, y Zaisei no se lo pidió. Sabía lo importante que era para él aquella visita diaria a los nidos, y no quiso interrumpirlo. Por el contrario, flotó junto a él, de nido en nido, y conversaron mientras él hacía su trabajo.

Tenían mucho de que hablar. Zaisei le puso al día de todo lo que había hecho en los últimos tiempos; de su trabajo como embajadora del Oráculo en tiempos de Ashran, de su relación con la Resistencia que había venido de otro mundo, de Yandrak, de Lunnaris, de lo sucedido en Nurgon y en la batalla de Awa. Y, aunque Do-Yin seguía examinando patas y alas, dando frutos koa o contando huevos, Zaisei sabía que en el fondo la estaba escuchando atentamente. Por fin, Do-Yin se volvió hacia ella y la miró con cierta severidad.

—Corriste un gran riesgo, Zaisei. Tu madre te llevó al Oráculo para que estuvieses a salvo, no para que participases en la guerra.

—Entonces era una niña; pero ahora ya soy adulta, y, por otro lado, las cosas sucedieron así, simplemente.

—Es por ese muchacho del que me has hablado, ¿verdad? El mago de la Resistencia.

Zaisei se sonrojó un poco.

—Existe un lazo, padre —confesó en voz baja.

Él la miró, con una sonrisa de grata sorpresa.

—¡Vaya! ¿Recíproco?

El rubor de Zaisei se hizo más intenso.

—Sí.

Do-Yin sacudió la cabeza, riendo entre dientes.

—Sí, está claro que ya no eres una niña. Me imagino que a Gaedalu no debe de haberle sentado demasiado bien. No querrá que abandones el Oráculo tan pronto.

—De eso quería hablarte. Mi madre dejó el Oráculo para formar una familia, pero luego regresó.

Do-Yin asintió. Aquello no tenía nada de particular. Los votos a los Seis no impedían las relaciones amorosas, pero en la mayoría de los casos estas debían ser a distancia. Alguien que sirviera en el Oráculo no podía tener a su familia consigo, puesto que en los Oráculos sólo podían vivir sacerdotes y sacerdotisas; en el de Raden sólo admitían a hombres, en el de Gantadd, sólo a mujeres. Y el Gran Oráculo, el único que era mixto y, por tanto, podía acoger entre sus paredes a una pareja formada por un sacerdote y una sacerdotisa, estaba situado en Nanhai, en el fin del mundo. Un lugar poco adecuado para formar una familia.

La madre de Zaisei había servido en Gantadd, un lugar donde no habrían acogido a Do-Yin, en primer lugar, por no ser sacerdote, y en segundo lugar, por ser un hombre. De todas formas, el criador de pájaros no habría sido feliz lejos de Haai-Sil, por lo que la única opción de la pareja había sido que ella abandonara el Oráculo durante un tiempo.

Esta era una práctica habitual entre los sacerdotes y sacerdotisas de los Seis. Su religión no les prohibía pedir permiso para dejar el Oráculo en cualquier momento, bien de forma temporal, bien definitiva, para mantener una relación o fundar una familia, sin dejar por ello de ser sacerdotes. Muchos ya no regresaban, sino que pasaban a trabajar en los templos locales. Pero otros sí volvían al Oráculo al cabo de los años, cuando los hijos eran ya mayores, o si el lazo que los unía a sus parejas se había debilitado, o si consideraban que iban a ser capaces de vivir lejos de su familia, visitándolos sólo de forma esporádica; y el Oráculo los recibía con los brazos abiertos. De modo que, si los padres de Zaisei se habían separado tiempo atrás, no se debía a la religión, sino a la distancia.

—Si quieres mantener tu relación con ese joven, tendrás que abandonar el Oráculo tarde o temprano —dijo Do-Yin—. Sobre todo si va para largo.

—No estoy segura —confesó ella—. Pasamos mucho tiempo separados.

—Pero lo echas de menos —adivinó él—. Y si queréis que bendigan vuestra unión y formar una familia...

—Es pronto para hablar de eso —se apresuró a contestar Zaisei—. La nuestra es... una relación difícil.

—¿Porque es un mago?

—No, padre —Zaisei alzó la cabeza para mirarlo fijamente, con seriedad—. Es porque no es un celeste. Es un joven humano.

Do-Yin entornó los ojos y no dijo nada. Volvió a centrarse en el nido que tenía ante sí. Zaisei estaba tranquila, sin embargo. Lo que un humano podría haber interpretado como una reacción de rechazo o desaprobación, la joven celeste lo había visto claramente como un gesto de preocupación. Do-Yin acogía la noticia con cierta cautela: puesto que existía un lazo, un sentimiento sincero entre ambos jóvenes, el celeste no tendría nada que objetar; no obstante, como todos los celestes sabían, especialmente los padres que tenían hijos en edad de buscar pareja, las relaciones con cualquier otra raza no celeste siempre eran complicadas. Los celestes eran especialmente sensibles y, al mismo tiempo, mucho más fuertes emocionalmente que los humanos. Porque los celestes estaban acostumbrados a conocer y aceptar los sentimientos propios y ajenos, mientras que los no celestes desconocían las emociones de la gente que los rodeaba y, al mismo tiempo, ocultaban las suyas propias, las disimulaban, creyéndose así más seguros. Y tenían tendencia a mentir sobre sus propios sentimientos, algo que no tenía sentido ante un celeste. Los no celestes no entendían que, al poner tantos muros en torno a su corazón, no lo protegían más, al contrario: lo hacían más vulnerable.

—Sufriréis mucho los dos —dijo Do-Yin—. Especialmente tú. Los sentimientos de los humanos son intensos y violentos, porque tienden a reprimirlos. Se sentirá incómodo cuando quiera ocultarte algo y no pueda. Y, por otra parte, tú tendrás que decirle con palabras cosas que son obvias para cualquiera que posea la empatía de un celeste.

—Lo sé —asintió Zaisei—. Pero estamos aprendiendo los dos.

Do-Yin sonrió.

—Eso es bueno, hija. Si existe un lazo, deseo de corazón que sea lo bastante fuerte como para resistir las dificultades que puedan deshacerlo con el tiempo. En cuanto a lo de abandonar el Oráculo, tú sabes cuáles son las opciones. Si tenéis hijos varones, no podrás regresar allí, a no ser que te separes de ellos, o que te los lleves contigo al Oráculo de Nanhai, si es que vuelve a estar activo algún día, y los instruyan allí como sacerdotes de los Tres Soles. Si tienes hijas, podrías llevártelas contigo a Gantadd. Como hizo tu madre contigo. En cualquier caso, si deseas estar junto a tu mago, tendrías que plantearte dejar el Oráculo.

Zaisei se retorció las manos.

—Lo haría, si fuera necesario. Pero no quiero dejar sola a la Madre Venerable. Ha cuidado de mí desde que era muy pequeña, desde que mamá murió. Y últimamente está muy extraña...

Su padre no dijo nada. Zaisei se movió para situarse detrás de una de las agujas de piedra, tratando de resguardarse del viento, que era cada vez más intenso.

—Los Oráculos no están pasando por un buen momento —prosiguió Zaisei—. Ya te he contado lo que les ha sucedido a los Oyentes.

—Sí —asintió Do-Yin, sombrío; había percibido con claridad los sentimientos de angustia que habían llenado el corazón de su hija al hablar del tema—. Doy gracias a los Seis porque nada parecido sucedió en los tiempos en que tu madre vivía en el Oráculo.

—Sucedieron cosas importantes en aquellos tiempos —susurró Zaisei—. Ella escuchó la Primera Profecía.

Do-Yin la miró, muy serio.

—¿Gaedalu te lo ha contado? Habría sido mejor que no lo hiciera. Nunca quise que te implicaras en esto, hija, y el hecho de que tu madre fuera una Oyente del Oráculo de Gantadd en aquella época no te obliga a ti a sentirte responsable por todo lo que está pasando.

Zaisei inclinó la cabeza, sin tratar de negarlo.

—Pero hubo otra profecía —dijo entonces—. Dos años después de la primera, poco después de la conjunción astral, poco después de que el dragón y el unicornio fueran enviados a otro mundo. La segunda profecía hablaba también de un shek.

—Eso he oído decir —asintió el criador de aves.

—Entonces yo era muy pequeña, y no recuerdo nada de todo aquello. Y mi madre no tuvo ocasión de explicármelo. Tampoco he podido acceder a las anotaciones que los Oyentes hicieron en su día, y Gaedalu no ha querido responder a mis preguntas al respecto. No le gusta hablar de la Segunda Profecía; de hecho, a veces actúa como si fuera falsa, o como si la hubiésemos interpretado mal. Por eso, padre, necesito saber... si mi madre también escuchó esa Segunda Profecía, la que hablaba de Kirtash... Y si te dijo algo sobre ella.

Do-Yin negó con la cabeza.

—Tu madre no escuchó esa Segunda Profecía, Zaisei. —Ella abrió la boca para decir algo, pero el celeste le indicó con un gesto que no había terminado de hablar—. No lo hizo, porque alguien se lo impidió. Alguien escuchó la profecía en su lugar.

Zaisei lo miró con asombro, percibiendo el intenso dolor que provocaban en él aquellos recuerdos, pero no pudo decir nada, porque en aquel momento una violenta ráfaga de aire le arrebató la sombrilla de entre las manos.

—¿Quién, padre? —pudo preguntar al fin, alzando un poco más la voz, para hacerse oír por encima del silbido del viento.

Do-Yin no contestó. Se había quedado quieto, con la vista clavada en el horizonte. Zaisei siguió la dirección de su mirada y vio un grupo de formas oscuras que se acercaban volando desde el norte.

—No son pájaros —dijo.

—No, hija. Si no fuera porque parece imposible, diría que se trata de dragones.

Zaisei comprendió.

Son dragones. Debe de ser un grupo de los Nuevos Dragones, los dragones artificiales. Los he visto volar. Parecen muy reales.

—Sin embargo, no es eso lo más sorprendente. Mira allí.

El celeste señaló un punto más lejano, algo que parecía perseguir a los dragones y que avanzaba lentamente hacia Haai-Sil. Algo alargado, como una gigantesca columna de colores cambiantes, que parecía, sin embargo, doblarse y ondularse.

 




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